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Opinión

La adúltera perdonada por Jesús

“Mas Jesús se retiró al monte de los Olivos. Pero al amanecer se presentó otra vez en el Templo, y toda la gente acudía a él. Entonces se sentó y les enseñaba. Los escribas y fariseos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio; la pusieron en medio y le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?” (Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle). Pero Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, al insistir ellos en su pregunta, se incorporó y les dijo: “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. E inclinándose de nuevo, siguió escribiendo en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos. Jesús se quedó solo con la mujer, que seguía en medio. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?”. Ella respondió: “Nadie, Señor”. Jesús replicó: “Tampoco yo te condeno. Vete, y no vuelvas a pecar”.

[Evangelio según san Juan (Jn 8,1-11); 5to. domingo de Cuaresma]

El texto del Evangelio que nos propone la liturgia de la Iglesia para nuestra reflexión dominical, en el 5to. domingo de Cuaresma, se centra en una persona considerada marginal por las autoridades religiosas hebreas: una mujer sorprendida en flagrante adulterio. El texto se inicia con una indicación de que Jesús se separa de algunas personas que no son nombradas: Cada uno se va a su casa y Jesús va al monte de los Olivos (Jn 7,53—8,1). En ese monte, Jesús oraba con frecuencia; incluso, cuando fue arrestado, se encontraba allí. Es un lugar referencial de la fe judía y cristiana. La alusión temporal “al amanecer” (griego: orthros) da cuenta de que Jesús acudía al Templo muy temprano para ejercer su ministerio; y la expresión “otra vez” (adverbio griego: pálin) testimonia que se trata de una acción habitual. La actividad específica realizada por Jesús es expresada mediante el verbo “enseñar”, en imperfecto (griego: edídasken), que indica la perseverancia y la constancia en esta misión: Jesús se caracterizaba por ejercer el servicio pastoral de la enseñanza. De hecho, según consta en el texto, “todo el pueblo acudía a él” (Jn 8,2) para escucharle y aprender.

Después de la introducción y descripción de la “escena”, el evangelista informa sobre la presencia de las autoridades judías: escribas y fariseos, representantes de la élite laica e intelectual de aquella sociedad, miembros del gran Sanedrín o Supremo Consejo de Israel. Aquí irrumpen con el fin de discutir con Jesús un tema relativo a la interpretación de la Ley. En este caso presentan a una mujer hallada en el momento de cometer adulterio. En la tradición antiguotestamentaria y en el judaísmo se entendía que el adulterio era el pecado en el que intervenía una mujer casada. Era un delito grave, y la Ley establecía que debían ser castigados con la pena de muerte (Ex 20,14; Lv 20,10; Dt 5,18; 22,22) tanto la mujer adúltera como el hombre (casado o soltero) que hubiera tenido relaciones con ella. La mujer es traída por los escribas y fariseos y “colocada en medio”. La expresión “en medio” se utiliza, principalmente, para indicar la situación del que comparece para una discusión de carácter legal. Los escribas y fariseos presentan la acusación: la mujer ha sido hallada en el mismo momento de cometer el delito (“flagrancia”). No se especifica quién la descubrió, pero se da por supuesto que existen los dos testigos exigidos por la Ley (Dt 19,15). Los rabinos no admitían como testigos a los parientes cercanos, incluido el marido.

Las autoridades religiosas se dirigen a Jesús llamándolo “Maestro” (griego: didáskale), del hebreo rabbî (Jn 1,38.49) o rabbouni (Jn 20,16), reconociendo, de este modo, su autoridad docente. Los escribas y fariseos, después de presentar a la pecadora, afirman que según la Ley la mujer debe sufrir la pena de la lapidación (apedreamiento) porque es la sanción establecida para las adúlteras. Sin embargo, los textos del Antiguo Testamento solo dicen que deben morir tanto el hombre como la mujer que cometen adulterio, pero no determinan la forma en que se debe realizar la ejecución en estos casos (Lv 20,10; Dt 22,22). La pena de lapidación está especificada para la mujer que no es encontrada virgen en el momento de contraer matrimonio (Dt 22,20-21) y para la prometida de un hombre que tenga relaciones con otro; en este último caso deberán ser lapidados tanto la mujer como el hombre que tuvo relaciones con ella (Dt 22,23-24). Según un texto del profeta Ezequiel se ve que esta pena se aplicaba también a las adúlteras: “Te aplicaré el castigo de las mujeres adúlteras… te lapidarán…” (Ez 16,38.40). Algunos rabinos, en fecha posterior al Nuevo Testamento, opinaban que la mujer adúltera debía ser estrangulada, fundándose en el principio de que “siempre que en la Ley se habla de muerte no determinada, se debe entender que es la estrangulación”. Fuera de este texto de Jn 8,5 no hay documentación que permita saber si en tiempo de Jesús se aplicaba la pena de muerte establecida por la Ley. Además, el texto no dice que los escribas y fariseos estaban dispuestos a lapidar a la mujer; solo dice que ellos le preguntaron a Jesús si estaba de acuerdo con la Ley de Moisés que establecía la pena de muerte para las adúlteras. Como se verá más adelante, la intención de los escribas no era lapidar a la mujer sino poner a prueba a Jesús.

