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Opinión

Interculturalidad, un mandato de este tiempo

POR Esther Prieto
Jurista, especialista en derechos humanos por la Universidad de Estrasburgo.

Todos los días estamos viendo niños y niñas indígenas en las calles de Asunción y en las capitales departamentales. Los pequeños y las pequeñas están allí, en las esquinas, con su inocente mirada, con ansias de recibir una moneda o un pedazo de pan. Algunos están acompañados de su madre, con rostro cansado y desesperanzado, otros y otras se mueven en pandillas de limosneros, expuestos a todos los vicios y a la contaminación de enfermedades. Hijos e hijas de pueblos acostumbrados desde siglos al buen vivir del dar y recibir, se ven hoy presionados a incorporar estilos de vida que no forman parte de su historia.

Si se los mira, despiertan compasión o incomodidad momentánea en los que transitan las calles, pero entre las preocupaciones del Estado pasan como un suspiro, como algo invisible en el listado de grandes temas como las hidroeléctricas, la pandemia y las disputas políticas. No negamos la relevancia de estos grandes asuntos, siempre que sus beneficios lleguen a todos, pero observamos que ante ellos quedan atrás las necesidades de la gente y el interés superior de los niños indígenas. Con respecto a este último vale recordar que, según la Observación General del Comité de Derechos del Niño de las Naciones Unidas del año 2009, “las autoridades estatales, incluyendo sus órganos legislativos, deberían tener en cuenta los derechos culturales del niño indígena y su necesidad de ejercerlos colectivamente con los miembros de su grupo”.

Estos niños, pertenecientes a los distintos pueblos indígenas, tienen su identidad, hablan su propio idioma, juegan y tienen sueños como todos los niños del mundo, y cuando llegan a la ciudad son llamados peyorativamente “indios citadinos”, como si fueran invasores cuya obligación es permanecer en el área rural. Ellos, los niños que están allí, son los hijos de los “sin tierra” y están lejos del disfrute de los viejos tiempos de sus abuelos y su extensa familia, cuando retozaban en sus bosques junto con las mariposas, los pájaros y los armadillos. Todo ese mundo se ha ido extinguiendo. La deforestación ha llegado a un nivel alarmante, acabando también con las aves, los arroyos frescos y los límpidos tajamares. Sus extensos territorios de otros tiempos hoy tienen otros dueños, que son los patrones de sus padres, y solo quedan los objetos plumarios de sus exóticas aves, exhibidos en vidrieras con prolijidad.

La problemática no es de los niños indígenas; los niños son solo emergentes de un problema mayor,  no un fragmento a ser separado del problema global, de la condición en que viven hoy sus familias y sus comunidades. Al no disponer de los frutos silvestres y los animales para la cacería, la situación de la salud y de la deficiente alimentación de las familias indígenas ha afectado en forma palpable su esperanza de vida. Es una dolorosa transición y su presencia en las calles es un reflejo del impacto que tienen sobre sus vidas la alteración de su hábitat, los desalojos, muchas veces violentos y violatorios de sus derechos, acompañados  de   políticas públicas desacertadas, sin una visión multidisciplinaria interinstitucional que pueda encaminar el ejercicio de su derecho a la tierra segura y a un nivel de vida adecuado, acorde a su propio proceso de adaptación opcional a las exigencias de la sociedad envolvente, como lo especifican la Constitución Nacional  y una innumerable cantidad de instrumentos internacionales, particularmente la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.

Su derecho a  mejores condiciones no puede ser asociado con simpleza a las palabras bienintencionadas de los que quieren que los “otros” sean como nosotros y pretenden resolver el problema de su pobreza con víveres y ropas. En esta incertidumbre de propuestas necesitamos dar a la problemática una mirada de diversidad, adoptar una postura auténticamente intercultural, asumiendo que ninguna cultura es superior a otra, y establecer relaciones verdaderas, en una conexión cristalina e igualitaria que permitan entender “cómo ellos quieren vivir”, o “cómo ellos están acostumbrados a vivir”, o “cómo ellos aprendieron a alimentarse”, o “con qué reglas han sido criados”.  Y, principalmente, qué podemos aprender nosotros de ellos, “los otros”, y de sus organizaciones. Paraguay se define constitucionalmente como un país pluricultural. Entender y vivir la diversidad es un imperativo de este tiempo.

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