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Cultura

“Bocetos descuidados”. Edith Södergran en la poesía sueca

Edith Södergran. Cortesía

Edith Södergran. Cortesía

En espesos torrentes sin cesar fluye mi sangre.
¿Vendrán algún día hasta mí, vampiros del abismo? ES

Como suele ocurrir con los grandes artistas, la obra de la finlandesa Edith Södergran (1892-1923) solo empezó a ser valorada y a concitar creciente interés a partir de su muerte, acaecida en Raivola (actualmente en la Carelia rusa), cuando aún no cumplía los 32 años, víctima de la tuberculosis y de la miseria material que implacablemente la acosarían durante casi toda su breve pero intensa existencia. En vida padeció la indiferencia y a la vez la incomprensión y el escarnio por parte de la élite literaria de su época que, salvo contadas excepciones como las de Emil Diktonius y Hagar Olsson, no supo ver en su poesía —escrita principalmente en sueco—, “la irrupción de un nuevo espíritu, de una nueva época”, al decir de la propia Edith así como de toda la crítica posterior. En efecto, desde la aparición en 1916 de su primer libro, titulado simplemente Poemas, se convertiría, junto al sueco Vilhelm Ekelund, en la abanderada del modernismo escandinavo (abandono de la rima, uso de versículos, lenguaje coloquial…), del que sin duda será uno de sus más altos exponentes.

Nacida en San Petersburgo, de padres finlandeses de expresión sueca, pasó sus primeros años en dicha ciudad, siendo educada en la Petrischule, prestigiosa escuela alemana de ese entonces. Sus primeros poemas —en general de interés más biográfico y psicológico que literario— los escribió entre 1907 y 1909 en alemán, que ella consideraba su lengua más propia. Es en aquellos años cuando contrae la tuberculosis, al parecer contagiada por su padre quien al poco tiempo moriría de esa enfermedad, por lo que inicia un doloroso y deprimente peregrinaje por varios sanatorios de Finlandia y de Suiza, incluido el mítico nosocomio de Davos, uno de los protagonistas de La montaña mágica de Thomas Mann. Hasta que exhausta de tanto inútil tratamiento y añorando el lugar donde había pasado los tiempos más importantes de su vida, regresa a Raivola (hoy Rodzino, a unos 60 kilómetros de San Petersburgo), a aguardar lo inevitable, en medio de una desesperada pobreza y cuando aún no se acallaban los cañones de la Revolución Rusa.

En cuanto a Poemas —su primer y, para muchos, mejor libro—, debido a su perturbadora originalidad, se enfrentó al rechazo y a la incomprensión del pacato ambiente de la Finlandia sueca de la época, así como de gran parte de la crítica literaria local. ¿Cómo entender y, sobre todo, tolerar que una vulgar campesina (sic) declarara ser no una mujer sino un neutro, o que Dios fuera una celda para todas las almas libres, o que los hombres fuesen una mentira y que no llegaran ni a los pies de esas hermanas suyas, que “van en trajes multicolores” y que “tienen el agua y el aire en sus cestos/ y los llaman flores”? De cualquier modo, poetas como Ture Janson y Erik Grotenfelt tuvieron el valor y la perspicacia de reconocer en sus versos un nuevo y saludable aire sobre la retórica, solemne y acartonada poesía que se venía pergeñando hasta ese momento.

Edith Södergran. Cortesía

Edith Södergran. Cortesía

Pero los avances que pudo llegar a hacer para ganarse un espacio y la aceptación dentro del medio gracias a esos pocos comentarios favorables se fueron muy pronto al traste cuando en la nota preliminar a su siguiente libro —Lira de setiembre (1918)—, Södergran sugiere ser una especie de iluminada y estar muy segura de sus cualidades y de su eventual superioridad frente a los de su entorno:

“Que mi obra sea poesía, nadie lo puede negar; que esté hecha de versos, no lo puedo afirmar. He intentado someter ciertos poemas refractarios a un ritmo y con ello he descubierto que poseo el poder de la palabra y de la imagen solo en estado de completa libertad, es decir, a costa del ritmo. A mis poemas se les deberá tomar como bocetos descuidados. En lo que al contenido se refiere, dejo a mi instinto construir lo que mi intelecto en actitud expectante contempla. Mi autoconfianza depende de haber descubierto mis dimensiones. No es propio de mí hacerme menos de lo que soy”.

