Opinión
Perversidades que contaminan al hombre
1Acudieron donde él los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén. 2Y al ver que algunos de sus discípulos comían panes con manos impuras, es decir no lavadas 3—es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, 4y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas—, 5los fariseos y los escribas le preguntaron: “¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?” 6Él les respondió: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. 7En vano me rinden culto, pues enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. 8Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres”. 14Luego volvió a llamar a la gente y les dijo: “Oídme todos y entended. 15Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; lo que realmente contamina al hombre es lo que sale de él. 21Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, 22adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. 23Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre.
[Evangelio según san Marcos (Mc 7,1-8.14-15.21-23) — 22º domingo del tiempo ordinario]
En el contexto de su ministerio galileo, acuden a Jesús representantes de la élite laica e intelectual de Jerusalén: “Fariseos” y “algunos escribas” (Mc 7,1). Estos dos grupos están estrechamente relacionados porque los escribas, intérpretes autorizados de la Toráh, pertenecen, de ordinario, al grupo de los fariseos. Los escribas —en el Evangelio de san Marcos— están vinculados con los sumos sacerdotes y ancianos y, en consecuencia, se comprende que forman parte del Sanedrín o Supremo Consejo. La expresión “escribas de los fariseos” (Mc 2,16) presupone la existencia de escribas que no eran fariseos. En particular, el evangelista los ha catalogado como los representantes del judaísmo rabínico hostil al cristianismo, enemigos de Jesús (cf. G. Baumbach). Los fariseos, según el segundo evangelista, son los observantes escrupulosos de la Ley (Mc 2,23-26) y los que dominan las sinagogas (Mc 3,2.6). Tienen en común con los escribas su vocación de oponerse a Jesús en cuestiones típicas de las costumbres y observancias rituales.
La procedencia de las autoridades (escribas y fariseos) es Jerusalén (Mc 7,1), ciudad emblemática y referencial del poder político, religioso y económico, capital del Israel ocupado por el Imperio romano. No es la primera vez que esta delegación interviene con el fin de confrontarse con Jesús, pues, como ya había sucedido en precedencia, cuando lo acusaron de magia (cf. Mc 3,22), ahora, nuevamente se presentan con el fin de regañar la conducta de los discípulos. Observan, en efecto, que sus seguidores inmediatos comen sin lavarse las manos, no practicando, de ese modo, las abluciones rituales previstas antes de las comidas (Mc 7,2).
La interpelación formulada se sustenta en que los discípulos comen con “manos profanas” o “impuras”, literalmente, “con manos comunes” (koinaīs chersín). Es curiosa la expresión “comer los panes”, en plural, porque en el lenguaje judío se dice, de ordinario, “comer pan”, en singular (cf. Mc 3,20), sinónimo de alimento. El plural “panes” confiere al texto un significado diferente que no puede referirse a otra cosa sino al episodio de la multiplicación de los panes que se reparten a los cinco mil (Mc 6,34-46). En aquella ocasión, Jesús no exigió pruebas de pureza ritual para participar en la comida; admitió a toda la multitud sin condiciones. Este antecedente puede explicar el motivo por el que algunos discípulos prescinden ahora de los ritos purificatorios antes de comer “los panes”.
La calificación de “impureza” que se explicita con la expresión “no lavadas” (Mc 7,2b), concepto típico de la tradición farisea, no se refiere a la desatención de la práctica de la higiene sino a ritos de purificación, sobre el lavado ritual. Las manos no lavadas o profanas podían ser impuras por haber tocado algo impuro y a su vez contaminar el alimento (cf. Lv 15,11) y al que lo consumía. La impureza excluía del culto, es decir, del encuentro con Dios; la profanidad era un motivo de descarte de la comunidad santificada del pueblo de Dios. Todo lo profano era considerado impuro, no apto para permanecer en la presencia de Dios. Un judío impuro era considerado un pagano que ponía en riesgo al pueblo de Dios.
