Cultura
Robin Wood, el “paragua muerto de hambre” que estudiaba a la civilización sumeria
En la Biblioteca y Archivo Central del Congreso de la Nación se presentó ayer el libro “Robin Wood: el escritor paraguayo más leído en el mundo”, de Andrés Colmán Gutiérrez. Publicado por el Centro Cultural de la República El Cabildo y Servilibro, la obra es parte de la colección “Creadores del Bicentenario”. Aquí compartimos uno de los capítulos, en exclusiva para nuestros lectores.
Robin Wood a inicios de su carrera como guionista. Cortesía
—¿Qué carajo haces, leyendo un libro sobre la antigua Sumeria?
La voz seca y estruendosa sobresaltó a Robin. Se encontraba sentado a una mesa, en la cafetería de la Escuela Panamericana de Arte, muy concentrado leyendo un libro titulado La historia empieza en Sumer, mientras esperaba el horario de la clase siguiente, cuando alguien lo interrumpió.
Se fijó en la persona que le había hablado. Ya lo conocía. Uno de sus compañeros le había contado que se llamaba Luis Lucho Olivera, que era un muy buen dibujante correntino, que ya publicaba sus dibujos en la revista Vea y Lea y en las publicaciones de historietas de la Editorial Columba.
A Robin le extrañaba que, siendo ya todo un profesional, asistiera como alumno a la misma escuela de dibujo a la que él se había matriculado para intentar tener un oficio, a pesar de que uno de sus profesores le había dicho que dibujaba horriblemente mal y que mejor debía hacerle un favor al arte, dejando de acudir a clases.
—Me apasiona mucho todo lo que tiene que ver con la primera civilización humana, donde se escribió el primer poema sobre el rey inmortal Gilgamesh —le respondió Robin.
—¡Qué curioso! —le respondió Lucho—. Probablemente sos el único otro boludo en toda Buenos Aires a quien le atrae la civilización sumeria.
—¿Por qué? ¿Hay otro boludo a quien también le atrae este tema? ¿Quién es?
—Soy yo. También soy un fanático de la antigua Sumeria.
—Me llamo Robin Wood.
—Yo soy Lucho Olivera.
—Encantado. Sos el correntino que dibuja historietas en las revistas de Columba. ¿Qué hacés en esta escuela?
—Y vos sos el paragua que dibuja horrible… pero dicen que escribís muy bien.
Desde entonces, todas las tardes se juntaron a charlar sobre la sumeriología, los antiguos guerreros, las primeras formas de gobierno, las primeras escrituras en arcilla, Gilgamesh, Upnapistim, las blancas ciudades de piedra llamadas Uruk, Lagash, Nippur.
Robin vivía en un cuartucho alquilado en Retiro, con su amigo Juan el Negro y otros tres obreros, en donde preparaban lo que podían comer en una cocinita a alcohol. El paragua había conseguido empleo en una fábrica de cintas adhesivas, en donde trabajaba entre ocho a diez horas por día, ganaba una miseria y el queroseno que usaban en las impresiones le quemaba el rostro. Con lo poco que pudo ahorrar se pagaba las cuotas de la escuela de dibujo, pero a veces no le alcanzaba y pasaba semanas sin poder asistir.
—¿Sabés, Robin? Estoy cansado de los guiones mediocres que me dan en Columba —le dijo Lucho una tarde—. ¿Por qué no me escribís algo bueno? Hacé una historia de un guerrero en Sumeria.
—No sé cómo se hace un guion de historieta —le respondió Robin.
—Ah, yo te muestro.
Lucho le explicó cómo hacer los textos, los diálogos, las indicaciones para los dibujantes.
A la noche, en la mísera pensión, mientras sus amigos dormían, a la luz de una lamparita, el paraguayo escribió tres relatos en un cuaderno. Primero, la historia de un pelotón alemán en la Segunda Guerra Mundial, al que tituló Aquí la retirada. Luego, una historia de espionaje en la guerra fría, El espía maestro y yo. La otra historia, mucho más extensa, era la que le había pedido especialmente Lucho, la de un guerrero en la antigua Sumeria, general al servicio de un Rey que sufre una traición y es desterrado de su ciudad.
