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Habla el general Carlos Maggi: Así dimitió Stroessner
El general de brigada Carlos Egisto Maggi Vera, de 86 años y ya retirado, calló por 32 años el papel que el azar le asignó en la noche más larga que conoció el país, la madrugada del 2 y 3 de febrero de 1989.
General Carlos Maggi. Foto: Lucas Núñez
¿Por qué decidió llamarse a silencio, y por qué romperlo ahora? “Por muchas razones -dice el general-, porque hubo muchas personas que hablaban que esto, que aquello, y yo pensé que no era oportuno. Ahora creo que ya es tiempo de decir lo que sé, lo que vi, lo que viví. Llegó la hora”.
El general Maggi recibió a El Nacional en el quincho de la espaciosa casona de la Recoleta donde vive y de donde partió esa noche con su hijo Santos hacia el edificio del Comando en Jefe de las Fuerzas Armadas, apenas escucharon los primeros disparos. La casa conserva el señorial estilo de la época, amplios jardines y el balcón adonde el general se asomó para comprobar si eran verdaderamente disparos lo que él y su hijo oían desde adentro.
Maggi se desempeñaba como jefe de Operaciones del Tercer Departamento de las Fuerzas Armadas. Tenía a su cargo nada menos que la organización de las fuerzas militares. La noche del 2 de febrero volvía con su hijo Santos, médico veterinario y entonces de 24 años, de su estancia en Itacurubí de la Cordillera. “Nos disponíamos a cenar y dormir”, relata, cuando una fuerte ráfaga tronó cerca y puso a todos en alerta.
“Al escuchar los disparos le llamé al general Fretes Dávalos. ¿Qué está pasando, mi general?, le pregunté”, dice Maggi, que en aquel entonces tenía el grado de coronel. “Inmediatamente optamos por ir directo al Comando en Jefe. Estábamos saliendo cuando llegó aquí mi camarada de promoción, el general Otazú, y salimos los tres para el Estado Mayor”.
Cuenta que al llegar al Regimiento Escolta, sobre la avenida General Santos, encontraron en la Guardia al coronel Gustavo Stroessner, hijo de Alfredo Stroessner, quien junto al general Fretes Dávalos intentaba vanamente hacer contacto con las diversas unidades militares para tener un diagnóstico de la situación. A esa hora el intercambio de disparos era intenso, pero las fuerzas del general Andrés Rodríguez todavía no habían alcanzado el Escolta.
Maggi relata que con los disparos cada vez más cerca, las comunicaciones caídas y la incertidumbre sobre lo que ocurría en el Comando de Ingeniería, el RI 14 y la Armada, Gustavo Stroessner pide a Otazú que vaya y se interiorice personalmente de la situación. “Otazú pidió por mí, para que lo acompañara, pero el coronel Stroessner le dijo que no, que yo tenía que permanecer allí; así que Otazú se fue con mi hijo Santos”.
La primera deserción
Al llegar a este punto el general le cede la palabra a su hijo, también azaroso protagonista de una historia que no había imaginado. “Al primer lugar que fuimos con Otazú –relata Santos– fue el Comando de la Armada”. Dice que allí fue testigo directo del diálogo entre Otazú y su colega Roig Trujillo: “¿Mba’e la oikoa? He’i cheve Gral. Otazú, ñande pio ñaime hina? Noo, reju rei ‘arma’, he’i chupe Roig Trujillo; ko’ape ja oimbama, general Rodríguez, comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, presidente de la República, general Rodríguez, he’i chupe. ‘A la puta, arma’, he’i chupe, ¿por qué pio no nos avisaste antes?’, he’i chupe; y ya nos retiramos nosotros”, reproduce Santos la conversación que oyó aquella noche en Sajonia. (¿Qué es lo que pasa? ¿Nosotros estamos?, le dice el general Otazú. Noo, vienen de balde, le dice Roig Trujillo; acá ya está todo, el general Rodríguez, comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, presidente de la República General Rodríguez, le dice. ‘A la puta arma, ¿por qué no nos avisaste antes?’, le dice Otazú; y de ahí ya nos retiramos nosotros).