El repudio ante lo que se consideró un verdadero exabrupto, por no decir insolencia y provocación, de parte de Södergran, fue inmediato, al igual que las diatribas e insultos que empezó a recibir y que la tachaban de “pobre lunática” o de “la loca discípula de Nietzsche” (a quien ella invocaba en ese libro, compuesto de “31 píldoras para reír”, al decir del periodista G. Johansson). Si a ello se añade que desde hacía poco tiempo traqueteaban los tanques de la Revolución Rusa y que Edith y su familia vivían, literalmente, entre dos fuegos, es fácil imaginar que no tardó en verse aislada física y espiritualmente de la sociedad de la que ella tanto quería formar parte, pero que ahora, agravada por la situación bélica, la condenaba al más despiadado y feroz ostracismo. No le quedó más alternativa que aceptar, una vez más, su penoso destino, al tiempo que dar testimonio visionario y exaltado de los lacerantes tiempos que a ella, pero también a esa parte de Europa, le había tocado padecer.

Edith Södergran. Cortesía

Edith Södergran. Cortesía

La tormenta

Hombres,
¿no atraviesa ahora el cielo la tormenta,
aquella que su ansia desatara,
llevada por las águilas
hasta alturas insondables?
¿A quién quiere la tormenta humillar?
¿Dónde golpeará
ese invencible que de las alturas llega con alas de porvenir?
¿No escuchan voces en la tormenta?
El yelmo de Marte en la neblina…
De nuevo siéntanse los huéspedes ante volcadas mesas.
Desconocidos gobiernan el mundo…
Más alto, más bellos… divinos.
(Lira de setiembre, 1918)

Aunque el poderoso e indómito espíritu de Nietzsche, con su estentórea voz esgrimida con toda su voluntad de poder sigue presente en Altar de rosas (1919), la poesía de Södergran se ve apaciguada y hasta dulcificada por la presencia renovada del amor —que hiciera implosión en Poemas— y de una especie de misticismo panteísta que se irá desarrollando en su obra a partir de ese instante. En lo primero, mucho interviene la muy particular amistad que traba con la escritora Hagar Olsson —su único contacto con el mundo exterior—, y que la motiva a escribir una serie de poemas de osado tono lésbico, si bien no necesariamente son resultado de alguna relación real de ese tipo. De lo segundo, es conocido su gran interés por la antroposofía de Rudolf Steiner, a quien ella tanto admiraba y quería conocer, pero en vista de que ello le era imposible, encomendó esa tarea a su amiga Hagar, quien terminó cumpliendo ese deseo. La misma Hagar, receptora de versos tan tiernos y cómplices como estos: “Hermana mía, […] Te llevaré al rincón más dulce del bosque / allí nos confiaremos cómo vimos a Dios.”

De cualquier modo, ni el poder revitalizador del ancho amor, ni la visión mística, unitaria y esperanzada de ser humano en el cosmos podrán contra el contundente deterioro del cuerpo de Edith, roído cada vez más por la miseria y la enfermedad. Edith quiere aferrarse a como dé lugar a la vida, y si bien en esta estación se identificará ya no con el súper hombre nietzscheano sino con la figura doliente, pero a la vez salvífica de Jesucristo, lo que al final se impone es la desilusión, la negra esperanza, el dolor hecho carne viva y que conduce ineluctablemente a la muerte. De eso da cuenta en su último libro, La sombra del futuro (1920), al cual había pensado llamar Misterios de la carne, acaso en parte porque a través del dolor y la erosión ininteligibles ella había llegado hasta tal punto a transustanciar en palabras su cuerpo, es decir, su vida en poemas; de allí el asombro que ellos provocan en unos o el escándalo en otros. Dice en “Instinto”: “Mi cuerpo es un misterio. / Tanto tiempo como frágil cosa viva / sentirán ustedes su poderío.”

Edith Södergran. Cortesía

Publicaciones de Edith Södergran. Cortesía

El 21 de junio de 1923, un día de San Juan especialmente luminoso según los diarios de la época, Edith Södergran decidió que ya había tenido suficiente. Aparte de “La tierra que no es” y “Llegada al Hades” —poemas que se encontraron bajo la almohada de su lecho mortuorio—, ella dejó en los que la conocieron una impronta imborrable, propia de aquellos que viven y mueren por la poesía y todo lo que ella puede significar: fe, pureza, esperanza, ansia, aspiración, viento. En ese sentido, qué ilustrativas las palabras del gran poeta modernista Emil Diktonius a los pocos días de haberla conocido, para no volver a verla nunca más: “Hace tres días que la he visto y todavía noto vibrar algo extraño a mi alrededor. Ella es ella, eso es todo, no hay nadie que se le parezca. A pesar de su debilidad (hambre y pobreza) es más ‘súper hombre’ que cualquier otra persona que yo haya podido ver. No es su cuerpo, sino su rostro maravilloso lleno de alma.”

