Opinión
La elección de “los Doce” y el discurso de la llanura

12Por aquellos días, se fue al monte a rezar y se pasó la noche orando a Dios. 13Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles…17Bajó con ellos y se detuvo en un paraje llano. Había allí un nutrido número de discípulos suyos y una gran muchedumbre llegada de toda Judea, de Jerusalén y de toda la región costera de Tiro y Sidón…20Él, dirigiendo la mirada a sus discípulos, dijo: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. 21Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis. 22Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo por causa del Hijo del hombre. 23Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataron sus antepasados a los profetas. 24Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya habéis recibido vuestro consuelo. 25¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que reís ahora!, porque os afligiréis y lloraréis. 26¡Ay, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataron sus antepasados a los falsos profetas.
[Evangelio según san Lucas (Lc 6,12-13.17.20-26) — 6º domingo del tiempo ordinario]
La liturgia de la palabra nos propone, para este 6o domingo del tiempo ordinario, un texto discontinuo del tercer evangelista. Se abordan en él varios temas: La elección de “los Doce” (Lc 6,12-13) seguido de un breve sumario que refiere la procedencia del gentío que se juntaba para escuchar a Jesús (Lc 6,17); la declaración de los “bienaventurados” (Lc 6,20-23) y los “ayes” o “maldiciones” (Lc 6,24-26) en el contexto del “discurso inaugural de Jesús” o “discurso de la llanura”.
En primer lugar, san Lucas presenta a Jesús, en este episodio, escogiendo un pequeño grupo de discípulos especiales. La expresión inicial “por aquellos días” no tiene el objetivo de describir con precisión la fecha del acontecimiento; es, más bien, una fórmula característica de un inicio narrativo (inciting moment) cuya función consiste en marcar el inicio de la acción narrada. El evangelista comenta que Jesús “se fue al monte a rezar y se pasó la noche orando a Dios” (Lc 1,12). El “monte”, en la tradición bíblica, es el lugar privilegiado para encontrarse con Dios y recuerda a Moisés —y a otros grandes personajes del Antiguo Testamento— que eligen un lugar elevado para el contacto con Yahwéh. La observación sobre la oración de Jesús —que le ocupó “toda la noche” (dianyktereýō)— implica un intenso contacto con el Padre antes de la decisión que debía tomar para elegir a sus inmediatos colaboradores. Al día siguiente (Lc 6,12a), como ya estaba preparado espiritualmente, “llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos” (Lc 6,12b).
En la mentalidad de Lucas, este grupo especial de discípulos no estaba destinado simplemente a “estar con él” (Mc 3,14), sino que constituiría el grupo de sus “emisarios”, en griego apostoloi, es decir, “personas enviadas”; más aún, sus testigos. La elección de los doce apóstoles parece obedecer al hecho que Israel se fundó sobre doce tribus, a cuyo frente se establecieron doce patriarcas. Entonces, el “nuevo Israel” —la Iglesia—, debía fundarse, igualmente, sobre doce apóstoles. Por ese motivo, más adelante, ante la desaparición de Judas Iscariote, se ven obligados a elegir un sustituto para completar el número “doce”, elección que recayó en Matías. Los criterios para que a uno se le pueda considerar “apóstol” en otros pasajes del Nuevo Testamento parecen ser principalmente dos: a) Ser testigos de Cristo resucitado (1Cor 9,1); b) Haber recibido de Jesús el encargo de proclamar el acontecimiento Cristo (Gal 1,15-16).
La selección de los versículos —según la presentación del ordo litúrgico— salta el texto en el que se menciona a los doce miembros del colegio apostólico por sus nombres (Lc 6,14-16). La lista está encabezada por Simón-Pedro y siguen los demás, agrupados de a dos o de a tres, probablemente debido a razones mnemotécnicas (Andrés, hermano de Simón; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé; Mateo y Tomás, Santiago de Alfeo y Simón, llamado zelota; Judas de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor). Sin duda alguna, en esta lista se conservan los nombres de algunos compañeros de Jesús durante su ministerio público.
