Cultura
“Puma Concolor”
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Imagoteca Paraguaya (Archibald Fullarton & Co., Londres - Edimburgo, Ca. 1850)
En el año 2006 había publicado un libro de cuentos, Sh… horas de contar…, cuya colección estuvo inspirada en una observación que había hecho Federico García Lorca frente a Nueva York (y a partir de la cual abordó la escritura de Poeta en Nueva York): una ciudad llena de inmigrantes de procedencia heterogénea, con un crecimiento explosivo y desordenado y sin mitología común. Salvando las distancias evidentes, para mí esa era la definición de Ciudad del Este, o el Alto Paraná (sigue siendo). Entonces me había propuesto escribir una mitología común del Alto Paraná, y desde entonces toda mi ficción está localizada en el Alto Paraná. Se volvió un programa más o menos estable, pero que se fue desviando hacia otras preocupaciones, otros intereses. Hace un par de años decidí retomar la misma observación y voluntad de inventar mitologías comunes, y me puse a trabajar en una serie de relatos sobre el Alto Paraná, bajo el título de Ex Sylvis [Desde la selva]: una cita a la editorial que Moisés Bertoni fundó a orillas del río Paraná a principios del siglo XX .
Uno de los aspectos que consideré común en ese paisaje compartido por gente tan diferente guarda relación con la fauna y la flora: el modo en que ciertos residuos exuberantes de flora determinan una organización cada vez más urbana, y que subsisten casi como adornos agrestes y potentes –tengo esta impresión sobre todo ante los árboles altoparanaenses, en los parques, en los jardines–. Por otro lado, la transición del bosque hacia el entorno agrícola y urbano propicia algunos episodios desconcertantes. Por un lado, tengo esta idea de que la desintegración del paisaje produce un excedente espectral cuya marca más visible es el polvo: el polvo es el retorno espectral de una biodiversidad desintegrada. Pero, ocasionalmente, hay apariciones más consistentes: pumas y yaguaretés han estado apareciendo en sojales y en parques y plazas urbanas. Esta aparición incongruente descoloca el ritmo monótono de una cultura capitalista e irrumpe como un momento mítico que interrumpe en la vida e introduce una forma de deseo y de expectativa que establece conexión entre la gente y el paisaje, pero también el recuerdo de algo que le precede, y que se conoce incluso sin haberlo experimentado.
El libro parte, pues, de estas apariciones, de estos contactos con los residuos agrestes de un paisaje y unas biologías –incluso de los ríos domados por el ingenio y la insaciabilidad humana–, y el modo en que estos inciden en la cultura, en las biografías. En estos días pensaba que el libro invoca una “fuerza de la naturaleza”, que no necesariamente está comprometida con una especie en particular, pero que tiene que expresarse: un depredador, por ejemplo, puede estar agazapado bajo la forma de unas garras de jaguar, pero a veces está en partes del cuerpo de amantes demasiado incisivos.
***
Puma concolor
Los autos acorralan la sombra al grito de ¡puma!, patinan en las curvas, aceleran en las avenidas lineales donde los faros comparten la decisión de salir a capturarla, aunque sea en imagen.
Es apenas un fragmento, una célula. En tus auriculares. La unidad rítmico-melódica mínima que se repite. El motivo es grave y el intervalo de tonos no permite precisar si es mayor o menor. La ambigüedad es resuelta por una melodía más aguda, que se superpone.
Vos no querías filmar al puma, ni su cacería. Tu trote era ligero alrededor del lago, y no sabías de los videoaficionados verticales ni de las novedades en los noticieros, esperadas como los hambrientos que huelen el pan. Tampoco sabías del niño que repetía —el dedo posado sobre la pantalla— el instante en que el verde resplandeciente de unos ojos desaparece su amenaza entre ornatos de un jardín bastardo y rico.
Una camioneta pasó con los cuerpos de los pasajeros equilibrándose alegres en las ventanas. Ellos iluminaban su paseo con el flash de los teléfonos, pero tu trote era dócil y ciego al filo. En tanto, en los auriculares, sonidos coherentes y organizados competían con los pies.
El ejercicio recupera la memoria de un uso primitivo y necesario según las demandas de la caza y de la guerra, así como las amenazas de los depredadores y los enemigos del pasado, pero ahora correr se había vuelto una ostentación de inutilidad con efectos coadyuvantes sobre el cuerpo de un corredor que escucha música.
Tampoco sabías del animal agazapado entre la maleza, donde los güembés destilan su aliento nocturno y verde. Y tu trote era sereno. Un perro cuyo aullido fue apagado, mientras dormía. Los perros también olvidan el significado remoto de los sueños: despiertan y miran a los humanos con un instante de consternación. Un bebé fue dejado en el patio por la madre, jugando, mientras ella afilaba el cuchillo para preparar el almuerzo. Fue arrastrado hacia los barrancos, y ese día nadie comió. Tenías puestos los auriculares y escuchabas música. Ignorante de la carne que desaparece, trotaste.
