Opinión
Jesús, un “profeta menospreciado”
1(Jesús) salió de allí y se dirigió a su patria, seguido de sus discípulos. 2Cuando llegó el šabbāt, se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y se preguntaba: “¿De dónde le viene esto? ¿Quién le ha dotado de esta sabiduría? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? 3¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, Joset, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí, entre nosotros?” Y se escandalizaban a causa de él. 4Jesús les dijo: “Un profeta solo carece de prestigio en su patria, entre sus parientes y en su casa”. 5Y no pudo hacer allí ningún milagro, a excepción de la curación de unos pocos enfermos, a quienes sanó imponiéndoles las manos. 6Jesús se quedó asombrado de su falta de fe.
[Evangelio según san Marcos (Mc 6,1-6a) — 14º domingo del tiempo ordinario]
El Evangelio que nos propone la liturgia de la palabra gira en torno al rechazo que experimentan los profetas de todos los tiempos. Jesús, reconocido como profeta por la gente (Mc 8,27), también fue objeto de esa “depreciación” de parte de sus compatriotas y parientes (Mc 6,4). En una síntesis escueta, san Mateo nos describe, con radicalidad, la suerte de los profetas, sabios y escribas (cf. Mt 23,33-36).
El texto (Mc 6,1-6a) se ambienta en el pueblo de Jesús (Mc 6,1), literalmente, en “su patria” (patrís), es decir Nazaret de Galilea (cf. Mt 21,11; Lc 1,26). Junto con sus discípulos —que le acompañaban— venía de la casa de Jairo, el jefe de la sinagoga a cuya hija había devuelto la vida (Mc 5,39). El narrador no nos expone todos los datos que podrían satisfacer nuestra curiosidad. Según se puede colegir, hay un trecho de tiempo entre su llegada a su pueblo y el momento especifico de la actividad que Marcos comenta: “Cuando llegó el šabbāt”, dice el evangelista, “comenzó a enseñar en la sinagoga” (Mc 6,2). Según se puede percibir, el šabbāt era una festividad esperada para ser celebrada porque clausurando la faena semanal de los hebreos se dedicaba para escuchar la Toráh. Era el séptimo día, el del reposo, el “diezmo” del tiempo reservado para Dios. Evocaba el reposo de Yahwéh después de concluir su obra creadora (Gn 2,1-3).
El público presente en la sinagoga se describe con la expresión “mucha (gente)” (polýs) que, también comunica la idea de “plenitud”, es decir, de una concurrencia masiva. Sin duda, también estaban presentes los discípulos que siempre le acompañaban. La actividad de la muchedumbre, según el narrador, consiste en una “escucha” calificada aquí como un “oír maravillado”. El auditorio estaba “atónito”, “asombrado” ante la instrucción impartida por Jesús.
La actividad de la “enseñanza” de Jesús —indicada por el evangelista— es una misión particularmente subrayada en el segundo Evangelio donde se menciona 17 veces. De hecho, en correspondencia con esta tarea, recibe el título de “maestro” (didáskalos) 12 veces. En muchas ocasiones, el autor no menciona el tema que desarrolla, a excepción de las enseñanzas impartidas en el “camino a Jerusalén (Mc 8,27—10,52), itinerario en el que se dedica a formar a sus discípulos subrayando la “pedagogía” de la cruz, es decir, el camino doloroso que los discípulos deberán transitar del mismo modo que su maestro. En el texto que comentamos, precisamente, no se menciona el tema que Jesús abordó con la gente. Solo se señalará la “sabiduría” con que impartía su doctrina (Mc 6,2c). El lugar de la enseñanza es el recinto de la sinagoga. Esta era el lugar del culto religioso de los judíos. En el edificio se congregaban los creyentes, en asamblea, con el fin de celebrar los ritos litúrgicos. No obstante, según parece, también se empleaba como un sitio judiciario y punitivo (cf. Mt 10,17).
