Opinión
El amor que desafía la lógica del mundo

27Pero a vosotros que me escucháis os digo: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, 28bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. 29Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. 30A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. 31Y tratad a los hombres como queréis que ellos os traten. 32Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que les aman. 33Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! 34Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. 35Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio. Entonces obtendréis una gran recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los perversos. 36Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. 37No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. 38Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida con que midáis”.
[Evangelio según san Lucas (Lc 6,27-38) — 7º domingo del tiempo ordinario]
El texto evangélico que nos propone la liturgia de la palabra, para este 7º domingo del tiempo ordinario, aborda un tema central de la predicación de Jesús: ¡El amor!, pero un amor que está más allá del “cariño”, del “afecto”, del mero “sentimiento” o de la “pasión”. El proceso cultural por el cual se tiende hoy a redefinir conceptos básicos, como el caso que nos ocupa, ha creado un vaciamiento de contenido de nuestra lexicografía cristiana para ser sustituido por un lenguaje acorde a la experiencia mundana intrascendente. Junto con otras ideas como la “justicia”, la “libertad”, la “misericordia” y la “paz”, el “amor” ha sido depreciado, rebajado, vulgarizado. Por eso, esta perícopa presentada por el tercer evangelista nos da la ocasión para revalorizar el sentido profundo del amor según la enseñanza del nazareno.
San Lucas nos presenta, en una nueva sección del discurso del monte, la cúspide de la doctrina cristiana. Y comienza con el imperativo de “amar a los enemigos” (Lc 6,27), nota característica del verdadero discípulo. “Enemigo” es aquel que odia, el que expulsa, el que insulta, el que rechaza el nombre del cristiano; es decir, los que, de una manera o de otra, se oponen al grupo de los discípulos de Cristo.
Para una interpretación correcta de las palabras de Jesús sobre el amor a los enemigos hay que proyectar esa doctrina sobre la concepción vigente en la Antigüedad con respecto a la figura del “enemigo”. Por ejemplo, en la literatura griega, Hesiodo decía: “Considero como norma establecida que uno tiene que procurar hacer daño a sus enemigos y ponerse al servicio de sus amigos”. No obstante, en la misma cultura griega, fue surgiendo poco a poco una concepción diferente; por ejemplo, cuando Pericles insiste en que hay que vencer a los enemigos por medio de la magnanimidad y la tolerancia. Esa doctrina era uno de los postulados fundamentales por los que abogaban las corrientes estoicas y pitagóricas que sostenían, como el caso de Diógenes Laercio que: “Hay que comportarse de tal manera (…) que no se convierta a los amigos en enemigos, sino hacer de los enemigos verdaderos amigos”.
Al respecto, la doctrina del “amor al enemigo” —en labios de Jesús— adquiere forma de mandato. Jesús intima a sus seguidores a dar testimonio de la apertura más radicalmente humana y del más vivo interés por los propios enemigos. Jesús no se limita a una pura recomendación de la philia, es decir, del afecto y del cariño, como se debe tener hacia los miembros de la propia familia, ni propone una entrega apasionada (o eros), como la que debe existir entre los esposos, sino que exige una benevolencia activa, desinteresada y extraordinaria con respecto a las personas que se presentan precisamente como antagonistas. En efecto, Jesús estipula “hacer el bien a los que os odian”, es decir, responder con bondad y amor a quien nos injuria, insulta, rechaza, calumnia y difama; establece “bendecir a los que os maldicen” (Lc 6,28a).
La Regla de los esenios de Qumrán prescribía bendecir a los propios miembros de la comunidad, “los hijos de la luz”, y maldecir a los que no formaban parte del grupo o lo habían abandonado, “los hijos de las tinieblas”. En incisivo contraste, las palabras de Jesús inculcan una actitud diametralmente opuesta e insisten específicamente en el amor a los enemigos. No basta la aceptación pasiva de la maldición pronunciada por el enemigo; hay que responder con una actuación positiva de bendición. Como diría san Pablo, en la carta a los Romanos: “Bendecid a los que os persigan; bendecid, no maldigáis” (Rom 12,14).
Asimismo, Jesús exige “orar por los que os injurian” o “difamen” (Lc 6,28b). En la literatura judía palestinense ya se ofrecen ejemplos de oración por los perseguidores. La “injuria” puede tomar diversas formas: Una afrenta o vilipendio; una infamia, ofensa o ultraje. El Señor, ante estas actitudes o acciones negativas, pide orar por quienes cometen estos actos de violencia. No responderles con el mal sino con la grandeza de la oración. Al que abofetea en la mejilla como señal de injuria y desprecio, el discípulo está llamado a no acudir a los tribunales y presentar denuncia, sino que debe aceptar la ofensa e incluso estar dispuesto a recibir otra bofetada, como muestra del espíritu de amor que debe caracterizar al verdadero seguidor de Cristo (Lc 6,29a). Este mandamiento destruye la vieja regla de la “ley del talión”. Del mismo modo hay que actuar con quien arrebata el “manto” o la “túnica” porque el discípulo, ante la necesidad de una persona no puede tomar una actitud de reserva interesada (Lc 6,29b). Se trata de una renuncia al propio interés, y no admite restricciones.