¿Qué nombre ponerle? “Ah, ya sé. Lo hago nacer en la ciudad llamada Nippur, donde nació su padre, de la que toma el nombre y lo hago vivir en otra, Lagash. Se llamará Nippur de Lagash”, se dijo a sí mismo. Finalmente eligió el título: Historia para Lagash.
Al día siguiente pidió prestada una máquina de escribir a Roberto Zappetti, el ex amante de su madre y pasó en limpio los tres guiones. Esa noche fue a la escuela y se los entregó a Lucho.
—Perfecto. Se los mostraré a los capos de la Editorial. No te prometo nada. Son ellos los que deciden si se publican o no —le dijo el dibujante, sin darle muchas esperanzas.
A las pocas semanas, Robin se quedó sin dinero para seguir pagando las cuotas y se vio forzado a abandonar las clases. Lucho preguntó por él, pero nadie sabía dónde ubicarlo. Su amigo no le había dejado ninguna dirección en donde contactarlo.
—¿Dónde diablos te metiste, Robin Wood?
Un día de lluvia y sin pasaje para el ómnibus
Una lluviosa mañana de abril de 1967, Robin Wood llegó tarde a la fábrica de cintas adhesivas en Martínez, en donde trabajaba, y Simón, el capataz, se negó a dejarlo pasar.
—Por favor, no tengo plata ni para el pasaje de regreso —reclamó el paraguayo.
—No es mi problema. Mañana, llegá más temprano. ¡Chau!
Sin más opción, Robin echó a caminar bajo la lluvia, con actitud de tristeza y derrota. Era una distancia enorme hasta el cuartucho que compartía con otros cuatro compañeros, en la mísera pensión de Retiro. Le iba a llevar muchas horas poder llegar hasta allí. Bajo el brazo, envuelto en papel diario y atado con un piolín, llevaba el uniforme de la fábrica, convertido en un estropajo que chorreaba agua.
Cuando la lluvia se hizo más fuerte, Robin buscó refugio bajo el toldo de un puesto de libros y revistas, localizado en una vereda. Allí, mientras aguardaba que escampe, se fijó en una de las revistas que estaban ofrecidas a la venta y se puso a hojearla. Un detalle le llamó la atención. Se trataba de la revista D’artagnan número 151 y en el índice se anunciaba: “Historia para Lagash, por Robin Wood”.
—Pero… ese es mi nombre. ¡Publicaron mi relato!
Al verlo tan entusiasmado, el dueño del local le reclamó:
—¡Che, pibe! ¡Esto no es una biblioteca pública! Si no vas a comprar la revista, dejala. No se permite leer gratis.
—¡Es que publicaron una obra mía! —explicó Robin.
—¡Andá a inventar otra excusa!
—Solo déjeme anotar la dirección de la editorial. ¿Tiene un lápiz? Sarmiento 1889, ¿sabe dónde queda?
—¡Qué sé yo! ¡Rajá de aquí!
Con el paquete de su uniforme chorreando agua bajo el brazo, Robin se puso a caminar, preguntando dónde quedaba la calle Sarmiento. Esta vez, las gotas de agua ya no tenían un sabor a tristeza y derrota, sino a estallidos de feliz curiosidad.
Un largo rato después, llegó hasta un edificio en Sarmiento 1889, a pocas cuadras del local del Congreso Nacional. Un cartel indicaba que la Editorial Columba ocupaba cinco pisos. Subió al primer piso y le dijeron que debía acudir hasta la administración, en el quinto. El paquete con su uniforme seguía chorreando agua por todo el trayecto. Al verlo aparecer, la recepcionista, Teresita Murray, se alarmó. Por la facha del recién llegado, temió que se trate de un mendigo que venía a pedir comida y que podía robar algo.
—Señor… ¿qué necesita?
—Me llamo Robin Wood.
—Sí, ¿y…?
—Es que publicaron una obra mía en una de sus revistas y quisiera ver qué debo hacer.
—¿En serio…? A ver, espere un momento.
