Cultura
El funeral de Gregorio Samsa
2024 fue el año del centenario de Franz Kafka. Lo recordamos con este relato sobre el inolvidable y extraño personaje que el escritor supo crear.
Cortesía
La mayoría de la gente sabe que Gregorio Samsa experimentó una metamorfosis. De la noche a la mañana se transformó en insecto, un término medio entre cucaracha y escarabajo. Desde la transformación, su vida fue tornándose muy difícil, tanto que finalmente murió de inanición.
Cuando su hermana, padre y madre descubrieron el hecho se sintieron culpables, pero finalmente, muy aliviados y en una especie de rito espontáneo, se encerraron en una habitación a escribir cartas para comunicar a sus respectivos lugares de trabajo que ese día faltarían.
¿Qué pasó con el cadáver de Gregorio? ¿Dónde lo sepultaron, cómo se deshicieron de su cuerpo de insecto? Gertrud, la última empleada de servicio que pudo contratar la familia, fue quien se encargó –sin que nadie se lo pidiese– de deshacerse del incómodo cadáver. Hasta en la muerte, Gregorio fue una molestia para su familia.
Gertrud, era una mujer de 60 años que ya no se esforzaba de más, por eso cobraba relativamente poco por su trabajo. Realizando las tareas de limpieza, fue la primera en darse cuenta de que Gregorio había fallecido. Minutos después de que la familia se encerrase en la habitación matrimonial tras ver el cadáver, la empleada oyó que llamaban a la puerta. Abrió y se encontró con su vecino, un señor de tez morena, contextura fuerte, ojos claros y un aspecto de pobreza que se adhería a su presencia.
Su nombre era Hermann, un hombre de 45 años que mantenía una familia con esposa, cuatro hijos y una abuela. El hijo mayor trabajaba, su mujer lo hacía ocasionalmente y la abuela cobraba una pequeña pensión de por vida. Pero el dinero no alcanzaba, apenas podían con el día a día.
Para empeorar la situación, Hermann, había quedado fuera de la fábrica donde –por lo menos– le pagaban algo miserable pero seguro. Por eso, ahora, llamaba a la puerta de las casas, tirando de un carrito de madera acondicionado para transportar cosas de mediano tamaño, ofreciendo sus servicios para deshacerse de lo inservible a cambio de una propina.
—No sé, si la familia le puede dar algo, es muy miserable, pero, en fin, pase y vea lo que tiene que llevarse. Es algo extraño, dijo Gertrud a su vecino.
El señor entró tímidamente, siguiendo a la empleada, mientras esta le relataba brevemente cómo el hijo mayor del infortunado matrimonio había amanecido un día convertido en cucaracha.
Llegaron a la bodega y el señor pudo ver el cuerpo descuidado de Gregorio. Quedó absorto, casi como en trance. Después de varios segundos, dijo:
—Este es el cadáver de un santo, no puedo cobrar nada; estoy pagado de sobra si tengo el honor de llevármelo.
La empleada se echó a reír y dijo:
—Le aseguro que la familia estará encantada. Espéreme un momento, por favor.
La mujer fue a la habitación a contarle a los dueños de casa. Volvió pronto y con cara de fastidio le dijo al hombre:
—Llévese rápido a su santo, señor, en esta familia no tienen idea de lo que significan las buenas costumbres y el agradecimiento.
Hermann tomó el cuerpo con un cuidado ceremonial y un respeto que solo los humildes son capaces de entregar. Depositó el cadáver en su carro y se lo llevó a casa; la abuela sabría cómo hacer el funeral del santo.
Su abuela era egipcia. Cuando tenía apenas 15 años, sus padres la vendieron, junto con su hermano de 12, a un navegante holandés que necesitaba personal para la cocina y la limpieza de su barco mercante. Los hermanos valoraron el hecho de tener hasta cuatro comidas diarias, se apoyaron mutuamente y de a poco se fueron ganando el respeto de la tripulación. Prácticamente, vivieron su juventud entre el barco y ocasionales habitaciones misérrimas en los puertos de Róterdam y Alejandría.
A los siete años de haberlos comprado, el holandés murió y les dejó un pequeño baúl con algunas monedas de plata y papeles que atestiguaban que los había adoptado. Los hermanos se quedaron en Róterdam, trabajando siempre en el rubro de la alimentación. Pasaron muchas cosas, maduraron en el rigor de la sobrevivencia, sirvieron en distintos restoranes y barcos, conocieron el mundo, se separaron. Hoy, la otrora niña era una anciana que vivía relativamente tranquila con su nieto y sus bisnietos.