Seguidamente, el evangelista interviene con una explicación —entre paréntesis— en el que a los fariseos agrega la denominación inclusiva “todos los judíos” como representantes de quienes observan aquellas complejas tradiciones: Lavarse las manos hasta el codo, bañarse para comer al volver de la plaza; purificación de utensilios, etc. (Mc 7,3-4). La práctica que los fariseos se imponen ha sido transmitida por los “mayores” o ancianos, es decir, por rabinos de prestigio, los doctores de la ley; pertenece a la tradición oral a la que ellos se aferran y a las que profesan una fidelidad a ultranza, intransigente y obstinada, y en la que encuentran su seguridad e identidad. Según se puede constatar, la “tradición” (parádosis) regula la relación con el mundo exterior, el cual es considerado “contagiado” y “manchado”; visto como un peligro para la santidad que está amenazada por el constante riesgo de ser salpicado con la suciedad de lo profano. No hay espacio para la libertad ni para la espontaneidad. Todo está regulado. Para la purificación de los alimentos y utensilios se emplea el verbo griego baptizō que recuerda la actividad de Juan Bautista. No resulta casual observar que para Juan lo que hacía santo al pueblo de Israel era la ruptura con la injusticia y, por eso, bautizaba a las personas como señal de un cambio de vida; sin embargo, para los fariseos y escribas la permanencia en el pueblo santo depende de ciertos ritos purificatorios de cosas y objetos como si el mal estuviese fuera y no dentro de la persona.
La interpelación a Jesús —“¿Por qué tus discípulos no viven conforme con la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?” (Mc 7,5)— plantea una ruptura con las prácticas tradicionales judeo-fariseas en el movimiento del nazareno. Esta desavenencia puede explicar el motivo por el cual fariseos de la comunidad local hayan requerido la presencia de escribas de Jerusalén para juzgar y corregir lo que estaba sucediendo. Jesús responde al requerimiento con una fuerte invectiva profética, con un texto tomado del profeta Isaías. Antes de citar el texto de referencia, indica que el gran profeta se refiere a ellos (escribas y fariseos) y les califica con el rótulo de “hipócritas” que, básicamente, expresa notas como “doblez” y “falsedad”. El texto isaiano opone “los labios” (es decir, las palabras) al “corazón” (que representa la adhesión interior). Es decir, los fariseos y letrados hablan siempre de fidelidad a Dios, pero su actitud interior, que desprecia a los que no siguen su interpretación de la Ley y que evita el contacto con la mayor parte del pueblo y con los paganos, no puede ser más opuesta a la idea del Dios rico en misericordia y al mandamiento “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Esta dicotomía entre la apariencia y la interioridad es lo que constituye la hipocresía.
Esta denuncia de Jesús pone en evidencia un tipo de piedad y de observancia vacías porque lo que ellos proponen para honrar a Dios no es lo que Dios quiere. Se sustituye el corazón sincero y cercano a Dios mediante el amor a todos por una pesada variedad de preceptos y enseñanzas humanas. La piedad farisea no nace de lo interior, se ha convertido en una rutina ritual y es, en esencia, antiespiritual (Mc 7,6-7). Sin transición del texto profético, Jesús pasa a la formulación de una grave acusación personal: Ellos abandonan la observancia del mandamiento de Dios, poniendo en su lugar normas humanas (Mc 7,8). En contexto judío, el mandamiento de Dios puede sintetizarse en el amor al prójimo como a uno mismo (Lv 19,18) o, más en general, en el bien del hombre por encima de todo (cf. Mc 3,4). Cuando el amor a Dios se reduce a la veneración con los labios, el servicio al prójimo se sacrifica a reglas humanas. Por eso, la ética de Jesús se inspira radicalmente en la voluntad divina tal cual ella se manifiesta en una conexión indisoluble entre amor de Dios y amor del prójimo.
