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Cultura

Esa extraña noche sigue estando

Portada del libro de Giusseppe Gatti Ricciardi, publicado por Editorial Rosalba. Cortesía

Portada del libro de Giusseppe Gatti Ricciardi, publicado por Editorial Rosalba. Cortesía

Quizá no sea descabellado afirmar —para ponerlo en términos del filósofo británico Mark Fisher— que lo raro y lo espeluznante (más allá de lo siniestro) son divisas comunes a los siete cuentos que configuran Estaba aún la noche (2024), de Giuseppe Gatti Riccardi (Roma, 1970). Una marca epocal, por lo demás, presente en diversas literaturas, a veces como un orientalismo gótico de dilatada tradición, otras como una fábula de la subjetividad y de la autoficción muy contemporáneas.

Utilizo adrede la palabra divisa, para acentuar el peso (audio)visual que también domina estos cuentos. El sentido etimológico de esta voz castellana nos habla de algo que, entre los pares, se distingue por la vía de la separación, de la división. El lingüista español Joan Corominas emparenta el término con el antiquísimo y desusado “divieso”, es decir, con un forúnculo, un absceso doloroso: aquella excrecencia podrida de la carne que se aparta de ella para dejarla sanar (o no). En síntesis, lo raro y lo espeluznante gobiernan estos relatos distinguiendo, señaladamente, personajes y contextos, rotulando su carácter singular y a menudo enfermo, según las fuertemente visuales fantasías (no en sentido obviamente de subgénero) que entraña cada una de las historias de Gatti Riccardi.

Fisher entiende lo raro y lo espeluznante como “la fascinación por lo exterior, por aquello que está más allá de la percepción, la cognición y la experiencia corrientes”, pero que no necesariamente tiene que ver con el terror. Diría que tampoco tiene que ver con la experiencia audiovisual del miedo rutinario que nos provoca y nos ha legado el arte cinematográfico del siglo XX, un arte, por el contrario, y fértilmente relacionado con la propuesta literaria del autor, en el estilo y el contenido ominosos y deliberadamente ambiguos de Estaba aún la noche.

Digamos, entonces, que el cine y la música en el cine son, por ello mismo y sin contradicción, los medios metafóricos fundamentales por los que se expresa lo extraño, en ocasiones lo monstruoso, en la prosa de Gatti Riccardi.

En el segundo cuento, “El sonido y la promesa”, Laura debe poner música a una película, aunque “sospecha no poder nunca” escribirla “para tal espectáculo de desolación”. Dicho espectáculo es el del sexo por el sexo mismo, librado a una gratuidad rimbombante que peligrosamente linda con el tedio. “Quiero que haya kitsch y grotesco. Cumbia villera”, le pide el cineasta a Laura, un viejo amigo, para su visible producción de porno barato. Antes de pedirle que, para abaratar costos, se convierta además en actriz. En los labios, como dos hileras de gusanos del director pidiendo esto, se manifiesta lo extraño-musical, acaso aquel sonido que ella no podrá nunca traducir y es el que necesita la película: “un balbuceo de sílabas sin sentido”.

En “Guión para una noche”, el último cuento, a Alfredo le duele el oído y no es nada casual: parece que el productor siempre tiene que escuchar la lectura de guiones de película que le parecen demasiado caros para realizarlos. Esta vez escucha el que le lleva Helena (la “verdadera” historia del cuento), que habla de tres prostitutas inmigrantes (una uruguaya, una bosnia y una gallega, como en un multicultural chiste atroz) que deben prodigar por primera vez exóticos servicios sexuales al presidente de una entidad que el guion leído no da a conocer, pero que se adivina ominosa, acaso omnisciente. El presidente es aquí esa figura ausente siempre presente que gobierna el territorio de lo extraño, de lo exterior (el unheimlich freudiano que, precisa Fisher, es más que lo siniestro: “no sentirse en casa”) entre diferentes formas de hablar el español que tienen las prostitutas que, por definición, no se sienten en casa.

