Cultura
“Eami”: Después del umbral
Escena de "Eami", de Paz Encina. Captura
La película Eami, de Paz Encina, encara un momento crucial del pueblo ayoreo: el que marca el paso de una vida libre a un régimen sometido a pautas extrañas, opuestas a la tradición y el deseo étnicos. Permítaseme encuadrar históricamente esta situación, bien condensada por la cineasta mediante el poder de la imagen y la mirada.
Notas sobre el dolor ayoreo
A partir de finales de los años 50, el territorio original del pueblo ayoreo, ubicado en la región septentrional del Gran Chaco paraguayo, comenzó a ser invadido por un agresivo frente colonizador integrado por traficantes de pieles, militares, misioneros, agroganaderos y empresas madereras, petroleras y camineras. Exponencialmente expandido, este movimiento viene desde entonces devorando el hábitat ayoreo, alambrando sus propiedades legítimas, acorralando a las poblaciones, privando a éstas de acceso a la subsistencia tradicional (la caza y la recolección) y forzándolas a deambular por parajes ajenos o trabajar como mano de obra barata en los establecimientos instalados en sus territorios ancestrales.
El Chaco Paraguayo sufre una de las más aceleradas tasas de deforestación en el mundo, proceso que afecta muy especialmente a los totobiegosode, un subgrupo ayoreo que aún tiene integrantes en estado silvícola: de hecho, constituye una de las poquísimas etnias no contactadas en Sudamérica. Progresivamente, distintos grupos, presionados o forzados con violencia, al margen de toda mediación de políticas públicas y negociaciones equitativas, han tenido que abandonar sus territorios, vueltos insustentables. La salida de la selva configura un corte traumático que para los indígenas significa renunciar de modo brusco a sus formas de vida (sus creencias, su ética, su estética, sus instituciones, sus costumbres todas) para convertirse con toda conciencia en dolorosas versiones espectrales de sí mismos. A los pueblos indígenas se les presenta la posibilidad de reestructurar el sentido en un mundo diferente; pero, de ser factible, esa tarea inmensa requeriría largos procesos cuyo inicio no parece avizorarse aún.
Desquicios
Eami es una niña obligada a asumir el momento de salir de su mundo juntamente con el pequeño grupo totobiegosode del que forma parte. La película trabaja ese momento exacto, marca de un tiempo irreversible. En verdad es un no-tiempo, o un tiempo concebido según una lógica distinta a la lineal evolutiva: un transcurrir paralelo, entreabierto a pasajes traspasables de ambos lados. Como otros grupos indígenas, los ayoreo tienen una manera propia de asumir lo que ha sido o afrontar lo que espera venir; por eso, toda actualidad está entrecortada por futuros ya ocurridos o pasados que aguardan ser cumplidos. Por otra parte, la memoria, el deseo y el miedo humanos establecen cortes que barajan de modo propio los registros de la temporalidad exacerbada o malherida. Paz Encina detiene el instante previo al corte que hará Eami con su mundo; de hecho, “Eami” es no solo su nombre propio, sino el de la tierra-selva; es decir, del mundo ayoreo: la escena donde resuena el sentido. Donde braman los vientos trastornados y rugen aún los últimos jaguares. Donde truena el silencio del tiempo que se parte en dos.
El arte universal reconoce esas resonancias, aunque no las entienda (no tiene por qué entenderlas). Shakespeare se refiere al desajuste que ciertas ocasiones extremas causan en el orden de las cosas cuando dice “time is out of joint”, el tiempo está dislocado. El arte es siempre una perturbación del curso ordinario y sus momentos articulados y Paz Encina sabe dar buena cuenta de esa transgresión: no solo asume el contra-tiempo de la cultura ayoreo, sino que emplea la posibilidad de la poesía de discutir el transcurso y la facultad que tiene del cine para reinventarlo.
“Ojos bien cerrados”
Así, Eami se mueve en un plano sustraído del curso ineludible de los días y sus horas. Cerrando los ojos puede volverse sobre sí y mirar con intensidad el fondo nocturno de la memoria para hacer acopio de cada pormenor suyo y conservar las voces que habrán de ser barridas del otro lado del mundo-selva. Puede, así, retener el presente y animarlo con las imágenes que le permitirán sobrevivir en el des-tiempo. Y puede, de este modo, convocar lo sucedido y rectificarlo de cara a quién sabe qué otros carriles de una historia desconocida que pronto será la suya. O que pronto sería, quizá: ahora, en este instante, toda amenaza está detenida en el borde de su cumplimiento aciago. Lo que cuenta en el arte es la inminencia, la posibilidad siempre contingente, una y otra vez postergable: capaz de ser remitida a otras dimensiones de una temporalidad hojaldrada.