“Fuimos a la casa del contraalmirante Moreno, que era edecán naval de Stroessner. Desde el segundo piso de su casa el centro parecía Navidad, Año Nuevo”. Así describe Santos el paisaje nocturno asunceno, pletórico de fuegos para nada artificiales. Dice que Otazú retomó allí sus intentos por establecer una comunicación telefónica con las otras unidades militares, pero fue en vano. “Ya no había comunicación a esa hora”, afirma.
Él y Otazú fueron entonces al RI 14 Cerro Corá, donde los recibió un teniente primero, comandante de Guardia, que los condujo con el general Bernal, que estaba dirigiendo desde allí las operaciones en contacto directo con Rodríguez. “Al llegar ya nos bajan, yo tenía un fusil FAL”, dice Santos, que si bien no era militar en servicio ostentaba el grado de subteniente de Caballería de la reserva. “Nos desarmaron y nos pusieron contra la pared, nos pusieron unos soldaditos que nos apuntaban con sus fusiles”, agrega.
En el RI 14 Santos fue testigo de la primera deserción de la noche, la de Otazú, que a las primeras directivas de Bernal se cuadró, hizo la venia y cambió automáticamente de bando. “De ahí ya no lo vi más”, dice. Santos calcula que Otazú “se dio la vuelta porque pensó que si hacía eso se iba a quedar en las Fuerzas Armadas, pero le pasaron a retiro”.
La anécdota, inevitablemente, provoca la risa de quienes siguen el relato, incluido el coronel Onésimo Barrios, que en aquel entonces oficiaba de ayudante del coronel Maggi en Operaciones y ahora está también alrededor de la mesa donde vuelve a coserse la historia.
Santos ya no volvió al Comando en Jefe junto a su padre. Por intermedio del coronel Rojas Ortiz, que actuaba a las órdenes de Bernal, consiguió que lo trasladaran a la casa de su abuela, sobre la avenida General Santos, muy cerca del teatro de operaciones donde estaba por desatarse el infierno.
“No te vayas a preocupar por tu papá, él es un gran soldado que se va a saber defender”, cuenta Santos que le dijo Rojas Ortiz al despedirlo del RI 14, mientras escuchaba que Bernal le recomendaba a Rodríguez “pulverizar el Estado Mayor”, donde se encontraba su padre.
El asalto final
El general Maggi retoma el hilo sobre lo que sucedió después que su hijo y Otazú se fueran por orden del coronel Stroessner a pasar revista de la situación en las otras unidades militares.
“Estábamos con Fretes Dávalos y Ruiz Díaz. Ellos estaban llamándole a fulano, a mengano; Francisco Alcibíades Fretes Borges le habló y le dijo que él iba a defender hasta morir, pero no se produjo esa muerte; yo eso escuché. Y también hubo otros que se hicieron los ñembotavy”, afirma Maggi.
Dice que casi inmediatamente después que Santos y Otazú dejaron el Escolta, el oficial de Guardia le informó al general Fretes Dávalos que Alfredo Stroessner y su familia estaban llegando al predio del Comando en Jefe. “El señor presidente y su familia, su hija Graciela y la esposa de Gustavo (Stroessner), Pachi Heikel, llegaron y fueron directamente a la oficina del jefe del Estado mayor”, cuenta. Él y el coronel Gustavo Stroessner se quedaron en el Escolta sin saber que muy cerca de allí ya había caído la Escuela de Educación Física y los tanques de la Caballería avanzaban sin resistencia.
En cuestión de minutos el Regimiento Escolta sería blanco de los primeros disparos de mortero. El asalto final había comenzado y los acontecimientos se precipitaban hacia su inevitable desenlace.
Cuenta el general Maggi que en medio del ataque él y el coronel Stroessner consiguieron a duras penas atravesar los cerca de treinta metros que separan el portón del Regimiento Escolta del Comando en Jefe.