La reacción de la multitud ante la enseñanza de Jesús, según san Marcos, se debe a tres motivos: El origen de su enseñanza; la sabiduría que le ha sido donada y los milagros realizados “por sus manos”. En efecto, la gente se preguntaba, extrañada, de dónde provenían “todas estas cosas”, es decir, los temas que enseñaba. Les resultaba difícil entrever el origen de semejante magisterio. Con la interrogativa “¿de dónde…?” parecen reconocer una proveniencia superior. Así mismo, se preguntaban sobre el tipo de “sabiduría” (sophía) que escuchaban de él. Según se deja entrever, consideran que Jesús se expresaba según un conocimiento en desnivel con la percepción ordinaria de la realidad. La pregunta “quién le ha dotado” de aquella sabiduría sugiere un origen divino, sobre todo por el empleo del pasivo teológico del verbo “dar” que, de ordinario, tiene a Dios como sujeto. Del mismo modo, se interrogaban sobre los “portentos” o “milagros” (dýnameis) que fueron realizados “por sus manos”. La expresión adquiere un sentido “instrumental” que subraya que los portentos tienen a Jesús como artífice. En otras palabras: Reconocen que los milagros son realizados mediante el poder de Jesús. La figura antropológica de la “mano” (cheír), en Marcos, en sus frecuentes recurrencias, no solo indica una parte del cuerpo humano y otros significados posibles, sino que, además, está vinculada con la capacidad para salvar y describe la potencia para transformar la realidad negativa en positiva.
Del grupo de preguntas que exaltaban la admirable doctrina y sabiduría de Jesús y el ponderable poder que caracterizan sus acciones, la multitud pasa a un segundo grupo de interrogantes formulando una serie de cuestiones que se delinean en un horizonte de contraste. La admiración suscitada por la calidad de la doctrina, por la superior sabiduría y los portentos efectuados mediante su poder dan lugar —ahora— a otras interrogantes, de estilo retórico, en discordancia con todo aquello que, en precedencia, se reconocía. En efecto, mediante el recurso de las interrogaciones, proponen factores sobre la identidad de Jesús que parecen desdecir la constatación de hecho formulada por ellos mismos.
Las preguntas retóricas formuladas por los participantes de la celebración en la sinagoga versan sobre tres aspectos vinculados con Jesús: Su profesión, su pertenencia familiar y su domicilio. La primera interrogante se relaciona con su oficio: “¿No es este el carpintero?” (Mc 6,3a). La expresión griega ho téktōn no necesariamente quiere decir “carpintero” sino “obrero de la construcción”. En una geografía donde abundan rocas sería más admisible pensar que se dedicaba a la artesanía en piedras. Es natural, en el mundo hebreo, que el hijo siga el oficio de su padre. Por eso, la pregunta no está orientada, como especulan algunos, a denigrar a Jesús por dedicarse al oficio manual, como Pablo también dirá —de sí mismo— que se mantiene mediante su labor manual (cf. Hch 18,1-3) sino para subrayar que era tan conocido por sus compatriotas hasta el punto de señalar el tipo de trabajo al que se dedicaba.
El auditorio manifiesta, al mismo tiempo, que sabe a qué familia pertenece Jesús. Dice que es “hijo de María” y mencionan los nombres de cuatro varones —Santiago, Joset, Judas y Simón— denominados, aquí, con el apelativo de “hermanos” (adelphós) y también “hermanas” —en plural— sin precisar cuántas eran. Evidentemente se alude a su parentela cercana en el marco de la comprensión hebrea de la familia, compuesta de primos y consanguíneos que viven en una comunidad de habitación, como era normal en los clanes de aquella época. Aquí no se menciona a José, su padre adoptivo, el cual desaparece tempranamente en los relatos evangélicos. Este dato que cataloga a José como un personaje secundario, abona también la idea de la imposibilidad de una familia tan numerosa de su matrimonio con María. Respecto a las hermanas afirman conocer, incluso, el lugar donde viven (“aquí”), en referencia a Nazaret (Mc 6,3b).
En este punto, el narrador llega a una conclusión que resume el contraste entre la enseñanza sabia y los prodigios hechos por un compatriota conocido por todos: “Y Jesús era motivo de escándalo para ellos” (Mc 6,3c). El verbo skandalízō expresa, ante todo, la acción de “hacer caer”; y en pasivo, como es el caso, significa ante todo “no llegar a la fe” o “abandonar la fe” (cf. H. Giesen). Aquí, el evangelista emplea esta figura para significar la apreciación del público que interpreta como una falta de correspondencia entre los orígenes conocidos y humildes de Jesús y su actual oficio de sabio predicador y taumaturgo.