Hay regados de aquí para allá nombres de actores y actrices (Fred Astaire, Ginger Rogers, Michael Douglas, Charlize Theron, etc.) como símbolos, como amuletos, como tablas de salvación en el naufragio del sentido. Como si a través de la audiovisualidad de las estrellas y las historias del cine, no tanto de la literatura, fuéramos a reconstruir la civilización tras algún colapso bélico que amenaza o ya se ha cumplido. Tales los cuentos “El precio del prodigio” y “Esa oquedad”. En aquel —como la madre del niño que camina con el padre en un paisaje posapocalíptico, en La carretera (2006) de Cormac McCarthy, que inspiró una película homónima de 2009—, Leonor es una ausencia trágica que pesa sobre los personajes en un estado policiaco: es un des-madre. En este, el mundo de los videojuegos de guerra se confunde con el de la guerra de Ucrania, con el consumo de ácidos y los bad trips (malos viajes) en las raves (fiestas) de música electrónica: el profético escenario inicial del ataque de Hezbollah en Israel que dio inicio al genocidio palestino en marcha en la Franja de Gaza. Guerra de ficción y guerra real se superponen.

Por eso lo raro y lo espeluznante son también una forma del odio antiinmigrante en Estaba aún la noche. Aquí sí hablamos del miedo básico del viejo colonialismo y anticomunismo de rigor que profesan los “capitalistas del bien” en el cuento “Yo les explico”: solo les falta emocionarse hasta las lágrimas ante la visión de El nacimiento de una nación (1916) de D. W. Griffith o de los westerns de John Wayne. Aquí, bajo la forma de la transcripción de una sesión psiquiátrica ante una no menos ominosa comisión de investigación, una mujer va revelando las tendencias filofascistas y criminales de su familia millonaria del Canadá, admiradora impenitente de Silvio Berlusconi y Donald Trump, clasista y por ello con inclinación hacia los “más oscuros y más pobres” a la hora de descargar su furia violenta y homicida. Aquí también se adora a un actor y una película: al cínico Michael Douglas de Wall Street (1987), donde este define el “capitalismo en su máxima expresión” como el reino de lo subjetivo, como el dinero “que no se pierde ni se gana, simplemente se transfiere de una percepción a otra”. El Padre de la narradora se sabía de memoria la película de Oliver Stone.

En “Invención del ogro” y “Durante el vuelo” la enajenación que provoca el “no sentirse en casa” deviene bestiario feroz. En el primero, el emperador romano Tiberio le presta el nombre a “eso”: un caimán llanero que el narrador llama dragón, y que su (otra vez figura ausente) padre deja al hijo como memoria extraña antes de huir, cargada de una naturaleza jurásica, primitiva. En el segundo, Humberto es un joven obsesivamente estudioso del comportamiento de los insectos, sobre todo de las moscas: las primeras en presentarse ante la muerte. El macho de una especie, la Hilara sartor cuenta Humberto a sus amigos, presenta un “regalo” de seda a la hembra para que, mientras esta vuele feliz con el don entre sus patas, él aproveche el descuido y se aparee con ella. Aquí el caimán de la tortura y la mosca que inspira el asesinato son lo espeluznante. A este lo hallamos “con más facilidad en paisajes parcialmente desprovistos de lo humano”, según Fisher, donde se impone lo animal. Por eso también los paisajes de los cuentos de Gatti Riccardi están llenos de ruinas esplendentes, donde lo bestial y lo cadavérico acechan.

No es infrecuente que los personajes de Estaba aún la noche entiendan el mundo como un juego, donde el acto de narrar posterior es el único vestigio de racionalidad que queda del jugar. Por eso abundan los narradores —en las tres personas del singular— que cuentan escribiendo lo que les sucedió o leyendo lo previamente redactado, incluso para que se registre por escrito lo dicho como un documento de la verdad jurídica, como es el caso de la paciente siquiátrica de “Yo les explico”.

La rareza y lo espeluznante de un mundo de ambigüedades manifiestas y traumáticas es el terreno en el que se mueven las historias de este libro de Giuseppe Gatti Riccardi. Lo audiovisual (las tensiones entre la vista y el oído) funciona en ellas cual mojón orientador cargado de sentido, en medio de una proliferación ingente de imágenes y de ruido. Finalmente, Estaba aún la noche está acechado por un pesimismo epocal que algo tiene de piadoso y de heroico, a pesar de la “humanidad agraviada”, o justamente por ella.

 

* Blas Brítez es escritor y periodista, autor del volumen de cuentos La lámpara del lenguaje (2021).

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