Así como el fuego abrasador de la poesía de Edith es directamente proporcional al torrente de sangre hirviente que surca altiva por su cuerpo en indetenible desmoronamiento, del mismo modo la absoluta conciencia de que su nuevo arte es motivo de desdén y escándalo de sus pares, en lugar de abatirla la reafirma con insospechadas fuerzas, creyendo firmemente en la validez de su sacra misión, lo que justifica todo, incluso la propia vida. Por eso ella declaraba, sin ambages: “Yo misma sacrifico cada átomo de mi poder para mi elevada meta, llevo la vida de una santa, me empapo del espíritu humano más elevado, rechazo cualquier influencia de una especie inferior”.

Edith Södergran. Cortesía

Publicaciones de Edith Södergran. Cortesía

En este punto, cómo no recordar las palabras urgidas, angustiadas, casi desesperadas de que al otro lado del mundo y por la misma época un joven César Vallejo se las comunica en una carta a su amigo Antonio Orrego, a propósito de la aparición de Trilce (1922), que causó en ese momento escándalo o execrable silencio, sin sospechar que ese libro cambiaría para siempre la poesía que se escribía hasta entonces: “Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva…” Ante este desconcierto, yo simplemente añadiría: “Qué frío hay… Jesús!” (“Idilio muerto”).

Por último, en lo tocante a su estilo, si bien en la lírica de Södergran es rastreable la influencia de Whitman, Nietzsche y Rimbaud, así como se puede advertir afinidades con la poesía simbolista rusa (Aleksander Blok, Igor Severyanin…), con el expresionismo alemán de Elsa Lasker-Schüler, con el misticismo panteísta del mencionado Rudolf Steiner y de John Ruskin e, incluso, con el muy peculiar simbolismo del peruano José María Eguren —a quien sin duda nunca leyó—, resulta evidente que la pasión y la belleza visionaria de su expresión poética hacen que su obra en lengua sueca sea dueña de una originalidad y una fuerza sin par, lo que le ha permitido trascender todo tipo de fronteras, incluido las lingüísticas, que a veces pueden ser las más tiránicas de todas las que agobian al género humano.

En ese sentido, como decía el gran poeta sueco Gunnar Ekelöf, para quien ella era como una princesa persa en Laponia: “Edith pertenece al mundo, aunque su idioma pudiera parecer un dialecto eolio”.

Edith Södergran. Cortesía

Edith Södergran, última foto. Cortesía

Algunos poemas
[Traducidos del sueco por Renato Sandoval Bacigalupo]

Yo vi un árbol
Yo vi un árbol que era más grande que todos los demás
y lleno pendía de inaccesibles conos;
yo vi una gran iglesia con las puertas abiertas
y todos los que de allí salían eran pálidos y fuertes
y estaban listos para morir;
yo vi que una mujer maquillada y sonriente
arrojaba los dados de su suerte
y vi que ella perdía.

Un deseo
De todo nuestro mundo soleado
solo deseo una banca en el jardín
donde un gato se asolee…
Allí me sentaré
con una carta en mi regazo,
con una breve carta solo.
Ese es mi sueño…

Yo
Yo soy extranjera en esta tierra
que muy al fondo queda del pesado mar,
el sol la penetra con sinuosos rayos
mientras el aire circula entre mis manos.
Se me ha dicho que nací cautiva —
no hay un solo rostro aquí que me reconozca.
¿Fui yo una piedra arrojada aquí al fondo?
¿O acaso un fruto demasiado pesado para su rama?
Heme pues al acecho junto al árbol susurrante,
¿cómo he de trepar este tronco resbaladizo?
Allá arriba se dan cita las copas vacilantes,
allí quiero sentarme a atisbar
el humo de las chimeneas de mi patria.

