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Editorial

Nepocracia al descubierto

“Cuando los gobernantes pierden la vergüenza, los gobernados pierden el respeto”, esta frase la dijo el científico alemán Georg Lichtenberg hace más de 200 años. Definitivamente, el buen Georg no conocía al Paraguay. En este país de políticos felinos que siempre caen parados, no se pierde la honra. Morir de vergüenza es imposible, pero, sobre todo, innecesario, pues a nadie le importan los deslices de su clase política.

El caso de claro nepotismo del actual presidente del Congreso Nacional, Silvio Ovelar, conocido en la jerga política como “Trato Apu’a”, no debería de sorprender, y aun así lo hizo, porque también está demostrado que en este país la falta de memoria del votante es proporcionalmente inversa a la vergüenza de sus políticos.

¿A quién se le podría pasar por la cabeza que un político sea corrupto? Menos aún uno que de alguna u otra forma está desde hace más de dos décadas en las altas instancias de poder y que ya fue descubierto infraganti en actos turbios, como la compra de votos. Un buen hombre de familia que, fiel al mandamiento de “la caridad comienza por el hogar”, ya en anteriores periodos de gobierno ha logrado colocar a buena parte de su parentela en instituciones claves y bien remuneradas, partiendo desde su propia esposa, nombrada nada más y nada menos que directora jurídica de la entidad binacional Itaipú.

Esta turbia trayectoria fue premiada en las últimas elecciones. Ovelar no solo fue reelecto para su enésimo mandato como congresista, sino que fue el senador que más votos obtuvo: 280.000 compatriotas determinaron que él sería un digno representante del pueblo paraguayo. El doble de los votos obtenidos por quien llegó en segundo lugar.

La falta de vergüenza del parlamentario llega a su clímax cuando intenta justificar sus claros entuertos; lo que llama la atención no es su capacidad para eludir el problema o para justificar sus acciones. Cosa que uno esperaría de una persona amparada por dos décadas de vaqueanía en el ambiente político, pero pasa lo contrario: sorprende la supina torpeza que demuestra, ni siquiera fue capaz de mentir en forma para eludir su culpa, hasta, cosa rara, dijo algunas verdades sobre el sistema educativo -incómodas, pero verdades al fin-, aunque tan mal esbozadas que, al no tener vergüenza propia, como todo buen político, no tuvo problemas en expresar su opinión. Lo que nos lleva a otro punto: tanta es la impunidad gozada por la clase política que ni falta hacen el mentir o demostrar cierto grado de inteligencia para salir de algún mal trago. Todo mal obrar queda cubierto por el olvido, ya sea fruto del tiempo o del fanatismo que nos obnubila ante la visión del pañuelo de nuestro color partidario.

El sistema de poder, cuando no está al servicio de la gente, sino solo de un grupo de iniciados alineados a la corrupción más impune, no es un sistema republicano, es un sistema mafioso, y en nuestro caso está tan bien aceitado, es una máquina tan perfecta que no necesita de la brillantez individual de sus miembros para que sus engranajes sigan funcionando aceitados, y la nueva aristocracia de la corrupción no necesita ser lumbrera para llegar arriba. Existen sobrados ejemplos de esto: el de Portillo, el de Rivas, no son casos excepcionales en nuestra política, al contrario, son del montón. El propio titular del Congreso no está muy lejos de la ignorancia de ese bajo nivel.

Ellos construyen el sistema, lo hacen en su solo beneficio, descaradamente, de espaldas al pueblo. La herramienta del nepotismo les es necesaria y oportuna, gracias a ella se perpetúan en el poder, ya no hace falta ni siquiera aplanar la calle en tiempos electorales, para eso están los “soldaditos” que, gustosos, lo hacen esperando entrar a la rosca y escalar, gracias a otra herramienta espuria: la del prebendarismo o los líderes de base que gestionaran la compra de votos, otra herramienta del sistema.

El político, al pronunciar su torpe apología a la contratación de su hijo, con su ineptitud, creía defender un sistema “meritocrático” que no conoce, en realidad defendía el estatus aristocrático al que pertenecen él y por herencia su familia.

Por la ley se preguntarán algunos si existe una ley antinepotismo, pero antes hay que formularse otra pregunta obligada: ¿quiénes la hicieron? La respuesta es obvia, quienes tienen al nepotismo como herramienta de poder, desde ese vamos es obvio que sería una herramienta defectuosa. Esta solo obliga a los altos funcionarios a contratar “dentro de su ámbito de competencia”, no en el resto del Estado, que demás está recordar que es muy grande, ¿y si se queda pequeño? ¡No hay problema! ¡Agrandémoslo! Eso también lo vimos esta semana con la intención de ampliar el Palacio legislativo.

Por eso, el caso Ovelar no es solo fruto de una particular falta de moral, sino algo sistémico dentro de la clase política, donde la “nepocracia” -el gobierno y la prolongación del poder a través del clientelismo, gemelo del nepotismo- es una realidad transversal a los partidos políticos. Así, al ahora senador caído en desgracia, lo acompañan muchas otras familias (como la de Juan Darío Monges, Roberto González, “Calé” Galaverna, Zacarías Irún, Hugo Velázquez, Duarte Frutos y un muy largo etcétera). Y, como ya se avisaba renglones arriba, no se engañe el lector con la idea de que esto es patrimonio colorado: Federico Franco, en su momento, tenía 27 familiares en la función pública; Lugo no dudó en poner a su sobrino en Itaipú, y la lista vuelve a empezar, pero con pañoletas de otros colores.

No estamos ante un simple caso de corrupción, estamos ante una metástasis generalizada de un sistema político cuya legitimidad, si bien formalmente se sustenta en votos, en realidad lo hace sobre estructuras corruptas que han creado una aristocracia de facto que deforma las instituciones para su exclusivo beneficio. Cuando uno llega y se mantienen en el poder, no por los votos conseguidos con base en su gestión y eficiencia, sino con base en la compra de estos, a las prebendas que sostienen un aparato propio que puede aplastar al rival, en realidad se le ha sacado la legitimidad al pueblo, ya no es este quien elige, la legitimidad pasa a sustentarse en la propia capacidad del político de gestionar sus medios e instituciones a su favor.  Y cuando el político no necesita al pueblo, no tiene la obligación de gobernar en su beneficio.

Mientras tanto, la ciudadanía está aletargada en la impotencia o la ceguera, esta semana como reacción al escándalo, 45 personas renunciaron a su afiliación al Partido Colorado, un acto de legítima y loable protesta, pero que queda diluida como lágrima en la lluvia cuando uno se entera de que la Junta de Gobierno solo en el 2021 aprobó 153.750 nuevas afiliaciones.

El hecho de que a estas alturas el heredero del presidente del Congreso se haya visto obligado a renunciar no es más que un placebo para la gran enfermedad que nos acosa. Hace falta una verdadera revolución cultural, moral y social, porque solo por medio de las revoluciones se derrumban las oligarquías.

Cuando uno llega y se mantienen en el poder, no por los votos conseguidos con base en su gestión y eficiencia, sino con base en la compra de estos, a las prebendas que sostienen un aparato propio que puede aplastar al rival, en realidad se le ha sacado la legitimidad al pueblo, ya no es este quien elige, la legitimidad pasa a sustentarse en la propia capacidad del político de gestionar sus medios e instituciones a su favor.  Y cuando el político no necesita al pueblo, no tiene la obligación de gobernar en su beneficio.

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