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Opinión

El “discípulo amado” vio y creyó

En el primero de los šabbāt, María Magdalena fue de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y vio la piedra quitada de la tumba. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y donde el otro discípulo a quien Jesús amaba y les dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó, pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura, Jesús “¡debía” resucitar de entre los muertos!

[Evangelio según san Juan (Jn 20,1-9) — Pascua de la resurrección del Señor]

En esta Pascua de resurrección, la liturgia de la palabra nos propone el texto del Evangelio de san Juan que relata el hallazgo del “sepulcro vacío” donde se había llevado el cuerpo sin vida de Jesús. El lugar era una cavidad perforada en la roca, propiedad perteneciente a un hombre respetable, José de Arimatea, miembro del Supremo Consejo o Sanedrín que, según el testimonio del evangelista san Marcos, “también esperaba el Reino de Dios”. José tuvo la valentía de llegar ante Poncio Pilato para solicitar el cuerpo del maestro con el fin de depositarlo en su propia tumba (Mc 15,43) que, según el cuarto Evangelio, no distaba mucho del Gólgota (Jn 19,42).

El evangelista inicia su informe con un dato temporal: “El primer día de la semana” (Jn 20,1a), al menos así traduce la Biblia de Jerusalén. Tropezamos con la errónea práctica de pretender armonizar los tiempos aludidos en la Biblia (que se rige por el calendario lunar) con el calendario gregoriano (solar). El texto griego suena de este modo: tē dè miā tōn sabbátōn, es decir, a la letra, “en el primero de los šabbāt”. Este es el día de reposo semanal que recuerda el šabbāt de Dios después de concluir su obra. Por tanto, no es el “primer día” sino el último, “el séptimo día” de la semana. Porque los hebreos nombran la semana del uno al seis: Día primero, día segundo, día tercero, día cuarto, día quinto, día sexto; y el último día —el séptimo— es denominado šabbāt. Este día, dedicado a Dios, es un como un “diezmo del tiempo”, jornada festiva que celebra la culminación de la prodigiosa creación de’Elohîm (Gn 2,3).

La pascua hebrea se celebra entre el 14 y 15 de nisán, mes del calendario judeo-babilónico que coincide en parte con nuestros meses de marzo y abril. En estos meses comienza el año de los hebreos. De hecho, el texto original griego de san Juan no habla de “semana”. En consecuencia, la expresión griega “el primero de los šabbāt”, en realidad se refiere a la primera fiesta de reposo šabbātico, en el año, del calendario judeo-hebreo. En nuestro lenguaje sería “el primer domingo del año”, “el día del Señor”, según testimonia el último libro de la Biblia cuando el vidente de Patmos “cayó en éxtasis” para recibir “la revelación” (cf. Ap 1,10).

María Magdalena, mujer del círculo cercano a Jesús, de la que el Señor había expulsado “siete demonios” (Mc 19,9; Lc 8,2), es la primera testigo del hallazgo. A tempranas horas, “cuando todavía estaba oscuro”, fue hasta el lugar y encontró que la piedra —que servía de cobertura de la tumba— estaba retirada (Jn 20,1b). Su inmediata reacción fue la de “correr” hasta llegar junto a Simón Pedro y al “discípulo amado” con el fin de testimoniar su experiencia. Los dos discípulos son referenciales en el Evangelio de san Juan: Pedro por ser el principal apóstol del grupo de “los Doce” y el “discípulo amado” que representa al discípulo ideal, siempre cercano a Jesús.

El testimonio de María Magdalena no presupone la resurrección sino el robo del cuerpo. Ella dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (Jn 20,2b). No especifica quiénes serían los autores porque emplea la expresión genérica “se han llevado…”. Y en su desconcierto, manifiesta ignorar en qué lugar habrían trasladado el cadáver.

En razón de la noticia, Pedro y el “otro discípulo” —es decir, el “discípulo amado”— corren hacia el sepulcro con el fin de verificar la información recibida de parte de María Magdalena. En esta premura, el evangelista da cuenta de que el “discípulo amado” supera a Pedro en velocidad, se adelanta y llega primero (Jn 20,3-4). Pudo ver los lienzos desde cierta distancia, pero no se atrevió a entrar en la tumba. Luego se narra que Simón-Pedro, el principal apóstol, después de llegar hasta el sepulcro entró. Vio también los lienzos en el suelo como lo vio el “discípulo amado”. En este momento del relato, el evangelista denota que “el sudario que había cubierto la cabeza de Jesús no estaba junto a los lienzos, sino plegado en un lugar aparte” (Jn 20,6-7).

La narración del autor deja entrever cierta preeminencia de Simón-Pedro en relación con el “discípulo amado”, pues, aunque este haya llegado primero cede a quien encabeza el colegio apostólico el rol de ser el primero en verificar, íntegramente, el sepulcro vacío, con los lienzos y el sudario sueltos en el sitio.

El cuarto evangelista dedica un versículo al “sudario” indicando su función, la de “cubrir la cabeza”, y su posición que, llamativamente, estaba “plegado en un lugar aparte” (Jn 20,7). Esta disposición, ante todo, es indicativa de que no se trataba de un robo porque, de ordinario, el ladrón no deja en orden el sitio donde ha entrado para consumar el latrocinio. En consecuencia, se puede inferir que si el cuerpo no ha sido robado es porque ha resucitado. De hecho, cuando ingresa a la tumba el “discípulo amado”, el evangelista señala, escuetamente: “Vio y creyó” (Jn 20,8c). El autor del Evangelio remarca esta interpretación cuando concluye diciendo: “Pues hasta entonces no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20,9).

