Cultura
Las sonrisas o el arte de engañar al fantasma de la muerte
© Fernando Allen
Reír: del lat. ridere.
4. intr. Dicho de algo deleitable, como el alba,
el agua de una fuente, de un prado ameno, etc.
Infundir gozo o alegría. “El agua de la fuente reía”.
Real Academia Española
Todos los gestos de los demás son signos
dirigidos a mí.
Emmanuel Lévinas
A un médico suizo lo habían invitado a asistir a un funeral en la ciudad de Asunción, que si bien ya era capital de la República del Paraguay en 1820, conservaba de manera arraigada las antiguas tradiciones de la larga época en que había sido territorio colonial español. El cuerpo de la difunta había sido cuidadosamente limpiado y vestido por sus deudos para ser acomodado sobre una cama alumbrada por velas. Durante veinticuatro horas, quienes habían querido a esta persona lloraron la despedida y en la calle, entre cánticos, llantos y flores, acompañaron su último viaje hasta la iglesia. Ahí, en una sencilla fosa abierta bajo los pisos del templo católico, el cuerpo fue acomodado, envuelto en fino tejido de lienzo tejido a mano. Tierra roja echada encima y, de nuevo, los viejos ladrillos que hacían de piso; el cuerpo fue solo otro de los cientos que habían sido depositados bajo el techo de ese lugar.
La Catedral de Asunción era un espacio de muerte bajo los pisos, pero de esperanza de vida por arriba de ellos. Un espacio donde vivos y difuntos convivían a diario. La memoria del ausente se construía sobre los pilares de gestos íntimos y lazos comunitarios. Con los rezos de la novena, de las celebraciones religiosas anuales, y en fechas especiales. Con el cántico y el ruego diario por las almas. Con los convites, reuniones, comidas, y con risas. Quien fallecía era llevado en y cerca del corazón, quizás en un rulo o pequeño mechón de cabello atado a un lazo y guardado en el medallón de un collar.
No había necesidad de señalar la sepultura con objetos simbólicos. Ni con su nombre. El ausente no poseía una imagen presente.
Es curioso, pero la entrada a la modernidad en el Paraguay se inició con una mortífera epidemia de viruela entre 1843 y 1844. Podría ser hoy, tan cercano a entender el nivel profundo de trauma y de alteración estructural que causó no solo la imposibilidad del adiós, conocido y tan necesario para los deudos, sino una obligada reconfiguración de un nuevo espacio que habitarían en adelante los difuntos, desligados de los vivos. Una ciudad de muertos. Un cementerio.
La epidemia no permitió despedidas y rituales. Podría ser hoy, también, muy cercano de entender ello. Los cuerpos muertos, aún portadores de la enfermedad, debían ser inmediatamente depositados en un ataúd y llevados al apartado lugar que el gobierno destinó para ellos, en los límites de la ciudad. Se supo en esos momentos que los padres y las madres de las niñas y niños fallecidos por viruela se resistieron ferozmente a esa despedida, obligada y abrupta, sobornando a los sacerdotes de la Iglesia de La Encarnación, lugar de entierros de párvulos, para que los dejen rezar, abrazar y llorar el cuerpo de sus hijos por última vez.
El escenario ya no era el mismo. La ferocidad de la muerte imponía, de urgencia, una nueva estrategia. Los difuntos ya no convivirían a diario con los vivos. En la nueva ciudad de los muertos, espacio íntimo y público, necesitarían ser reconocidos.
Pero son pocos los gestos capaces de batirse a duelo con la muerte. Y que posean, además de belleza y delicadeza, la misma contundencia que ostenta el enjuto y duro rostro de ella.
En los símbolos, como objetos de registro de una presencia que ya no está, es hoy posible leer una historia amplia de la sociedad. De las tumbas con cruces católicas y de las que ya no la tienen. Del uso de las lápidas. De los nombres y apellidos, antes marcados en letras pequeñas sobre madera, a las frases de despedida sobre mármol. Existe además una significativa diferencia con la corruptibilidad del cuerpo: la tierra ya no es el depósito y ejecutor de la desaparición corporal; los deudos se han empeñado a desafiar al tiempo, retrasando con los panteones y las criptas ese proceso.