Ella guardó las cosas de valor que había sobre el escritorio y fue hasta una oficina contigua. Luego regresó, seguido de un hombre trajeado, con pinta de ejecutivo. Era uno de los jefes, Jorge Vasallo.
—Disculpe, ¿usted dice que se llama Robin Wood?
—No lo digo. Ese es mi nombre.
—¿Tiene algún documento?
Robin le pasó su cédula de identidad. El hombre lo examinó detalladamente.
—¡Caramba…! Entonces, usted es Robin Wood.
—Es lo que les estoy diciendo, hace rato.
—Por favor, sígame.
En su oficina, Vasallo lo invitó a sentarse. Robin dejó el paquete de su uniforme mojado sobre una mesita.
—Caramba, no creíamos que usted exista realmente —le explicó el ejecutivo—. Creímos que Robin Wood era solo un seudónimo que inventó Lucho Olivera para sus nuevas historietas, ya que él nos dijo que no sabía en dónde encontrarlo a usted. ¿Se llama así, realmente?
—Ha visto mi documento.
—Sí, sí. Es increíble. Es que parece un seudónimo. Los tres relatos ya los hemos publicado. Nos han gustado mucho. Especialmente ese del guerrero sumerio. Dígame, ¿piensa seguir escribiendo guiones de historietas?
—No lo había pensado, pero sí, puedo hacerlo. Sobre todo, si me van a pagar.
—Por los que ya hemos publicado, le pagaremos doscientos pesos.
“Es mucho más de lo que gano en un mes”, pensó Robin.
—¿Doscientos pesos por los tres guiones?
—No, por cada uno.
—¡Wow…! ¿Quiere que escriba otros más? ¿Cómo los quiere?
—Siga con ese guerrero sumerio y tráigame los que se le ocurra. Le compraremos todo.
—Perfecto, mañana le traigo más.
—¿Tan rápido? Está bien, le espero.
—Muchas gracias… ¿y cómo hago para cobrar por los ya publicados?
—Ah, baje al tercer piso y muestre su documento. Le estarán esperando para pagarle.
—Muchas gracias. Entonces, me voy.
—Señor Wood, no olvide su paquete.
Se estrecharon las manos y Robin bajó a la caja, tras recoger el paquete mojado. Un empleado le pidió su cédula y le dijo que espere.
—¡Robin Hood!
—Eh, no… Wood, Robin Wood.
—Firme aquí. Le entrego su cheque.
Robin miró el papel, extrañado.
—¿Nunca cobraste un cheque? —le preguntó el empleado—. Mirá, es fácil. Salí afuera, cruzá la calle y verás el Banco de Londres. Acercate a la caja, mostrale al cajero tu documento y dale el cheque, él te dará el dinero.
—¡Ah, muchas gracias!
—¡Y no te olvides de llevar tu paquete, que está chorreando por toda la oficina!
Robin pudo cobrar el cheque. El cajero le puso los billetes en una bolsa de papel. Al salir, lo primero que hizo fue dejar el paquete del uniforme mojado en un cubo de basura. Era un simbólico adiós a la fábrica. Luego, se dirigió al afamado restaurante El Tropezón, que quedaba en las cercanías. Tenía mucha hambre, hacía días que comía muy poco y mal.
Los mozos que lo vieron entrar se alarmaron.
—¡Cuidado, Jorge! Está entrando un linyera —alertó uno de ellos.
El paraguayo pidió “mesa para uno, por favor”.
—Esteee… ¿Cómo pagará la cuenta, señor? —le preguntó uno de los mozos, con desconfianza.
Robin le mostró un fajo de billetes. Fueron tres mozos los que se desvivieron por atenderle. Desde entonces, cada vez que cobraba por sus guiones, el escritor iba a almorzar en El Tropezón, como un ritual.
El éxito que le cambió la vida
Aquel fue el inicio de un radical cambio. El “paragua muerto de hambre” descubrió que los relatos que escribía eran apreciados y bien pagados. Dejó la mísera pensión, alquiló un departamento, consiguió una máquina de escribir y empezó a crear historias y personajes, a entregar guiones unos tras otros.