Después de la elección de “los Doce”, Lucas hace referencia a la bajada de Jesús del monte, ya en compañía de “los Doce”, hasta una “llanura” donde junto a un nutrido número de discípulos había una “gran muchedumbre” (Lc 6,17a y b) que les esperaba. En este punto, respecto al “lugar”, es importante señalar una leve diferencia con la versión de Mateo que presenta a Jesús predicando desde el “monte” (Mt 5,1-2). El autor del Evangelio especifica la procedencia de la muchedumbre que había llegado de diferentes regiones: Judea, Jerusalén, de la región costera de Tiro y Sidón; por tanto, personas provenientes de todos los puntos cardinales de Israel. En el siguiente versículo (Lc 6,18), se enuncia el doble motivo que animaba a la gente a concurrir hasta aquel sitio: Escuchar a Jesús y ser curados por él de sus dolencias. En consecuencia, la gente no acudía por mera curiosidad, sino para recibir el mensaje del maestro y ser restablecida de sus limitantes condiciones.
En segundo lugar, san Lucas nos presenta —a su modo— la declaración de “bienaventurados” aplicada a cuatro categorías concretas de personas. Este texto forma parte de uno de los grandes discursos de Jesús en el Evangelio de san Lucas y equivale al discurso o enseñanza del monte presentado por el Evangelio de san Mateo. Pero, a diferencia de Mateo que presenta como público de Jesús a los discípulos y a un gran gentío proveniente de todas las regiones, en Lucas los destinatarios son, exclusivamente, los discípulos (Lc 6,20).
La presentación de Lucas es mucho más breve que el discurso de Jesús en san Mateo. Resulta claro, que al plantear la presente instrucción a los “discípulos”, su intención no puede ser otra que configurar la conducta y el comportamiento de ese específico grupo. Pero, al mismo tiempo, hay que relacionarlo con la misión de Jesús, tal como se ha presentado hasta el momento en el tercer Evangelio, pues, según san Lucas, Jesús ha venido “a dar la buena noticia a los pobres, a los prisioneros, a los ciegos, a los oprimidos, de acuerdo con la cita de Isaías que encabeza la proclamación en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-19). Las palabras de Jesús se refieren a la existencia ordinaria y cotidiana marcada por diversos límites existenciales: Pobreza, hambre, sufrimiento, odio, ostracismo. Las bienaventuranzas —y las “malaventuranzas” que se desglosan después— pretenden introducir un nuevo horizonte en esas preocupaciones diarias. Ese nuevo horizonte es escatológico. No obstante, se revela el interés de Lucas por la vida concreta del cristiano, con sus incidencias específicas.
Con todo, tanto las bienaventuranzas como las malaventuranzas no constituyen más que el punto de partida para el verdadero núcleo del mensaje —el amor— que tiene que dominar la existencia del discípulo de Cristo. Se trata de un amor al prójimo que abarca incluso a los propios enemigos, es decir, a aquellos que pudieran llegar a odiar, maldecir, maltratar, herir, robar y despojar al cristiano de lo que es inalienablemente suyo. Y la motivación que se propone para fundar este amor es precisamente la misericordia del propio Dios, del Padre, de quien proviene la existencia cristiana, y que es el único modelo que hay que imitar (Lc 6,27-38). El que sea incapaz de percibir la radicalidad del contraste entre una vida tan precaria como la que se mueve a ras de tierra y una existencia orientada hacia Dios, que es la que Jesús reclama del cristiano en este discurso, podrá pensar que ese tipo de motivación carece de todo atractivo y hasta que es, incluso, de lo más trivial. No llegar a percibir esa diferencia brota precisamente de la mentalidad que el discurso pone en tela de juicio.