Aisha Van de Meer era una abuela cariñosa. Había criado a su nieto en la fe del Islam, pero con un sedimento muy particular de la antigua religión egipcia. Por eso Hermann, apenas observó el cuerpo de Gregorio, lo identificó como un santo convertido en escarabajo. Luego, lleno de solemnidad, dejó el cadáver sobre la mesa de su modesta morada y fue a buscar a su abuela, que tejía tranquila en la habitación, Aisha quedó conmovida y agradeció a Alá por permitirle ver un santo antes de morir.
—Tita –le preguntó el nieto–, la vecina me dijo que se había transformado durante el sueño. ¿Qué significa eso?
—Significa, querido hafi, que él mismo no sabía que era un santo. A veces sucede que la vida te lo oculta, pues el don que Dios le otorgó a esta persona es para sanar a los demás en sueños, mientras duermen.
En eso llegó a casa el hijo mayor de Hermann, un mocetón de 17 años. Vio el cuerpo sobre la mesa y exclamó.
—¡Por Dios!!! ¿Qué es esta asquerosidad? ¡Un cucaracho gigante!
Hermann le dio un vigoroso sopapo en la cabeza y le increpó.
—Ten más respeto, bani. Para empezar, no es una cucaracha, es un escarabajo, sus antenas son cortas. Además, las alas están cubiertas por una capa dura y transparente. Este es el cuerpo de un santo, bani.
El joven miró a su tita, y la abuela confirmó con un severo gesto de respeto.
El sepelio
Entre las cosas que no había logrado vender, Hermann tenía un féretro. Lo reparó a la medida de Gregorio, lo pulió magistralmente y, la verdad, fue la mejor habitación que tuvo el infortunado santo después de su metamorfosis.
La tita, Aisha, preparó todo para el funeral: sobre la mesa puso un paño de seda granate; arriba de este, la tumba de Gregorio con su cuerpo a la vista, magníficamente seco y conservado, cubierto de un ligero polvo de cal y pétalos secos de flores amarillas y azules. A la cabeza de la tumba una vela, a los pies un incienso, ambos constantemente renovados.
En el barrio se corrió la voz de que se estaba velando a un santo. Durante dos días la gente acudió a cantar, rezar e implorar algo de fortuna para sus misérrimas vidas. La tita dirigió cantos árabes bellísimos que la gente seguía espontáneamente con diversos grados de inspiración.
Al segundo día, de la nada, llegó un funcionario del gobierno que ofreció un sitio en el cementerio de la ciudad, exento de todo pago. Al tercer día, cerraron las puertas del hogar y durmieron todos durante la mañana, la tarde y la noche, cansados del ajetreo, pero satisfechos. Cada uno de los asistentes dejó alguna moneda, así que podían sobrevivir tranquilos durante un mes.
Cuando despertaron, Hermann, su esposa, su hijo y sus tres hijas se dieron cuenta de que la tita había muerto y que sobre sus pálidos labios había un pequeño escarabajo seco de un color azul rojizo. Acto seguido, todos, en una especie de hechizo post sueño, fueron a la tumba de Gregorio y vieron como su cuerpo se había trasformado en el de un ser humano, un joven alto y delgado.
Sin embargo, nadie de la familia se sorprendió o se puso triste, pues todo aquello ya lo habían soñado.
Nota: Agradezco a Franz, Arandú, Mateo y Christian por activar el deseo de componer este escrito.
* César Zapata Cerezo es profesor de estado en Filosofía y magíster en la misma especialidad. Es escritor de narrativa, poesía y ensayo filosófico; conductor radial y diplomado en hipnosis ericksoniana. De nacionalidad chilena, reside hace 12 años en Asunción. Sus dos últimos libros, publicados por Arandurá, son El principio de irrealidad (2018) y Ética para Arandú y Jerutí. La inflación de las ventanas (2024).
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23 de diciembre de 2024 at 21:18
Y la historia de Gregorio Samsa continuó así de interesante…Muchas gracias profesor por este entretenido relato del funeral de Gregorio Samsa, no sé si Franz Kafka se le habrá olvidado ese detalle tan importante.