Dio continuidad a la historia del guerrero sumerio Nippur de Lagash, con dibujos de su amigo Lucho Olivera. Creó su propia versión del agente James Bond, el romántico espía irlandés Dennis Martin, con dibujos de Lito Fernández; el duro detective Big Norman con dibujos de Horacio Altuna; Jackaroe, el cowboy taciturno criado por los apaches, con dibujos de Dalfiume, y la serie humorística que fue un verdadero suceso, Mi novia y yo, con dibujos de Carlos Vogt, en donde Robin se caricaturizaba a sí mismo en el personaje de Tino Espinoza y su entonces novia Poppy Andersen, además de incluir también como personajes a su recordado perro Tom, al dibujante Vogt y a todos los integrantes de la Editorial Columba.
Las cuatro revistas de la editorial Columba (El Tony, D’artagnan, Fantasía, Intervalo) empezaron a incrementar sus ventas con las obras del paraguayo. Tanto era el éxito en calidad y cantidad de su producción, que los directivos de la empresa le pidieron que se invente seudónimos para que los lectores no crean que era el único autor. Entonces, Robin empezó a firmar también como Mateo Fussari, Robert O’Neill, Noel McLeod, Roberto Monti, Joe Trigger, Carlos Ruiz, Cristina Rudlinger, Tino Espinoza.
Al cabo de dos años, tras ganar una buena cantidad de dinero con sus guiones, Robin decidió viajar y conocer el mundo.
—¿Te vas de viaje…? ¿Cómo…? ¡Si estás en el mejor momento de tu carrera! —le reclamó el jefe de arte, Antonio Presas.
—Estuve todos estos años preso en una fábrica —le explicó Wood—. Quiero conocer el mundo. Me compré una máquina de escribir portátil y mandaré guiones por correo, desde cualquier lugar. ¡Ustedes me enviarán el dinero!
—Nunca hemos aceptado una situación así. Necesitamos tener a nuestros escritores cerca.
—Si quieren seguir contando con mis guiones, tendrán que aceptarlo. ¡Yo me voy…!
El paraguayo compró un pasaje en el carguero italiano Calasetta, que partía rumbo a Nápoles, desde Buenos Aires. Extasiado ante el horizonte de mar y cielo, escribía sus guiones a mano, con un bolígrafo, en un cuaderno escolar, luego los pasaba a máquina para despacharlos por correo a Buenos Aires, desde el primer puerto.
Desde Italia viajó por toda Europa, para luego seguir a otros continentes. Escribía en los hoteles, en los bares, en los cafés, en los parques, siempre a mano en un cuaderno, para luego pasarlos en limpio y despacharlos a Columba, avisando en qué ciudad próxima iba a estar, para que le giren el dinero.
Islas Canarias, Marsella, Nápoles, Lucerna, Ginebra, Milán, Roma, París, Madrid, Barcelona, Marbella, Moscú, Siberia, Hong Kong, Pekín, Hiroshima, Tel Aviv, Jerusalén. Cada rincón del mundo era un territorio de aventuras. Romances fugaces. Historias que inspiraban nuevos relatos, nuevos personajes. Así llegan el monje karateca Harry White (dibujado por Mangiarotti), Los amigos (con Macagno), Los aventureros (con Gómez Sierra), una nueva versión de Big Norman (con Haupt), el disparatado agente secreto Pepe Sánchez (con Vogt), Aquí, la Legión (con García Durán).
En 1974, la periodista Helena Goñi, de la revista argentina Gente, se puso en contacto con directivos de la Editorial Columba, con un pedido:
—Quiero entrevistar a los tres escritores de historietas más exitosos que publican con ustedes: Robin Wood, Robert O’Neill y Roberto Monti.
El jefe de arte, Jorge Vasallo, le respondió:
—Tengo para usted una buena y una mala noticia, señorita. La buena es que le ahorraremos trabajo, ya que los tres autores son una sola persona: Robin Wood. La mala noticia es que no sabemos en qué parte del mundo se encuentra actualmente.
Meses después, Robin regresó a Buenos Aires y Helena pudo hacer su gran reportaje, el primero que revelaba a los lectores el gran éxito de un escritor de historietas.
* Andrés Colmán Gutiérrez es periodista, escritor, guionista. Fue presidente de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP).
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