Un paréntesis del evangelista denuncia la intención de los escribas y fariseos. Ellos pretendían encontrar algún argumento con el fin de acusarlo. Según la tradición sinóptica, Jesús ha anunciado el Reino a los pobres y a los pecadores, y se ha reunido a comer con los pecadores provocando el escándalo de los fariseos y de los maestros de la Ley (Mt 9,10-11; Lc 15,1-2). Una forma de ponerlo a prueba es colocarlo ante un caso en que el pecador/a (en este caso una mujer) es condenado/a a muerte por la Ley de Moisés. Si Jesús se pone de parte del pecador/a pronunciándose contra una práctica exigida por la Ley, debe ser acusado ante las autoridades religiosas; pero si no es consecuente con sus principios y admite que la mujer sea lapidada debe ser acusado ante las autoridades romanas que por imperio de la Ius gladii (“derecho de la espada”) se reservan la ejecución de la pena de muerte (cf. Jn 18,31).

Indiferente ante la acusación y la pregunta, Jesús se inclinó y comenzó a escribir en el suelo. Muchos se han preguntado qué escribiría, y han dado diversas explicaciones. Algunas de ellas han quedado consignadas en los manuscritos tardíos del Evangelio, como uno del siglo XII que añade: “escribía en el suelo… los pecados de cada uno de ellos” (Manuscrito minúsculo 264/Biblioteca Nacional de París, Gr. 65). En tiempo más reciente se ha propuesto que Jesús escribía diversos textos del Antiguo Testamento referentes a la condena de los inocentes o a los falsos testigos. Se ha dicho también que escribía la sentencia antes de pronunciarla en voz alta, como era la costumbre romana, pero esta opinión debe ser descartada precisamente porque era una forma de actuar de los romanos y no de los judíos. El relator no sugiere que Jesús escribía alguna palabra en especial, sino que demostraba falta de interés por el problema que le estaban planteando: Él no se enredaba en discusiones sobre la Ley. Finalmente, ante la insistencia de los acusadores, Jesús se dirige a ellos y pronuncia la sentencia. El Antiguo Testamento establece que el testigo sea el primero en extender la mano contra el condenado en el momento de la aplicación de la pena de muerte (Dt 13,10; 17,7). Jesús no llama para esto al testigo sino al que esté libre de culpa. Rabbí Aqiba (muerto en el año 135) dice: “Las aguas (Nm 5,11-31) solo probarán que la mujer es inocente o culpable si el marido está libre de toda culpa” (cf. Sota 47b). En el texto del Evangelio no se especifica si se quiere decir que puede proceder a apedrear a la mujer el que no sea culpable de haberla acusado falsamente (con lo cual quedaría a la vista que la mujer había sido víctima de una calumnia), o que solo pueden ser verdugos de la adúltera aquellos que nunca hayan cometido adulterio, o si se debe entender que puedan ejecutar a la mujer los que nunca han cometido un pecado. En este último caso, la palabra de Jesús se referiría a la universalidad del pecado: Nadie puede acusar a otro, porque todos son pecadores.

Después de decir esto, volvió a inclinarse para continuar escribiendo en el suelo. Algunos manuscritos tardíos añaden: “escribía en el suelo… los pecados de cada uno de ellos” (Códice U 030 del siglo IX de la Biblioteca Nacional de Venecia). Como en el v. 6, también aquí daba a entender desinterés por este problema que los acusadores debían haber resuelto entre ellos: ninguno estaba exento de culpa y, por tanto, ninguno podía proceder a condenar y ejecutar a una mujer pecadora. Los escribas y fariseos, después de oír la palabra de Jesús comenzaron a retirarse de la escena. El evangelista nota que ellos guardan un cierto orden, empezando por los más ancianos, indicando de esta forma que eran los más reprochables. Algunos manuscritos tardíos interpretan el sentido de la escena y añaden: “… acusados por su conciencia” (cf. Códice K 017, del siglo IX, Biblioteca Nacional de París). No deja de ser sugerente la afirmación del profeta Jeremías que afirma: “… y los que se apartan de ti (Dios) quedarán escritos en la tierra por haber abandonado a Yahvéh, manantial de aguas vivas” (Jer 17,13). Una vez que se retiraron todos los acusadores, quedan solamente Jesús y la mujer adúltera. San Agustín afirma, en este punto, “han quedado solamente dos: la miseria y la misericordia”. El texto dice que ella está “en medio” (como en el v. 3), aunque ahora está sola con Jesús. En la comprensión simbólica del círculo joánico, la expresión “en medio” indica “centralidad”.

La escena concluye con un breve diálogo. Jesús pregunta a la mujer dónde están sus acusadores y quién la ha condenado (griego: ketékrinen). Ante la respuesta que nadie la condenó, Jesús añade que Él tampoco la condena, y la despide (“vete”) agregando una fórmula que se encuentra en Jn 5,14: “No peques más”, y que se debe traducir con el sentido de “no sigas pecando” porque el imperativo negativo en tiempo presente ordena cesar una acción ya comenzada.

En conclusión: Jesús, enfrentado con sus adversarios, pone al descubierto que los acérrimos defensores de la Ley no son cumplidores de la misma Ley que pregonan y representan. Sale así en defensa de quienes son víctimas de los que “atan pesadas cargas y la ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo” (Mt 23,4). Por encima de los fariseos y juristas se dirige a todos los que pretenden levantar vallas para excluir de la comunidad religiosa a los que son considerados “pecadores”. En realidad, nadie, absolutamente nadie, puede ser acusador de los demás porque todos son pecadores.

De hecho, Jesús afirma que Él “no juzga a nadie” (Jn 8,15), inmediatamente después de que se revele como “luz del mundo” (Jn 8,12). Los escribas y fariseos, responsables de la experiencia religiosa hebrea, juzgan como intérpretes de una Ley tenida por ellos como “luz del mundo”. El texto que hemos reflexionado muestra que este juicio, de escribas y fariseos, es erróneo y, por eso, quedan descalificados. La única “luz del mundo” es Jesús porque es la verdadera luz “que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9b).

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