En Eami, el cosmos indígena, el orden del tiempo, puede ser desdoblado y revertido, reinventado, porque no se encuentra escindido por las categorías occidentales que dividen, clasifican y jerarquizan las cosas del mundo ignorando sus vínculos y complicidades. Aquí, de este lado de la pantalla, en el mundo totobiegosode, después o antes del tiempo, o en su fondo soterrado, los reinos están distinguidos, pero no separados. El lagarto y el viento, las tortugas, las aves, los dioses y los árboles, se encuentran ligados en devenires constantes, en tránsito. Eami es una niña y, por momentos, en algún sentido, es también Asojná, un ave, un ser superior, una mujer o un varón. No existen identidades petrificadas, como bien quisiera gran parte de la cultura occidental actual que no existiesen en su interior, tan fijamente establecido en órdenes, clases y rangos.
La idea del devenir, tan cara al pensamiento contemporáneo, no solo es concebida en la cultura ayoreo, sino que forma parte activa de su mundo, que incluye por igual a los humanos y a los seres naturales en general, a los mortales y a las deidades, a los antepasados y a los coetáneos. Por eso es que puede hablarse de un bosque-mundo, provisto de una vital diversidad/unidad que el chamán es capaz de vislumbrar y administrar en sus armonías y regular en sus divergencias. Ese eficaz contrato socioambiental no rige del otro lado, en dominio coñone, en zona no indígena. Cuando los diferentes grupos ayoreo se agachan para trasponer el quicio e internarse en tal zona, se encuentran en la intemperie más radical. Cada cuerpo que cruza pierde el poder de las fuerzas que lo mantenían en concierto con el espíritu, propio y colectivo, y en relación con las energías adversarias o propicias del entorno. Pierde las pistas del lagarto y el rumbo del viento. (Es decir: pierde el aval del sentido).
Terra ignota
Del otro lado del muro que divide el cosmos hay mastines y hombres brutales; hay mujeres y varones ayoreo, doblegados, vestidos ya (desnudos de sus propios desnudos), desprovistos de sus cabellos largos y sus pinturas clánicas. No parecen comunicarse ni mediante palabras ni a través del silencio. No tienen los ojos ni abiertos ni cerrados. No esperan. Del otro lado, allá lejísimo, una mujer menonita activa un oscuro contrapunto con Eami. También está detenida, extraña a su propia casa que la amenaza por fuera y por dentro. Quizá no tuvo ocasión de guardar recuerdos bajo los párpados apretados; tal vez abrió los ojos antes de tiempo.
La obra de Paz Encina tiene el talante, el talento, de un poema. Y tiene la estructura de una tragedia, en el sentido en que su desenlace se encuentra predeterminado por designios fatales: los totobiegosode están destinados a cruzar el limen que separa el eami de los dominios regidos por los coñone. Pero Paz emplea con eficacia el recurso que tiene el cine de detener el tiempo, aunque el movimiento siga. Eami queda varada en el instante que precede al cruce definitivo. El chamán también puede disociar tiempo y acción; aun reconociendo la sazón del momento (“abre los ojos”, “abre los ojos ya”) es capaz de escamotear el cumplimiento del destino trágico abriéndolo a la temporalidad del acontecimiento. El acontecimiento irrumpe, no empujado por lo ya sucedido, no convocado por lo que habrá de advenir, sino impulsado desde el fondo del presente puro, si es que el presente guarda honduras en su quehacer inmediato.
En un cerrar y abrir de ojos
La niña está en suspenso, vuelta sobre su mirar sellado. El chamán la prepara para que pueda ella enfrentar lo inevitable, del modo que sea. Aún no está lista, no se sabe si alguna vez lo estará. El momento tiene la desazón que causa toda inminencia: como la que produce el caer de un objeto de cristal que todavía no se estrelló contra el suelo. Ahora mismo aún está intacto, reflejando la luz, exhibiendo ante la mirada la gracia transparente de sus formas.
Es potestad de la imagen mostrar simultáneamente lo que existe y lo que falta: el arte siempre opera en el umbral. Aristóteles dice que el tiempo del arte ocurre no en la dimensión de lo que es, sino en la de lo que podría ser. De lo que podría ser o no. La posibilidad de lo imposible constituye una de las cartas más eficaces que guarda la poesía, el arte en general.
Eami abre los ojos todavía de este lado, el del sentido. Quizá la mirada haya podido acumular la suficiente carga de memoria y de deseo como para sobrevivir el cruce del Rubicón o del Estigia. La mirada tiene el poder de retener y reinventar mundos. En la primera epístola de San Pablo a los corintios se anuncia que “en un instante, en un abrir y cerrar de ojos (in ictu oculi)… nosotros seremos transformados”. En los alcances dados a esa transformación, por un instante Paz Encina esquiva el cumplimiento ineludible de la tragedia. Promover el deseo de lo imposible constituye el mejor potencial político del arte.
* Ticio Escobar es crítico de arte, curador, docente y gestor cultural. Fue presidente de la sección paraguaya de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA Paraguay), director de Cultura de la Municipalidad de Asunción y ministro de la Secretaría Nacional de Cultura.
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