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Opinión

Elección de “los Doce” y discurso inaugural de Jesús

“Por aquellos días, se fue al monte a rezar y se pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles… Bajó con ellos y se detuvo en un paraje llano. Había allí un nutrido número de discípulos suyos y una gran muchedumbre llegada de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón… Él, dirigiendo la mirada a sus discípulos, dijo: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis. Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataron sus antepasados a los profetas”. “Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que reís ahora!, porque os afligiréis y lloraréis. ¡Ay, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataron sus antepasados a los falsos profetas”.

[Evangelio según san Lucas (Lc 6,12-13.17. 20-26); 6º Domingo del Tiempo Ordinario]

El texto del Evangelio propuesto por la Iglesia, para este domingo, presenta a Jesús eligiendo un pequeño grupo de discípulos especiales que le acompañarán en su misión por Galilea y Jerusalén. En la mentalidad de Lucas, este grupo de discípulos no estaba destinado simplemente a “estar con él” (Mc 3,14), sino que iba a ser el “círculo” de sus “emisarios” (griego: apostoloi, es decir, personas enviadas), más aún sus “testigos” (cf. Lc 11,49; 24,46-48). Y esa es también una de las razones por las que el grupo de “los Doce” tiene que ser reconstituido después de la desaparición de Judas Iscariote. En efecto, para completar el número de “doce” apóstoles, será elegido “Matías” (Hch 1,12-26). El número “doce”, que recuerda a los “doce” patriarcas de las “doce” tribus de Israel, adquiere así una fuerte dimensión simbólica, de naturaleza aritmética, indicando, además de otros significados, la “vocación” específica para fundar el nuevo Israel. Si Israel fue formado sobre la base de “doce patriarcas” y sus respectivas tribus; la Iglesia, ahora, también es fundada sobre “doce apóstoles”, “doce columnas” que sostienen el “edificio vivo” de la comunidad eclesial.

Aquí, Lucas emplea la expresión “doce” identificando el grupo con “los discípulos”, queriendo significar con esta categoría a los que siguen una determinada “disciplina”, un específico “discipulado”: la “disciplina” del maestro. Para ingresar a esta “escuela itinerante” es necesario, en primer lugar, ser elegido por Jesús; en segundo lugar: necesitan un proceso de aprendizaje teórico y experiencial, es decir, aprender los principios y las ideas básicas contenidos en el anuncio del maestro. Por eso necesitan “estar con él”, con el fin de escuchar sus palabras y testimoniar sus acciones, actitudes y portentos. Se trata de un “colegio” elegido durante el ministerio público de Jesús al que, en ocasiones, se llama “apóstoles” subrayando con esta amplia expresión a quienes son “enviados” para la misión. Este envío implicará el previo aprendizaje teórico-práctico y la capacidad de expandir, por doquier, el testimonio de “lo que han visto y oído” (cf. 1Jn 1,3).

Un dato relevante que provee el evangelista es la información que encabeza el presente texto: “Por aquellos días, se fue al monte a rezar y se pasó la noche orando a Dios”. En la tradición bíblica el “monte” o la “montaña” es el ámbito típico de la revelación divina y del encuentro con Dios (cf. Ex 19,20; Dt 4,48; Mt 5,1-2; Lc 9,28). Viene a ser el “cuadro” para la elección de los “Doce”, como si Jesús quisiera decir que ha invocado la bendición de Dios sobre el acto que va a realizar. En los Hechos de los Apóstoles, Lucas dirá que la elección se realizó “por medio del Espíritu Santo” (Hch 1,2).

Resulta problemático explicar por qué esos “compañeros de Jesús”, que le siguieron tan asiduamente, no tuvo continuidad como grupo institucional. El mismo Pablo, en la Iglesia naciente, no se considera “uno” de “los Doce” (1ªCor 15,8-10). En realidad, a partir de la institución de los “Siete” (Hch 6,1-6), el papel de “los Doce” deja pocos rastros en las páginas del Nuevo Testamento.