“El fuego era intenso, las balas rebotaban contra el asfalto; yo salté, Gustavo también pudo cruzar, pero no estaba con el físico preparado. Mi general Stroessner estaba rodeado por altos oficiales, los generales César Machuca Vargas, Martínez, Johansen y Benito Güanes Serrano, que era de Inteligencia, y su información se valoraba mucho”, relata Maggi.
Agrega que, contra toda expectativa y la situación empeorando minuto a minuto para el dictador y los últimos generales que lo acompañaron, atrincherados en un edificio rodeado, el general Stroessner todavía pensaba que rendirse no era una opción. Por supuesto, nadie lo contradecía; todo el mundo retenía el aliento.
“La situación se estaba agravando, la Caballería ya tenía la Escuela de Educación Física y estaba ya sobre la rotonda de Mariscal López; había ya la posibilidad de que irrumpieran en el Estado Mayor; el coronel Lino Oviedo ya estaba ahí sobre el portón; fue muy rápido cómo vinieron y tomaron el Ministerio de Defensa y se colocaron al lado del Estado Mayor”, cuenta el general. Dice que desde donde estaban escuchaban los gritos de Lino Oviedo alentando a sus hombres a que no dejen de disparar. “Oviedo sapukái”, ilustra Maggi.
“Fretes Dávalos fue el primero que bajó para hablar con Oviedo”, agrega. Dice que, al regresar, el militar le informó a Stroessner que Oviedo no cesaría el fuego, pero que el dictador no se rendiría y envió de nuevo a Fretes para parlamentar. Pero esta vez el general ya no volvió, fue arrestado y llevado a la Caballería.
Cuenta el general Maggi que con los aviones xavantes despegando de la Fuerza Aérea en Luque y un helicóptero artillado acechando el edificio, Stroessner le pidió al general César Machuca Vargas que bajara a intentar convencer a Oviedo, pero que la respuesta fue la misma: “que se entregue para que termine todo”. “Stroessner tampoco reaccionó”, dice Maggi.
La rendición
Los minutos se hicieron interminables. Cuenta Maggi que, en la habitación, Stroessner y sus generales parecían estar viviendo una realidad alterna. Este creía que podía retomar las riendas de la situación si conseguía prolongar la agonía hasta el amanecer. Pero dos cañonazos de los tanques cascabel ubicados enfrente volvieron a todos a la realidad.
“Ya el coronel Ocampos disparó los cañones de los tanques cascabel y el disparo se hizo a boca de jarro”, cuenta el general Maggi, que a esta altura se ha apoderado de la historia, se levanta e imita el disparo con la voz y las manos. Imposible reproducir la onomatopeya, imposible saber si el sonido se corresponde con el trueno del cañón que hizo temblar a todos y precipitó el final.
Lo que sigue podría rayar el absurdo, y de hecho volvió a provocar risas entre los oyentes del relato del general. “Después del cañonazo -cuenta Maggi-, sale su hijo Gustavo, desesperado, y le dice: ‘¡Papá, entregate, vamos a morir todos!’. La respuesta de Stroessner sonó como regaño doméstico: ‘¡Pero vos ya otra vez!’”. La escena se repetiría con el segundo cañonazo de Ocampos, pero esta vez la respuesta de Stroessner sonó lacónica: “Bueno, muy bien, ¿quién le va a hablar a Oviedo”, dice Maggi que preguntó el general. Le siguió un silencio sepulcral, hasta que su hijo Gustavo lo propuso para la misión.
“¿Se anima usted?”, dice que le preguntó Stroessner. “¡A sus órdenes, mi general!”, cuenta Maggi que respondió, cuadrándose y haciendo la venia. Ambos se conocían. Maggi había prestado servicio durante nueve años en la residencia de Mburuvicha Róga y fue testigo de la cotidianeidad de Stroessner.