Las bienaventuranzas se dirigen a los “discípulos” como los verdaderamente pobres, hambrientos, afligidos y proscritos de este mundo. El adjetivo griego makarios, “bienaventurado”, denota la felicidad interna de una determinada persona, dichosa, feliz, expresión de la benevolencia de Dios y de sus bendiciones porque pasan estrecheces y dificultades por la causa del Hijo del hombre. Se les declara “dichosos” a los discípulos porque su participación en el Reino va a garantizarles abundancia, alegría y una gran recompensa en el cielo. Lucas no ha espiritualizado la condición real de los discípulos, como se percibe en la presentación de san Mateo.
En tercer lugar, las malaventuranzas o ayes son —por su propia naturaleza— de carácter conminatorio, diametralmente opuestas a las bienaventuranzas, porque son invectivas con tono de amenaza, cuyo acento permite entrever la angustia, el sufrimiento y la aflicción. Los destinatarios son los ricos, pero no cualquier pudiente o económicamente bien posicionado sino aquellos que teniendo muchos bienes materiales son indolentes o indiferentes a los sufrimientos ajenos; es decir, aquellos que viviendo “satisfechos” por la hartura y el desahogo que les brindan las riquezas se tornan autosuficientes. Estos no viven agobiados por las preocupaciones; se regodean, más bien, en su pasajero bienestar.
Los “ayes” —plural de “ay”— (fórmula de “lamento”) se extienden a los que “ríen” en el momento presente, es decir, en relación con aquellos que viven de manera relajada por el disfrute tranquilo y sin problemas de la situación actual, colmada de éxitos. En la literatura sapiencial del Antiguo Testamento, esa actitud es, en ocasiones, señal de necedad (cf. Eclo 21,20; 27,13; Ecl 7,6). Es posible que las palabras de Jesús aludan a esa situación. Cuando los éxitos se conviertan en fracasos, la aflicción ocupará el lugar de la risa.
La última malaventuranza se refiere a los que gozan de buena reputación: “¡Ay de vosotros, cuando todo el mundo hable bien de vosotros!” (Lc 6,26). La advertencia a los cristianos radica en el hecho de que una buena fama, universalmente reconocida, puede ser un objetivo engañoso para el discípulo porque es un “pedestal” efímero y sin substancia, una consideración de la que también gozaban, de parte de los antepasados, los falsos profetas. En consecuencia, el prestigio o la nombradía no reflejan necesariamente la realidad moral, ética o espiritual de una persona, sino son simples “rótulos” que se tejen en los contextos sociales y comunitarios en base a estratagemas y a la proyección de un elaborado marketing con el fin de crear un “concepto” determinado de una persona.
El énfasis de las imprecaciones de Jesús recae sobre el carácter efímero de esos privilegios. El ejemplo de los falsos profetas resulta aleccionador: En el tiempo en que vivieron gozaban de buen predicamento y de la consideración de sus contemporáneos, pero resultaron ser unos embaucadores que llevaron a Israel a la ruina (cf. Is 30,10-11; Jer 5,31; 6,14; 23,16-17; Miq 2,11; cf. 2Tim 3,1-9).
En fin, mediante la elección de los doce y su discurso de la llanura, Jesús dibuja el perfil del discípulo cuyas notas fundamentales son la pobreza, el hambre, el sufrimiento y la persecución. Son pobres porque se han desprendido de todo para tener el Reino de Dios como única riqueza; pasan hambre y estrecheces porque su verdadero “pan” es la Palabra de Dios y hacer la voluntad del Padre; “lloran y sufren” por tantas injusticias, miserias y maldades; y son perseguidos, odiados, injuriados y proscriptos porque asumen la lógica del Hijo del hombre de cuya causa son anunciadores y testigos.
Lo que sigue es el perfil del antidiscípulo, es decir, aquel que es incapaz de configurar su personalidad y su vida según los parámetros indicados por Jesús. Son los que corren tras el dinero y los bienes materiales que acaparan su tiempo, su preocupación y su talento; y emplean astucia y estrategia en pos de grandezas humanas. Son los que están satisfechos y cómodos con una vida vacía y superflua, cubiertos con la falsa cortina de la aprobación pública.
En definitiva, el Señor Jesús es el modelo en el que todo discípulo debe configurar su vida y su apostolado.
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