Cultura
“La danza de los mitos”: Dibujos y pinturas de Ogwa y Salmi López Balbuena
Salmi López Balbuena (1982), nieta de Ogwa, transita hoy las calles polvorientas de Puerto Diana. Ella aprendió a dibujar con él, al tiempo que oía sus relatos sobre dioses y chamanes. De hecho, sus primeras obras recuerdan ciertos patrones estéticos ligados a los de su abuelo. No obstante, con el tiempo fue adquiriendo una mirada propia, sin desatender los relatos y las tradiciones ligadas al universo espiritual y religioso de los ishir.
Salmi López Balbuena, de la muestra "La danza de los mitos" © João Liberato
El pasado es una profundidad en la que la leyenda se limita a un grito.
Si se la compara con la experiencia humana, la era cristiana es una pestaña caída del ojo del tiempo.
Pascal Quignard
Y el silencio que rodea las palabras siempre se encuentra cargado de imágenes.
Ticio Escobar
El Dust Devil atraviesa erráticamente la calle principal de Pohir Kahir (árbol labón), empujado por los calurosos vientos que llenan el fin de la tarde en la pequeña comunidad ishir. Si bien, estas “palabras antiguas” nombran aún para la memoria colectiva de la comunidad aquel lugar ubicado en los confines del Gran Chaco paraguayo, la anacronía pronto se deshace junto al endemoniado torbellino de polvo, que se pierde entre los árboles que separan el caserío del río Paraguay. De pronto, como en un espejismo roto por los últimos rayos del sol, el lugar adquiere otro nombre, ya no más ishir. Ahora se llama Puerto Diana.
En el tiempo primero, las palabras fueron instituidas por la gran diosa Ashnuwerta y por los Anabsoro, los dioses que emergieron de la tierra y del río, trayendo “la cultura”, como a veces denominan los ishir a sus rituales. Todo aquello que es nombrado por esas palabras antiguas, está profundamente tocado por un sentido otro, uno que a los occidentales para siempre se nos escapa. Incluso la imagen, pues como en muchas culturas, los ishir se valen de ambas -palabra e imagen- para expresar las diversas formas de lo sagrado.
Aquellos dioses, al crear la palabra, propiciaron la expresión del mito fundacional de su sociedad. Faltaba sólo hacerlo visible, convertirlo en imagen a través del rito. Pero, como dice Ticio Escobar, tanto uno como otro (mito y rito) operan a su manera “…y desde sus recursos retóricos propios: trabaja uno las palabras y el otro maneja las imágenes. Por eso cada cual por su lado sugiere trasfondos diferentes”. De ahí la extremada complejidad del abordaje.
La llegada del hombre blanco trajo consigo la apropiación de sus tierras y el intento de abolir las palabras y las formas antiguas. Un etnocidio lento y silencioso. A pesar de esto, algunos ritos, especialmente el Debylyby, la gran ceremonia ishir, aunque agonizantes en sus energías y colores, sobrevivieron, casi a escondidas, primero en el corazón de la selva chaqueña, y posteriormente recuperados en algunas comunidades ebytoso ribereñas del Alto Paraguay, donde la evangelización cristiana fundamentalista venía desde hacía tiempo causando los estragos de la aculturación, entre otras calamidades.
Desde entonces, cada tanto, los dioses vuelven a ser visibles a través de los hombres que representan/encarnan la potencia numinosa de sus voces, de sus sonidos y el fulgor de sus formas extraordinarias. Aparece entonces la verdad sagrada como un relámpago, e ilumina –a veces aunque no sea más que por un instante– la escena primigenia.
A Ogwa (ca. 1937-2008), bautizado por los blancos como Flores Balbuena, le tocó sobrevivir entre esos mundos tan alejados uno del otro: el de las antiguas formas que conectaban a los ishir con los seres de la Tierra y del firmamento; y un nuevo mundo sometido, explotado hasta el agotamiento por un neocolonialismo extractivista, sin precedentes en aquel territorio.
Como informante de la gran antropóloga Branislava Susnik y de otros estudiosos de la cultura ishir, entre mediados y fines del siglo pasado, tuvo la importantísima tarea de transmitir las historias y las prácticas que revelan la riquísima cosmogonía, que además sostienen el complejo tejido social y cultural de su pueblo. Y lo hizo tanto a través de detallados relatos orales como por medio de exquisitos dibujos, siendo su caso, en palabras de la antropóloga Ana María Spadafora, “la primera expresión plástica figurativa de un pueblo cuyas manifestaciones creativas tradicionales se cifraron en motivos abstractos y ligados a la pintura corporal” . La sofisticación formal de sus dibujos –y de los relatos contenidos en ellos–, finalmente determinaron que su obra fuese aceptada por los cánones del circuito del arte occidental, ya no como parte de archivos de memorias o de informes etnográficos, sino como expresión artística por derecho propio. Nos queda un legado extraordinario, invaluable a la fecha de hoy.
Salmi López Balbuena (1982), nieta de Ogwa, transita hoy las calles polvorientas de Puerto Diana. Ella aprendió a dibujar con él, al tiempo que oía sus relatos sobre dioses y chamanes. De hecho, sus primeras obras recuerdan ciertos patrones estéticos ligados a los de su abuelo. No obstante, con el tiempo fue adquiriendo una mirada propia, sin desatender los relatos y las tradiciones ligadas al universo espiritual y religioso de los ishir.
Entre sus pinturas recientes, cargadas de dramatismo, de movimiento y de colores intensos, han comenzado a aparecer en su repertorio potentes representaciones monocromáticas de chamanes, de aquellos que viajan a través de la noche de los tiempos hacia los confines de la Tierra. Salmi, al igual que su abuelo, se vale de la imagen para evitar que, como el Dust Devil, el gran remolino mítico creado por los dioses, al nacer de la tierra, se desvanezca en el viento y en el olvido.
* Fernando Allen y Fredi Casco son los curadores de la muestra “La danza de los mitos”: dibujos y pinturas ishir de Ogwa y Salmi López Balbuena, habilitada hasta el 27 de julio en Galeria Estação, São Paulo.
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