La vitrina de la tienda exhibe pantallas de alta definición. Curiosos comentan las ventajas de imágenes tan nítidas: estomas de una hoja palpitan; la organización geométrica de unas escamas; el cambio de piel de un artrópodo verde y rosado; o el macro timelapse de distintas floraciones.
Los transeúntes se detienen apenas unos segundos y absorben los colores filtrados a través del vidrio, espejados y repetidos por rebote en múltiples cuadros sobre esa superficie, y en los ojos de quienes miran.
Tanto optimismo deteriora la voluntad. Y ahora no hay ni esperanza ni plata. Alguien se pregunta a modo de chiste quién pagaría tantos dólares por una tele, habiendo tantas pantallas gratis en la ciudad. Pero no se engaña el deseo, y más de uno hizo cuentas.
“…often it is only the clothes that keep the male or female likeness, while underneath the sex is the very opposite of what it is above” (Virginia Woolf, Orlando).
Ofrecés los tobillos. Los senderos organizan el recorrido y cualquier desvío de la calzada pavimentada puede resultar incómodo y desafortunado. Las espinas son defensas. La maleza crece alrededor, cada vez más ajardinada, pero no se puede civilizar el hambre. La sangre restalla y mosquitos avanzan en dirección a los tobillos que pese a no estarse quietos no pueden competir con la pericia milenaria de los vampiros. Las plantas también avanzan, y algunas tienen espinas.
Sola, sobre la carretera, ella caminaba con los zapatos en las manos. Regresaba de una fiesta.
—¿Hacia dónde te vas? —preguntó el camionero.
—Hacia kilómetro 7 —contestó ella, midiendo la altura de los escalones. Se subió al camión, y el conductor aceleró la marcha.
Las apariciones son como la música. En los sueños irrumpe un destello fulminante; en la ruta, un fogonazo de tristeza para la ilusión de borrachos que conducen y asedian cualquier extrañeza para no dormirse, cualquier animal nocturno para matar su soledad o saciar el desengaño.
El recuerdo de los sueños puede ser efímero. La preciosidad rara fácilmente puede devenir algo descartable. Es algo que se puede tener en común con cualquier animal silvestre muerto a punta de rifle.
En tu sueño, la aparición es melódica: se desliza por un cerro, merodea entre las piedras y desciende a beber agua en el arroyo, mojando sus bigotes, a la sombra de un pakuri. Pero no la recordás al despertar.
Hay apereás alrededor del lago, que toman su comida vespertina en el horario preferido por los deportistas, pero cuando anochece desaparecen. ¿O es que simplemente no son visibles? Dicen que hay yacarés en el agua, pero vos nunca los viste. Bien pudiste haber pasado junto a uno, haber estado a punto de pisar su cola.
El otro día, circuló el video de un hombre que esperaba —las luces de su camioneta apagadas— a que niñas y niños se acercaran, en busca de dinero, en busca de comida; a cambio, dicen, de dejarse bañar.
Nadie espera que a uno le filmen, pero todo depredador es la presa de otro depredador; y, aunque raros, hay casos de canibalismo: en la calle, un manifestante agredido decide filmar al policía agresor, que, como reacción, también filma.
Te ponés los auriculares porque los necesitás. Son vitales. Como el agua, como el alimento. Y como la música la compusiste vos, de pronto encarnás eso que alguna vez escuchaste: “la posibilidad de satisfacción de tu propio deseo”.
En oleajes, multitudes recorren calles, atraídas por esta nueva ilusión. Procesiones exhaustas se dirigen hasta un ojo de agua donde, según cuentan, el santo que ayuda a pagar las deudas apareció transformado en culebra. Conducen cientos de kilómetros para cosechar un trozo de yrupẽ que cure los males que les aquejan, o guardar una porción de su belleza insólita. En esos días, el puma hiberna; preserva su salto de la obsolescencia, pero en la próxima temporada reaparecerá.
Vos, corrés. Pasás con el miedo ciego junto a la estatua de San Miguel arcángel, que arroja su victoria en forma de lanza sobre la bestia; y ascendés por la avenida, el músculo tenso, hacia una casa donde nadie te conoce realmente.
* Damián Cabrera es escritor, investigador, docente, gestor cultural y curador. Su trabajo se desarrolla en las áreas de lengua, literatura, fronteras, arte, política y cultura. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte Capítulo Paraguay, y de los colectivos Ediciones de la Ura y Red de Conceptualismos del Sur.
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