Incluso hay una tensión y sutil enfrentamiento que además los vivos han venido haciendo con la muerte, con la fuerza que tiene su arma más poderosa: el olvido. A las tumbas, a los panteones, a los nichos y sus cruces, se le añaden objetos queridos por quien falleció y por quienes lo extrañan: velas, las flores, los rosarios, juguetes, cartas, los dibujos, las banderas de un club de fútbol. A la ausencia, en esa ciudad de muertos, quienes recuerdan han añadido la cotidianeidad vivida.
Y la muerte, en su inmensa paciencia y tiempo, ha sido testigo de cómo los años caen sobre las propias resistencias de los vivos, de sus velas nunca más prendidas; de sus flores de plástico desgastadas; de los rosarios sin volver a contarlos en padrenuestros; de los juguetes con telarañas; de las cartas y dibujos en los que la lluvia ha borrado trazos; de los hilos deshilachados de una vieja afinidad. Los vivos han empleado una cierta cantidad de tretas para restar a la muerte el poder que tiene y que apenas, siquiera, puede ser nombrado. Pero es quizás una de ellas la que realmente es capaz de espantar hasta a su propio fantasma, la que al menos intenta ganar la partida de ajedrez: la luminosidad que la vida ha trazado en una mueca tan característica de la alegría. Las sonrisas, o el deseo de poseer lo ausente.
Fernando Allen mira buscando la mejor luz, mientras yo paso los dedos sobre una placa ovalada de porcelana que lleva impresa la imagen sonriente de una mujer a inicios del siglo pasado en el cementerio de La Recoleta, en Asunción. A su lado, sigue aún la placa de bronce, con una hermosa tipografía art nouveau, que lleva escrita una frase más o menos estandarizada en las tumbas: “vivirás siempre en nuestros corazones”.
El obturador suena y hemos logrado una nueva imagen, de la imagen de alguien que lleva ausente unos cien años. Quienes prometieron no olvidarla no han podido cumplir el juramento de nunca o siempre, pero los ojos brillantes, los pómulos subidos y la comisura relajada de los labios parecen estar ganando aún esa larga partida, negando el poder de inmovilidad que tiene el contrincante.
Una nueva epidemia. Una vieja conversación.
No es extraño que los retratos jueguen con blancas y, la muerte, con las negras. En casi la mayoría de los cementerios paraguayos, en las tumbas, criptas, nichos, panteones y columbarios, las familias del ser querido fallecido han recurrido a la imagen fotográfica o al retrato dibujado y pintado como testigo de lo que Walter Benjamin dice “de lo que vivió aquí y esta aquí todavía realmente”. Es en el momento congelado de la vida que han elegido los deudos, momento irreproducible e irrecuperable, acto que, sin embargo, se asienta sobre una doble intencionalidad; por un lado, el deseo de eternizar la presencia del ausente y, por otro, doblegar al dolor que ha ocasionado su desaparición.
Pero no en todos los retratos o en todas las fotografías las personas sonríen. No en todos. Y es porque, realmente, no es fácil tenderle una trampa. Una que arman los vivos, una con la que sea posible engañar al mismo fantasma de la muerte.
*Ana Barreto Valinotti es historiadora, docente y gestora cultural. Es miembro fundador del Comité Paraguayo de Ciencias Históricas y miembro correspondiente de la Academia Paraguaya de la Historia. Su campo de estudio y producción académica está centrado en la historia de las mujeres, la historia social y la historia de la fotografía.
* Fernando Allen es fotógrafo, editor y director de Fotosíntesis. Su extensa obra aborda dinámicas sociales, particularmente las del interior del país, con énfasis en la cultura popular y el arte indígena.
Nota de edición: Acaba de aparecer Las sonrisas o el arte de engañar al fantasma de la muerte, fotolibro que reúne imágenes de Fernando Allen y un texto de Ana Barreto Valinotti que aquí reproducimos. Edición bilingüe español-inglés (traducción de Grizzie Logan). Fotosíntesis, Asunción, 2021, 124 páginas.
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