Opinión
“La madre de mi Señor”
39En aquellos días, se puso en camino María y se dirigió con prontitud a la región montañosa, a una población de Judá. 40Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno; Isabel quedó llena del Espíritu Santo 42 y exclamó a gritos: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; 43¿cómo así viene a visitarme la madre de mi Señor? 44Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. 45¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor”.
[Evangelio según san Lucas (Lc 1,39-45) —4º domingo de Adviento—]
La liturgia de la palabra, en este 4º domingo de Adviento, se centra en un episodio exclusivo del Evangelio de san Lucas: La visita de María, la Virgen madre, a su pariente Isabel que estaba, igualmente, esperando un hijo a pesar de su avanzada edad. El evangelista, empleando una recurrente fórmula narrativa —“en aquellos días”—, da inicio al texto en el que relata el encuentro. En su descripción introductoria, refiere que María “se puso en camino” y se marchó, sin demora, hacia donde habitaba Isabel, a un poblado perteneciente a la región de Judá (Lc 1,39). Según parece, esta localidad puede identificarse hoy con Ain Karim distante 6 km hacia el oeste de la ciudad de Jerusalén (+BJ). El episodio narrado sigue inmediatamente a la “anunciación” (Lc 1,26-38) en la que el ángel Gabriel revelara a María que Dios la había elegido para engendrar en su seno, por obra del Espíritu Santo, al Hijo de Dios cuyo nombre sería Jesús (Lc 1,31.35).
En el texto del anuncio a María, el ángel Gabriel le advierte que Isabel, su pariente, ya había concebido en su seno un niño, a pesar de su vejez, y estaba en el sexto mes de gestación. A pesar de su ancianidad, y habiendo sido considerada estéril, Dios ha hecho brotar vida en su seno. Este anuncio tenía por finalidad explicar a María que para Dios nada hay imposible pues ella había quedado desconcertada ante las palabras de Gabriel pues, si bien estaba comprometida con José aún no habían llegado al momento de la consumación y, por eso, esgrimía su extrañeza en cuanto que “no conocía varón” (Lc 1,36-37).
Al llegar a su destino, María entra en la casa de Zacarías, esposo de su pariente, y saluda a Isabel (Lc 1,40). Zacarías era un sacerdote del grupo de Abías y su esposa también descendía de la familia sacerdotal de Aarón. Lucas ya había hecho referencia a esta pareja afirmando que “eran justos ante Dios y cumplían fielmente todos los mandamientos y preceptos del Señor. No tenían hijos porque Isabel era estéril, y los dos de avanzada edad” (Lc 1,5-7). Zacarías, durante su oficio sacerdotal, había recibido el anuncio del ángel Gabriel que su petición ha sido escuchada por Dios porque su mujer le daría un hijo a quien debía ponerle el nombre de Juan (Lc 1,8.11-13.19).
Lucas no nos ha transmitido el contenido del saludo. Se ha limitado a informar que María cumplió con el protocolo del encuentro y la salutación (Lc 1,41). La información de que el niño “saltó de gozo” en el seno de Isabel en cuanto escuchó el saludo de María debe interpretarse como una “señal de reconocimiento”, es decir, el niño que se llamará Juan reconoció, ya desde el seno materno, al salvador que María llevaba en su vientre virginal. Más adelante, según el narrador, la misma Isabel reconocerá que el niño que llevaba en su seno “saltó de gozo” en el instante en que llegó a sus oídos el saludo de María (Lc 1,44). Aquí, podemos suponer que María no había informado a Isabel que ella ya sabía —de parte del ángel Gabriel— respecto al avanzado estado de gravidez de su pariente. En el preciso momento del saludo, Isabel, llena del Espíritu Santo, queda capacitada para comprender la señal que brota de su propio seno. Y el niño, ya desde el vientre de su madre, reconoce no solo al “Señor”, sino también la presencia de la que es “la madre de mi Señor”.
Con la exclamación de Isabel, la promesa hecha a Zacarías (Lc 1,15) llega a su cumplimiento. Esa “plenitud” del Espíritu que invade a Isabel es la fuente de su inspiración y lo que la lleva al reconocimiento de lo que verdaderamente es María (Lc 1,42a). La actitud de Isabel, que se pronuncia a voz en grito en relación con su pariente —que la visita— conlleva una doble bendición: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (Lc 1,42b).
La primera bendición se refiere a la madre: “Bendita tú entre las mujeres” (Lc 1,42b). Es decir, María es digna de una especial bendición entre las mujeres por la singular maternidad. El verbo eulogēmenē tiene un doble significado; no solo implica una alabanza de la persona, sino que, al mismo tiempo, reconoce en ella al destinatario de la bendición y del favor de Dios. El modo hebreo que subyace a la redacción quiere significar que ella es “la bendita por excelencia”.