A continuación, Jesús pasa a enunciar su principio, diametralmente opuesto a la doctrina que enseñan los letrados y siguen los fariseos. Va a establecer lo que de verdad aleja al hombre de Dios. No se dirige a los escribas y fariseos sino a la gente, a la multitud, considerada “profana” por los representantes de la experiencia religiosa judía: “Oídme todos y entended”, les reclama un ejercicio de sabiduría (Mc 7,14a). Contrapone lo que entra a lo que sale del hombre, recayendo el acento sobre lo segundo. Ahora bien, si lo que sale del hombre ha de comprenderse globalmente incluyendo tanto las palabras como las acciones perversas, también “lo que entra en el hombre” ha de tener un sentido más amplio que el del mero alimento. Ciertamente, el dicho recuerda en primer lugar el alimento, máximo contacto del hombre con la realidad exterior, que al comerlo incorpora a su ser. Pero si este contacto tan íntimo no es capaz de impurificar, mucho menos un contacto más superficial. Los fariseos y letrados no habían hablado de alimentos impuros sino de manos impuras. El dicho de Jesús marca un progreso desde el cómo comer al qué comer, pasando, por tanto, de la crítica a la ley oral de “los mayores” a la de la ley escrita del Antiguo Testamento. En efecto, Jesús expone el nuevo principio afirmando que lo que aleja al hombre de Dios no es lo exterior; el hombre no sale del ámbito divino por el contacto con realidades que están fuera de él. El mundo exterior no se presenta como enemigo del ser humano o como peligro para su relación con Dios; no es profano ni transmisor de impureza. El ser humano puede estar abierto sin miedo al contacto y la comunicación con cosas y personas (Mc 7,15).
Al final, Jesús deja constancia de lo que verdaderamente daña al hombre que no es otra cosa que la actitud malvada de un corazón perverso y egoísta: “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7,21-23).
En primer lugar, ninguna de las doce conductas o vicios mencionados está ligado a una cultura o religión determinada. Es universal. Puede afectar a judíos y a paganos. Se subraya la idea que de la interioridad (es decir, del “corazón”) nacen las malas ideas o propósitos, los proyectos o intenciones contra el prójimo. “Malas ideas” es como un “título general” de los actos o vicios enumerados, como diría el autor de Proverbios: “Un corazón que maquina malas ideas” (Prov 6,18a).
En segundo lugar, de las doce conductas que concretan las malas ideas o intenciones, seis de ellas se expresan en plural, indicando acciones habituales; y seis en singular, señalando disposiciones viciosas. En el primer grupo, las cinco primeras conductas están comprendidas entre la búsqueda del placer (“libertinajes”) y la de la riqueza (“codicia”), tener más a costa de otros; se intercalan tres (“robos, homicidios, adulterios”) que aluden a los tres primeros mandamientos generales de la segunda tabla del decálogo: “No robar, no matar, no cometer adulterio”. La mención de “las maldades”, al final de la primera parte del catálogo, resume los diversos tipos de abominaciones.
En tercer lugar, las conductas citadas en singular enumeran disposiciones o vicios que son la raíz del modo de actuar perverso: Dolo, es decir, engaño, fraude o traición, desenfreno, envidia, difamación o calumnia, arrogancia u orgullo y, por último, el desatino o irracionalidad, que hace valorar erróneamente la realidad. Entre ellas las hay que afectan primariamente a la persona (desenfreno, envidia, arrogancia, orgullo) y otras que miran en primer lugar el daño que se hace al prójimo (“engaño”, “difamación”); podría decirse que el “desatino” final (irracionalidad) califica las cinco disposiciones anteriores.
Se puede deducir que la elección de este catálogo halla fundamento en que en estas conductas o vicios se encuentran los mayores obstáculos que impiden al hombre secundar el designio de Dios sobre él. Conociendo las enseñanzas y acciones de Jesús, debe concluirse que estas malas ideas son particularmente funestas por oponerse radicalmente al amor al prójimo y frustrar, por eso mismo, el desarrollo humano. Unas absorben la vida del hombre impidiéndole centrarla en el amor a todos y en su propio crecimiento como persona; otras vician al hombre por dentro y lo llevan a causar daño a los demás, oponiéndose así, frontalmente, al amor, única senda de vida.
Mediante el presente catálogo, Jesús refuta la antigua cosmovisión farisea que separaba lo sacro de lo profano liberando al hombre de los preceptos esclavizantes de la antigua Ley. Así, la pretensión hipócrita de relación con Dios mediante rituales queda definitivamente derribada y sustituida por un culto que brota de la interioridad, de la hondura del corazón humano. Además, se nos delinea, con meridiana claridad, en qué actitudes y acciones consisten las verdaderas perversidades que contaminan al hombre.
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1 de septiembre de 2024 at 08:14
Su reflexión es siempre una luz que nos orienta al verdadero sentido de la palabra de Dios estimado Padre. Muchas gracias por eso…