La denominada “regla de oro” —“tratad a los demás como queréis que ellos os traten” (Lc 6,30)— es otro modo de expresar lo que Jesús dice en san Mateo: “Todo lo que querríais que los demás hicieran por vosotros, hacedlo vosotros por ellos” (Mt 7,12). Estos dichos parecen indicar reciprocidad en las relaciones humanas; sin embargo, para Jesús, el amor a sí mismo no puede ni debe ser la única y suprema pauta de comportamiento para el discípulo. El Rabbí Hillel, casi contemporáneo de Jesús, ya decía: “Lo que te resulta detestable no se lo hagas a los demás. En esto se resume toda la ley; lo demás es comentario. ¡Apréndetelo bien!”.
Es necesario subrayar que el amor y la estima mutua, pero limitada a la mera reciprocidad, no basta para definir la actitud verdaderamente cristiana. Lo que sí debe caracterizar al discípulo del Reino es la “misericordia”: “Sed misericordiosos”, dice Jesús, un imperativo que hace resonar el texto del Levítico: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lv 19,2). Por tanto, Jesús propone no una simple “imitación de Dios” sino una reproducción de su conducta, según la nota fundamental de la misericordia, es decir, el amor benevolente afectivo y efectivo y el auxilio y socorro oportunos que se brindan al prójimo con el que uno se encuentra en su camino.
Siempre dentro de la enseñanza del monte, Jesús continúa con su discurso dirigido exclusivamente a sus discípulos (cf. Lc 6,20). Ahora pronuncia el imperativo: “¡No juzguéis!” (Lc 6,37). El término “juzgar” no se refiere, aquí, al ámbito jurídico, en el que un juez pronuncia sentencia, sino a la inclinación que experimenta el ser humano a criticar y a encontrar defectos en el prójimo. La tendencia a la misericordia, en las apreciaciones personales, tiene que redundar en una generosa apertura a la donación; quedan así estrechamente vinculados los cuatro elementos de la enunciación del principio, es decir: “No juzgar”, “no condenar”, “perdonar” y “dar”. La expresión “y no seréis juzgados” (Lc 6,37) es un “pasivo teológico” que implica que “Dios no juzgará” al que renuncia juzgar a su prójimo. Y lo mismo se puede afirmar de las otras tres situaciones con sus respectivas consecuencias.
La “medida generosa” (Lc 6,38) que Jesús anuncia como recompensa para el que se abstiene de juzgar es una imagen que proviene de las medidas de capacidad usadas por los antiguos para cuantificar las materias primas. La plenitud es la norma de conducta, ya que confiere a la apreciación personal humana y a su disposición comunicativa unos niveles ilimitados, imbuidos de misericordia. La generosidad humana recibirá, como recompensa, la superabundancia divina. Si la reciprocidad no es la medida adecuada del comportamiento humano, según el principio de la “regla de oro”, eso significa que la retribución tiene que venir de la superabundancia divina, de una donación que no conoce límites.
El Papa Benedicto XVI, de feliz memoria, enseñaba diciendo que “el amor al enemigo” es la “cúspide de la ética cristiana”. Por tanto, la actitud del discípulo de Jesús no consiste en rechazar a nadie, oponer, o apartar a quien se considera en antagonismo o en enemistad con uno. Esa sería la actitud de los paganos, de los escribas o de los monjes de Qumrán, pero no de los discípulos de Cristo. El que elige seguir y testimoniar las enseñanzas del maestro de Nazaret opta por un sistema de convivencia basado en la magnanimidad, la benevolencia, el altruismo y la misericordia, la justicia, la oblación, pronto a socorrer incluso a quien le odia y persigue.
Hemos señalado que el discurso del monte —según la presentación de san Lucas— se dirige exclusivamente a los discípulos (cf. Lc 6,20), es decir, a los inmediatos colaboradores de Jesús y futuros líderes de la naciente Iglesia. Lo que el maestro les indica —en relación con el mandato de “no juzgar”— es que quienes asumen el servicio del liderazgo comunitario no pueden renunciar ni negarse a la autocrítica y a la crítica constructiva de sus semejantes. El líder de la comunidad, por ser tal, no adquiere infalibilidad; al contrario, está expuesto y es tan vulnerable como sus hermanos a quienes debe guiar. Cristo conoce muy bien que el ser humano es falible y limitado; y un instrumento valiosísimo para superar las estrecheces y límites es la capacidad y la grandeza de reconocer esas debilidades con el fin de corregirlas. El líder, en definitiva —de ayer y de hoy—debe tener una visión clara de las cosas y la necesaria humildad para poder conducir y guiar a la grey que se le encomienda, con la conciencia de que Cristo es, en definitiva, el pastor que gobierna al pueblo de Dios mediante la efusión del Espíritu Santo. Por eso, les invita a los discípulos a semejarse a Jesús y a configurarse con él, principalmente en el amor a los demás.
-
Nacionales
1° de marzo: Mariscal López, la reivindicación de un héroe
-
Deportes
Copa Intercontinental: 45 años de la mayor conquista de Olimpia
-
Nacionales
Ciudad “joven y feliz”: Fernando de la Mora celebra este viernes 86 años de fundación
-
Destacado
Comepar denuncia a directora que evidenció irregularidades en almuerzo escolar
-
Destacado
Fuga de amoníaco en frigorífico Minerva Foods en San Antonio
-
Nacionales
Club Centenario: hombre habría agredido sexualmente a dos jóvenes en fiesta de carnaval
-
Deportes
Abren investigación contra Luis Vidal por supuesto amaño
-
Destacado
Minerva Foods: Municipalidad dispone clausura y cancelación de patente tras fuga de amoníaco