En el judaísmo de la época, la relevancia de una mujer se medía por la preeminencia y excelencia de sus hijos. En nuestro caso, por tratarse nada menos que de la madre del Kyrios (“Señor”), es lógico que se ensalce a María por encima de todas las mujeres. En esta perspectiva debemos comprender la exclamación espontánea de una anónima mujer hebrea que, dirigiéndose a Jesús, exclamó: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11,27), una bienaventuranza en relación con la maternidad divina del gran profeta y predicador que ha surgido en medio del pueblo de Israel.
La segunda bendición indica que la concepción de María ya es un hecho: “…y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1,42c). El participio perfecto pasivo eulogēménos indica que el niño que nacerá es una obra exclusiva de Dios el cual es el agente principal de la encarnación. Simultáneamente, la expresión verbal indica que la obra divina está ya plenamente realizada. La expresión “el fruto de tu vientre” (ho karpòs tēs koilías sou) parece poner el acento en el “seno” (o “recipiente”) sagrado que María pone a disposición para que el proyecto de Dios se haga realidad. Por eso, los Padres de la Iglesia denominaban a María theotokos, “la portadora de Dios” o “la que da a luz a Dios”. Dicho de otro modo, la que da a luz a alguien que tiene rango divino (Dios-Hijo). Se trata de uno de los primeros títulos de la Virgen madre, muy difundido en Oriente (cf. Lc 1,43).
Isabel parece expresar, en forma interrogativa, su indignidad ante aquella especial visita: “¿Cómo así viene a visitarme la madre de mi Señor?” (Lc 1,43). Desde el punto de vista literario, algunos comentaristas han señalado la semejanza entre la exclamación de Isabel y la de David: “¿Cómo va a venir a mi casa el arca del Señor” (2Sam 6,9)? Otros ven también la exclamación de Arauná, el jebuseo: “¿Por qué mi señor, el rey, viene a visitar a su siervo?” (2Sam 24,21). También se ha dicho que la exclamación de Isabel compara a María con el arca de la alianza sobre todo porque María permaneció tres meses en casa de su pariente (Lc 1,56) del mismo modo que “el arca del Señor estuvo tres meses en casa de Obededom, el de Gat” (2Sam 6,11).
Con todo, lo esencial consiste en la atribución a Jesús del título “Señor” cuya interpretación tiene que comprenderse en el horizonte global de la cristología de san Lucas. El correspondiente hebreo de Kyrios (“Señor”) con la Biblia hebrea es “Yahwéh” con posibles connotaciones regias. La locución “mi Señor” —en referencia a Jesús— aparecerá, nuevamente, en una citación del Sal 110,1, tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, que voy a hacer de tus enemigos estrado de tus pies” (Lc 20,42; Hch 2,34).
El texto llega a su término con una declaración de “bienaventuranza” que Isabel proclama respecto a María: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1,45). La “bendición” inicial se trasforma —de este modo— en una “bienaventuranza” o “proclama de felicidad” (makaria) y es la primera en todo el Evangelio de san Lucas. Es interesante notar que la declaración “dichosa” no pone el acento en el embarazo o la maternidad sino en la fe de María. Isabel la declara “feliz” porque ha creído (pisteúsasa). El verbo, en aoristo, indica que esa fe corresponde a un pasado puntual, es decir, cuando dio su consentimiento al ángel Gabriel para que se cumpla en ella la voluntad de Dios. Del mismo modo, Jesús responderá a la mujer hebrea que alababa al “vientre que lo llevó y los pechos que lo amamantaron”, diciéndole: “Dichoso más bien el que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica” (Lc 11,27). Es decir, la fe tiene la primacía porque precede al don de la maternidad que es una realidad consecuencial. La fe de María —proclamada ahora por Isabel— contrasta con la precedente “incredulidad” del sacerdote Zacarías que dudaba que su mujer podría darle un hijo en razón de su ancianidad y su supuesta esterilidad (Lc 1,20).
Lo que Isabel dice, al concluir su alabanza —“…porque lo que el Señor le ha prometido se cumplirá” (Lc 1,45b)— indica que ella estaba en perfecto conocimiento sobre el contenido de la promesa. De hecho, la idea de “cumplimiento” es uno de los pilares fundamentales de la comprensión lucana de la historia de la salvación.
En conclusión: El texto tiene la finalidad de subrayar la preeminencia de la Virgen María, ante todo por su fe, por haber escuchado la palabra de Dios comunicada por medio del ángel Gabriel y en razón de la maternidad divina porque la excelencia de María radica en que llevaba en su seno al mismo “Señor”, el Mesías prometido, el redentor. En este sentido, ella es, para todos los cristianos, modelo de fe, de escucha de la palabra de Dios, modelo de discipulado y de servicio porque, a pesar de su gravidez, fue hasta la casa de Isabel para ayudarla durante su embarazo. Ante tantos antimodelos, en nuestro mundo convulsionado, brilla la límpida figura de María porque, en su sencillez y humildad, supo encauzar el proyecto de Dios en la historia.
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