La extrañeza de los habitantes de Narazet radica en que, para ellos, era poco verosímil que Jesús haya llegado al nivel de un maestro cuya doctrina era certificada por portentos significativos. De hecho, hasta ese momento Jesús había predicado en la región sobre la novedad del Reino (Mc 1,14-15); se había hecho de seguidores (Mc 1,16-19.13-14), y enseñó en Cafarnaún y curó a un endemoniado (Mc 1,21-28), había sanado a la suegra de Pedro (Mc 1,29-31) y realizado numerosas otras curaciones (Mc 1,32-34). Igualmente, sanó a un leproso (Mc 1,40-45), restableció a un paralítico (Mc 2,1-12); curó al hombre de la mano paralizada (Mc 3,1-6); exorcizó al endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20), curó a la hemorroisa y revivió a la hija de Jairo, jefe de una sinagoga (Mc 5,21-43).
El aparente contraste, según parece, impedía a la comunidad local concederle credibilidad, pues no les parecía congruente un cambio tan radical. Esta actitud de incredulidad, de depreciación mereció el siguiente comentario sapiencial de Jesús: “Un profeta es menospreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa” (Mc 6,4). El evangelista emplea el vocablo átimos que, básicamente, indica “desprecio” o “menosprecio”, “deshonor” o “afrenta”; y Jesús menciona tres ámbitos en los que la predicación y las acciones de un profeta no adquieren valoración y credibilidad. Y cita esos ámbitos según una lógica decreciente (“de mayor a menor”). En primer lugar, el pueblo, representado aquí por la multitud aglomerada en la sinagoga local; en segundo lugar, la familia que puede referirse a la tribu o al clan familiar en un reducto en el que conviven personas unidas por el vínculo de la sangre y el parentesco; y, por último, la casa que puede suponer la comunidad de habitación que reúne a padres, hijos y parientes cercanos.
Finalmente, el evangelista evalúa la situación planteada, en primer lugar, con una nota negativa: “Y no pudo hacer allí ningún milagro” (Mc 6,5a). Este dato implica que las obras taumatúrgicas están íntimamente relacionadas con la adhesión de fe a Jesús. Marcos distingue aquí “milagros” de “sanación” porque, inmediatamente plantea unas pocas excepciones por haber curado a unos pocos enfermos mediante la imposición de manos (Mc 6,5b). Las sanaciones se presentan, según parece, como un socorro o auxilio oportuno que tienden a restablecer la salud al enfermo. Los milagros reconocidos, por obras de “las manos” de Jesús, por la multitud incrédula, encuentra su eco aquí en el acto terapéutico cuando Jesús mediante “sus manos” sana a algunos pocos (Mc 6,5c). El autor, con estudiada ironía, concluye el episodio con la “extrañeza” de Jesús que se corresponde con el “desconcierto” de la multitud: “Y él se asombraba de su falta de fe” (Mc 6,6a). Jesús se “asombra” (thaumazō) de que sus compueblanos no puedan abrirse a la fe habiendo escuchado las palabras de sabiduría que salían de sus labios y habiendo visto los milagros y portentos realizados. El “desconcierto” es una actitud que implica una reacción antropológica reveladora de la dificultad para comprender tanta cerrazón e incredulidad.
No es la primera vez que Jesús critica a su familia que ya había pretendido llevarlo a casa porque pensaba q estaba “fuera de sí” (Mc 3,20-21). Ahora, junto con la multitud, entra en el catálogo de quienes no le prestan credibilidad.
En fin: Esta fuerte crítica de Jesús nos alcanza a todos cuando no podemos reconocer los signos de Dios en nuestras comunidades; también cuando la recepción de la palabra de Dios no se anida en nuestros corazones para producir actos de fe y de amor. La observación y amonestación del Nazareno nos invita, por eso, a la “conversión” porque, no pocas veces, no solo no prestamos atención al Evangelio, sino que carecemos del hábito del discernimiento tan necesarios para cooperar en la propagación del Reino. En este tiempo, de muchas necesidades e injusticias, más que nunca es necesario leer con los “ojos” de Dios las señales que él nos envía con el fin de trabajar por nuestra propio cambio, el de nuestro entorno familiar y comunitario que necesita progresar en la fe y en la práctica de la caridad evangélica mediante nuestro testimonio humilde en palabras y obras.
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