Seguidamente, el evangelista indica que Jesús “bajó con ellos y se detuvo en un paraje llano”. Es decir, el “maestro” desciende de la “montaña” (cf. Lc 6,12) en compañía de “los Doce” y del resto de los discípulos. Probablemente, en un altiplano o en una meseta de la montaña. Jesús no solo está rodeado de un “buen número de discípulos” sino también de “una gran muchedumbre de gente”. De ordinario, el gentío le sigue con el fin de “escucharle” y buscando curaciones y exorcismos (cf. Lc 6,18). En efecto, la gente no acude por mera curiosidad o porque se haya enterado de su fama (cf. Lc 4,37), sino expresamente para “escuchar” sus enseñanzas en torno a la “palabra de Dios”. Respecto a la procedencia, como en una especie de “síntesis”, Lucas afirma que la gente acudía “de todo el país judío”, incluyendo la capital, la ciudad santa de Jerusalén y las “ciudades costeras de Tiro y Sidón”, estas últimas identificadas como territorio pagano, dos importantes ciudades fenicias de la Antigüedad, situadas en la costa del mar Mediterráneo. La presencia de creyentes (judíos) y de gentiles (paganos) crea una especie de “contraposición” que determina “un todo” mediante la técnica de la citación de dos extremos: “Judíos y paganos/gentiles” definen la totalidad de la humanidad desde la mentalidad hebrea, así como “griegos y bárbaros” para la cultura helénica. Este es el “escenario” en el que Jesús anunciará su “proclama”: “El discurso de la llanura” (su enseñanza fundamental).

El “discurso de la llanura” es paralelo a la “enseñanza del monte” según san Mateo (Mt 5,1—7,27) aunque esta es mucho más extensa. Las “bienaventuranzas” y los “ayes” (o “malaventuranzas”) conforman, en el Tercer Evangelio, el “exordio” del “discurso” de Jesús (Lc 6,20-49). “Bienaventuranza” (griego: makarios) significa en el mundo griego “dicha interna”, “gozo”, “alegría”. En la mentalidad bíblica (cultura hebrea), el vocablo correspondiente es ’ašrê  e indica la benevolencia de Dios respecto a determinadas personas, una especial bendición otorgada por Dios que implica “alabanza” y “encumbramiento”. Estas “bienaventuranzas”, con frecuencia, encierran una profunda paradoja: la primera parte describe la condición presente —desfavorable— de los discípulos, mientras que la segunda promete una recompensa escatológica.

Puede decirse que esta proclama de la “llanura” representa la síntesis de la ética cristiana. Aunque parece más preciso decir que es una especie “de carta magna del Reino” con todos sus ideales y también con toda la radicalidad de sus exigencias. Al quedar presentada como una instrucción a los “discípulos” (Lc 6,20), su intención no puede ser otra que configurar la conducta y el comportamiento de ese grupo. Las palabras de Jesús se refieren a la existencia normal de cada día: pobreza, hambre, sufrimiento, odio, ostracismo. Las bienaventuranzas y las malaventuranzas pretenden introducir un nuevo horizonte en esas preocupaciones diarias. Este nuevo horizonte es, evidentemente, de naturaleza escatológica. Se percibe una preocupación por la vida concreta del cristiano, con sus incidencias específicas.

Con todo, tanto “las bienaventuranzas” como “las malaventuranzas” no constituyen más que el punto de partida para el verdadero núcleo del mensaje, el amor, que tiene que dominar la existencia del discípulo de Cristo. Se trata de un amor al prójimo que abarca incluso a los propios enemigos, es decir, a aquellos que pudieran llegar a odiar, maldecir, calumniar, maltratar, difamar, herir, robar y despojar al cristiano de lo que es inalienablemente suyo. Y la motivación que se propone para fundar este amor es precisamente la misericordia del propio Dios, del Padre, de quien proviene la existencia cristiana, y que es el único modelo que hay que imitar.

Los destinatarios de las bienaventuranzas son los “discípulos” como los verdaderamente pobres, hambrientos, afligidos y proscritos de este mundo. Se les declara “dichosos” porque  su participación en el Reino va a garantizarles abundancia, alegría y una gran recompensa en el cielo, ámbito propio de Dios. Las diversas situaciones negativas que padecen los seguidores de Cristo: “pobreza”, “hambre”, “llanto”, “odio”, “ostracismo” describen la realidad perentoria y la situación “límite” en la experiencia cotidiana. Puede decirse que se trata de un estado de “opresión” al que se le suman el insulto y la expulsión, probablemente del ámbito religioso (de las sinagogas). Ellos están en las “márgenes”, fuera del ámbito social, cultual y económico. Es de suma relevancia indicar que todas estas desventuras son declaradas como bienaventuranzas cuando se padecen “por causa del Hijo del hombre”. Es decir, por proclamar la verdad del Evangelio, por ejercer el ministerio de la profecía y por el anuncio del proyecto de Dios en Cristo que funda un nuevo régimen y una nueva sociedad alternativa. Se les promete la superación total de esa precaria existencia que se concretará en la “posesión del reino”, en la “saciedad”, en la “risa” y la “alegría”.