“Oviedo estaba en el portón, con su tanque Carrier que hizo traer de Alemania; el patio estaba todo lleno de vidrios rotos, los automóviles estaban destrozados por las balas”, describe. Dice que su ayudante, el coronel Barrios, lo acompañó hasta abajo. Llegó al portón sobre Vicepresidente Sánchez, donde Oviedo se ocultaba detrás de las potentes luces de su Carrier. “El presidente de la República necesita garantías”, cuenta Maggi que le dijo. “No hay problema”, dice que le contestó Oviedo. Ambos también se conocían, se habían cruzado varias veces y, cuando Maggi cumplía funciones de agregado militar en la embajada paraguaya en Perú, Oviedo había estado allí para participar de una competencia hípica que “salió brillante”, según dice.
Maggi le llevó la información a Stroessner, que “ya había decido dimitir y salvar su vida y la de su familia, porque ivai la porte”. “¿Yo ya puedo bajar?”, dice que le preguntó Stroessner, luego de lo cual él y toda la comitiva refugiada en el Estado Mayor se dispusieron a abordar los dos únicos vehículos estacionados en el patio, que no habían sido alcanzados por el fuego.
Maggi se lamenta del final de Stroessne: “Si se hubiera retirado a tiempo, si no le hubiera hecho caso a esos del Cuatrinomio de Oro que le arruinaron; en la Residencia (Mburuvicha Róga) él siempre le decía a sus amigos con los que jugaba al tute: algún día, cuando seamos viejos, vamos a recorrer las rutas que construimos y nos va a aplaudir la gente”.
Milagrosamente el automóvil Caprice negro de Stroessner, que hace unos años compró un conocido empresario en una subasta y aún luce como en aquella época, estaba intacto. También un Toyota Crown. Maggi subió a todos a los vehículos y la comitiva enfrentó el portón. Afuera –dice– se amontonaban los cuerpos de los soldados muertos; todo era humo de metralla y destrucción. “Atentos, señores, le voy a acompañar al coronel Maggi; si alguien me traiciona pulvericen a todos”, cuenta que avisó Oviedo a sus tropas. “Yo le dije: Oviedo, no hay necesidad”, agrega.
Y aquí el general Maggi echa por tierra el famoso mito de Oviedo y sus granadas y sus heroicas amenazas. “En ningún momento se le faltó el respeto al señor presidente”, asegura. Dice que Oviedo se cuadró como todo militar, hizo el saludo correspondiente y le comunicó a Stroessner que, por orden de Rodríguez, él y su familia debían ir a la villa militar del Primer Cuerpo de Ejército. “Stroessner quería ir a descansar a Mburuvicha Róga”, dice Maggi.
Enseguida Oviedo comunicó otras órdenes, agrega el general: “¡Los generales Martínez, César Machuca y Peralta Báez, a su casa; Johansen, Ruiz Díaz y Benito Serrano, en el primer urutú!“.
“Se fueron todos, yo me quedé”, dice Maggi. Para sorpresa suya, la orden de arresto fue para el general Stroessner, para Gustavo Stroessner y familia, y solamente para tres de los seis generales que ahí estaban. Esperando su posterior pase a retiro, al coronel Maggi (como todos los oficiales con mayor grado que capitán, leales al gobierno de Alfredo Stroessner) le fue comunicado por el mismo general Bernal, nuevo jefe de Estado Mayor General, que sería ascendido en mérito a su impecable conducta en la noche del 2 y 3 de febrero.
La noche prácticamente había terminado. Eran más de las cuatro de la mañana. Alrededor reinaba el caos y nadie sabía muy bien todavía quién era quién. El coronel buscó un auto. “Me encomendé a Dios”, dice. Lo había hecho varias veces a lo largo de la noche. Encontró el automóvil de Gustavo Stroessner. “El chofer estaba acurrucado adentro”, cuenta. Se retiró con el entonces mayor Barrios, quien cumpliendo estrictamente con la ética y disciplina militar, acompañó a su superior en toda esa noche y hoy recuerdan juntos los hechos históricos.
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