Llevo en mí crepúsculos violetas…
Llevo en mí crepúsculos violetas de mis tiempos primigenios,
vírgenes desnudas jugando con centauros galopantes…
Soleados días amarillos con espléndidas miradas,
solo los rayos del sol celebran dignamente el tierno cuerpo
de una mujer…
El hombre no ha venido, nunca estuvo, jamás estará…
El hombre es un falso espejo que la hija del sol airada arroja contra las peñas,
el hombre es una mentira que los blancos niños no comprenden,
el hombre es un pútrido fruto que los orgullosos labios desdeñan.
Bellas hermanas, asciendan hasta las rocas más fuertes,
todas somos guerreras, heroínas, amazonas,
de inocentes ojos, frentes celestiales, máscaras de rosa,
pesados rompientes y aves extraviadas,
somos las menos esperadas y también las más rojas,
manchas de tigre, tensadas cuerdas, estrellas sin vértigo.

Vierge moderne
No soy mujer. Soy un neutro.
Soy un niño, un paje y una osada decisión,
soy un rayo risueño de un sol escarlata…
Soy una red para todos los peces golosos,
soy un brindis en honor a todas las mujeres,
soy un paso hacia el azar y la ruina,
soy un salto en la libertad y en el yo…
Soy el murmullo de la sangre en el oído del hombre,
soy un escalofrío del alma, el ansia y la negación de la carne,
soy el anuncio de nuevos paraísos.
Soy una llama inquisitiva e intrépida,
soy agua, honda mas audaz hasta las rodillas,
soy fuego y agua sinceramente unidos por libre decisión.

La última flor del otoño
Yo soy la última flor de otoño.
Fui mecida en la cuna del verano,
fui puesta en guardia contra el viento del norte,
rojas llamas florecieron
en mis albas mejillas.
Yo soy la última flor del otoño.
Soy la simiente más joven de la primavera difunta,
es tan fácil ser la última en morir:
he visto el lago tan mágico y azul,
he oído latir el corazón del verano difunto,
mi cáliz solo contiene la semilla de la muerte.
Yo soy la última flor del otoño.
He visto sus profundidades estelares,
he contemplado la luz de cálidos hogares lejanos,
es tan fácil seguir la misma senda,
cerraré las puertas de la muerte.
Yo soy la última flor del otoño.

Las estrellas
Cuando llega la noche
me paro en la escalera y escucho,
las estrellas hormiguean en el jardín
y yo estoy en la oscuridad.
¡Escucha, una estrella ha caído tintineando!
No pises la hierba con los pies descalzos;
mi jardín está lleno de cristales.

Gato de la fortuna
Tengo un gato de la fortuna en los brazos
que urdiendo va el hilo del destino.
Oh, gato, gato de la fortuna,
concédeme tres cosas:
concédeme un anillo de oro
que me diga que soy dichosa,
concédeme un espejo
que me diga que soy bella;
concédeme un abanico
que sacuda mis negros pensamientos.
Oh, gato de la fortuna,
urde también un poco de mi futuro.

Nosotras, las mujeres
Nosotras, las mujeres, estamos tan cerca de la parda tierra.
Preguntamos al cuclillo lo que espera de la primavera,
rodeamos con nuestros brazos al pino desnudo,
buscamos en el ocaso señales y consejos.
Una vez amé a un hombre que en nada creía…
En un frío día llegó él con los ojos vacíos,
en un pesado día partió él con el olvido en la frente.
Si mi hijo no vive, entonces es suyo…

La novia
Mi círculo es estrecho y el aro de mis pensamientos
se ajusta a mi dedo.
Hay algo cálido en el fondo de todo lo extraño que me circunda,
como el feble aroma en el cáliz del nenúfar.
En el jardín de mi padre penden millares de manzanas,
redondas y encerradas en sí mismas —
así mi informe vida ha sido
formada, redondeada, acrecentada, alisada y simplificada.
Estrecho es mi círculo y el aro de mis pensamientos
se ajusta a mi dedo.

Mi futuro
Un caprichoso instante
me hurtó el futuro,
esa casa temporal.
Lo construiré más hermoso
como lo imaginara en un principio.
Lo edificaré sobre tierra firme
que se llama mi voluntad.
Lo levantaré sobre elevados pilares
que se llama mi ideal.
Lo erigiré con un pasadizo secreto
que se llama mi alma.
Lo haré con una alta torre
que se llama soledad.

 

* Renato Sandoval Bacigalupo (Lima, 1957) es profesor de literaturas europeas, doctor en Filología Románica y traductor. Ha publicado poesía y ensayo. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura, Perú, en 2019, mención especial en Poesía.

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