Se observa un énfasis en la motivación para la “alegría” y el “gozo” con un matiz de júbilo y de victoria en la vida definitiva, asociando a los cristianos con los antiguos profetas del Primer Testamento que sufrieron similares persecuciones: “Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataron sus antepasados a los profetas” (Lc 6,26).

A continuación, mediante la adversativa “pero” (griego: plēn), a la que se agrega la interjección que indica el “lamento”: ¡ay! (griego: ouai), la situación cambia completamente. Con un estilo rítmico y con carácter de amenaza, Jesús lanza cuatro invectivas o “malaventuranzas” contra los “ricos”, contra “los que están hartos” y contra aquellos que “gozan de buena reputación” (Lc 6,24-26). Estas amenazas están diametralmente opuestas a las bienaventuranzas anteriores. Se les describe un futuro de angustia, de sufrimiento y de aflicción en razón de que son aquellos que escuchan la palabra de Dios, y teniendo una posición acomodada, no aplican la palabra escuchada. Evidentemente son seguidores de Cristo, simpatizantes de Jesús pero que no se inmutan, por causa de la indolencia, a prestar auxilio a sus hermanos necesitados. Hay que subrayar que no se trata de una condena a los “ricos” por ser ricos sino de una advertencia, una fuerte llamada de atención a superar la despreocupación y la inacción que tienda a restablecer la situación de quienes están en las márgenes. El énfasis de las invectivas de Jesús recae sobre el carácter efímero de los privilegios.

El problema de las riquezas y del poder entendidos como situación de privilegio, de superioridad, de dominio sobre los demás, radica en que las personas que gozan de esos recursos económicos y de mando (en todos los ámbitos) padecen de cierta “ceguera” que les lleva a pensar que ya están saciados todos sus deseos y que ya no tienen nada más que esperar. Por eso, para ellos, la situación se invierte radicalmente: a la riqueza corresponde nada más que los beneficios otorgados por las posesiones materiales; no aparece una proyección futura, en la vida venidera. A los que están hartos les espera el hambre y a los que ríen, el llanto y la aflicción. A quienes se cuidan y protegen su buena fama, sin arriesgarse en el fango de la vida, les depara la suerte de los falsos profetas, alagados por los antepasados, quienes han hecho un ídolo de la reputación. Los falsos profetas son embaucadores que llevaron a Israel a su ruina susurrando en los oídos de reyes y de sumos sacerdotes lo que estos querían oír, predicando el bien o el mal de acuerdo con la dádiva que se les ofrecía (cf. Is 30,10-11; Jer 5,31; 6,14; 23,16-17; Miq 2,11. Cf. 2Tim 3,1-9).

En fin: La elección de “los Doce” tiene el objetivo de fundar un nuevo pueblo basado en la tradición israelita, nación que fue edificada sobre la base de “doce patriarcas” y sus “doce tribus”. Ante todo, “los Doce” son “discípulos”, es decir, aquellos que aceptan entrar en la lógica de la “disciplina” escolástica y espiritual del Rabino de Nazareth. Con ese fin, “deben estar con él”, “ser enviados” y “testimoniar” su proyecto de salvación. Ellos —junto con los demás seguidores de Jesús— son los principales destinatarios del discurso inaugural  y programático del Reino germinal. Son llamados “bienaventurados” porque, en razón de su identificación con el Maestro, viven en las “márgenes” de una sociedad estratificada y diversificada en círculos religiosos, culturales y económicos. No obstante, tienen la vocación de iniciar la “construcción” de una sociedad alternativa fundada sobre un nuevo sistema axiológico y de relaciones fraternas. Pueden quedar fuera de esta nueva sociedad escatológica quienes habiendo escuchado la palabra de Dios se manifiestan indolentes respecto a la suerte de sus hermanos y se muestran renuentes para adherirse al “camino” por excelencia testimoniado por Jesús: la “vía” del amor solidario.

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