De lo señalado en precedencia, se deduce la “incomprensión” de los más cercanos seguidores de Jesús, incluida María Magdalena que parte de la idea de un eventual “robo” del cuerpo inerte de Jesús. De esta manera, san Juan advierte sobre la falta de preparación de los discípulos en lo que se refiere a la experiencia pascual del maestro. Recién con las diversas apariciones y manifestaciones del Resucitado comprenderán esta novedad nunca antes vista ni oída, pues sobrepasaba todas las categorías mentales, religiosas y culturales de los discípulos.

Respecto a este hallazgo, podemos añadir cuanto sigue: Primero, desde un punto de vista fáctico, el “sepulcro vacío” no representa una “prueba” de la resurrección teniendo presente que no implica una “evidencia”. Para unos “ojos” observadores se trata de un “indicio”, sobre todo para una mentalidad como la de Tomás que necesita “ver” y “palpar” el cuerpo resucitado para poder prestar su adhesión (Jn 20,24-29). Sin embargo, es prueba suficiente para el creyente, como el “discípulo amado”, que ha confiado en la palabra de su Señor; por eso, al ver el sepulcro vacío, a diferencia de la Magdalena, “vio y creyó” (Jn 20,8c). Pues, no cabe duda que quien ama de verdad llega al misterio de la fe; y el creyente crece en su amistad con Cristo mediante una vida en clave de amor.

Segundo, se podrá hablar de “prueba”, para los demás discípulos, cuando tengan la experiencia de las distintas apariciones del Resucitado. Pablo de Tarso menciona numerosos testigos oculares, incluso “quinientas personas”, que fueron partícipes de esas apariciones (1Cor 15,3-8). Con todo, también están “los negadores” como los sumos sacerdotes y ancianos que sobornaron a los soldados para plantear la idea del robo del cuerpo (Mt 28,11-15). En la comunidad de Corintos, gente que se profesaba cristiana si bien aceptaba la resurrección de Cristo no creían en la resurrección de los muertos (1Cor 15,12). El apóstol Pablo les dedica a ellos su largo discurso retórico sobre la resurrección porque negar que los muertos resucitan es invalidar la resurrección de Jesús al carecer de efecto en los creyentes (cf. 1Cor 15,1-58).

Tercero, la resurrección que, en definitiva, es una “nueva creación”, es la razón de ser de la fe cristiana. Pues “si Cristo no resucitó vana es nuestra fe” (1Cor 15,14). Se trata del acceso a una nueva vida, absolutamente superior, que nos sumerge en el ámbito propio de Dios. Es la recuperación de la vida que, al adquirir —por la potencia de Dios— delineamientos de “perfección”, se halla sustraída de las leyes de la materia y, en consecuencia, la actual comprensión de las ciencias físico-químicas y biológicas resultan insuficientes.

Jesús no recupera la vida para volver a morir, como el caso de Lázaro (Jn 11,1-44) y el de la hija de Jairo (Mc 5,21-43). Él resucita para la eternidad como el primero que emigra del país de los muertos para encabezar el “éxodo” hacia la casa del Padre (cf. Col 1,18; Ap 1,5b). Él resucitó para que nosotros resucitemos mediante él.

Aunque hoy, después de la paulatina superación del “negacionismo” de una vida después de la muerte —propugnada por una ciencia sobrevalorada— se dan especulaciones científicas que se abren a la posibilidad de un “más allá”. Con todo, hay que afirmar, con convicción teológica, que —fundamentalmente— la “resurrección” es un artículo de fe. Es lo que el texto de san Juan nos indica respecto al “discípulo amado”: “Vio y creyó” (Jn 20,8). El “ver” y el “creer” son experiencias humanas que están íntimamente relacionadas. Para quien ama, como es el caso del “discípulo amado”, sobran los argumentos porque confía plenamente en las palabras y en la promesa del Señor. Por eso, al “ver” el sepulcro vacío, el “discípulo amado” —al contrario de María Magdalena que hablaba de un “robo”— “creyó” en la resurrección.

El “discípulo amado” es una figura simbólica —basada en un personaje real del círculo de Jesús— que, al carecer de nombre propio, se proyecta como el discípulo ideal de todos los tiempos. Él está cerca del Señor, comparte su intimidad (Jn 13,23-26); está, igualmente, en estrecha relación con “la Madre” a quien Jesús encarga su cuidado y este la llevó consigo a su casa después de la muerte de Jesús (Jn 19,26-27); es el primero que llega al sepulcro y el que, al constatar la tumba vacía, creyó en la resurrección del Señor (20,3-9). Sigue a Jesús en todo momento (Jn 21,20). Sobre él corrió el rumor de que no moriría (Jn 21,23).

En fin, el evangelista nos involucra en el relato del hallazgo de la “tumba vacía” con el fin de fijarnos en la figura del “discípulo amado” quien al estar estrechamente vinculado con el Señor Jesús ha creído en su promesa de resurrección, incluso antes que los demás.

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