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Cultura

“Los López”, un cuento de Javier Viveros

A pocos días del 1º de marzo, fecha que recuerda la trágica batalla que selló el fin de la Guerra de la Triple Alianza con la muerte de Francisco Solano López en Cerro Cora, reeditamos este texto de Javier Viveros que pone en boca de J. C. Roenicunt y Zenitram (anagrama del coronel Juan Crisóstomo Centurión) este relato de ficción.

Alfredo Quiroz. Proyecto “Reflexiones nocturnas”, 2018, foto-performance. Cortesía

Alfredo Quiroz. Proyecto “Reflexiones nocturnas”, 2018, foto-performance. Cortesía

A Rafael Mariotti

Por orden del mariscal morí centenares de veces, a mano de pelotones de fusilamiento improvisados a las apuradas, producto siempre de la cólera presidencial encendida de súbito por la razón más nimia. Recibí los cuatro fragmentos de plomo sincronizado frente a la entrada de mi carpa, bajo la sombra agujereada de un yvyra pytã de porte marcial, contra la pared de ladrillos de 30 centímetros del Estado Mayor, detrás de una carreta boyera en un campamento montado sobre la indiferencia cruel de la intemperie y a pocos pasos de un estero en la húmeda Ñeembucú. Era el propio mariscal quien dirigía los pelotones. Morí ejecutado por soldados sin rostro, siempre en número de cuatro, que me ultimaban inmisericordes —obediencia debida— con fusiles oníricos de intachable puntería. Así, mi principal preocupación durante el día se transmutaba en pesadillas abruptas que alteraban mi descanso y llenaban mis sueños de una sustancia viscosa cuyo principio activo era el temor a la muerte, que lograban despertarme ataviado de sudor y de temblores en las horas más silentes de la madrugada. Me ha acompañado toda la vida la idea de que los sueños no son más que transposiciones poéticas de los quebrantos de la vigilia, ficciones labradas por el cerebro con base en nuestros miedos e inseguridades; desde muy pequeño me figuré eso, porque tenía la capacidad de recordarlos con una claridad superior a la media; cada día, al despertar, me afanaba invariablemente en analizar el contenido vaporoso de mis sueños, en desarmarles la trama y descifrar los símbolos para intentar dar una explicación al origen de cada uno de sus componentes y, dicho sea con modestia, muy pocas fueron las ocasiones en las que no pude alcanzar una exégesis que me satisficiera por entero.

Escribo estas líneas en junio de 1870, en Río de Janeiro, entre las cuatro paredes en las que estoy recluido en mi calidad de prisionero de guerra. Desde aquí evoco a la patria, esa que está tan lejana, la patria a la que no pienso regresar, aunque me fuera permitido hacerlo. No volveré a ese lugar que está en manos de sus enemigos, con un ejército de ocupación que mancha el honor de mi tierra roja. Si recupero la libertad seré un Ulises que no retornará a Ítaca hasta que se hayan ido los pretendientes. Ignoro todavía si estas palabras que escribo a vuelapluma acabarán como una novela o si constituirán un libro de recuerdos. Lo que tengo decidido ya es que las publicaré bajo pseudónimo, porque las heridas de la guerra están aún demasiado frescas, todavía humea la sangre en los campos de batalla y dar a conocer estas memorias o reminiscencias históricas con mi nombre verdadero sería sólo hundir el doliente dedo en la llaga; el río sigue revuelto y el rencor tiene muy buena memoria. Para no enfrentar las consecuencias quizá Ulises deba publicar fuera de Ítaca, tal vez aquí mismo, en el corazón incinerable del imperio. El texto irá firmado por J. C. Roenicunt y Zenitram: J. C. por Juan Crisóstomo; “Roenicunt” es Centurión anagramado; y “Zenitram”, mi segundo apellido con lectura en espejo.

Alfredo Quiroz, de la serie "Reflexiones nocturnas", 2018. Foto-performance. Cortesía

Alfredo Quiroz, de la serie “Reflexiones nocturnas”, 2018. Foto-performance. Cortesía

Contra los pronósticos más optimistas, pude conservar la vida en la desigual guerra que mi patria libró durante cinco años contra las tres naciones que se coaligaron para borrarla del mapa, para que no quedase piedra sobre piedra, para convertir en humo y polvo toda la población paraguaya, para matar hasta el feto en el vientre de la madre. En esa guerra donde todo se perdió, menos la honra, sobreviví a las armas argentinas, uruguayas, a las de los brasileños rabilargos, a las paraguayas de los legionarios y, sobre todo, sobreviví a las que estuvieron siempre más cerca de matarme: los fusiles de los hombres del mariscal López. Vuelto de mis estudios en Europa, acompañé al presidente durante mucho tiempo. Trabajé primero en su biblioteca, me desempeñé luego como secretario de la Cancillería y, posteriormente, como traductor oficial del gobierno. Estuve a su alrededor durante la mayor parte del conflicto, fui su edecán a partir de Paso de Patria, y me convertí en alguien al que él podía encomendar las misiones que requiriesen más intelecto que arrojo. Llegué a su lado hasta la final batalla de Cerro Corá, donde me cupo defender la plaza al mando del batallón de rifleros. Padecí ese temor a la muerte y hubo momentos, mientras duraba la guerra, en que eran cuatro López distintos los que gritaban “fuego” en las horas truculentas del sueño. Cuatro diferentes López. Los otros, el mismo. Ahora que la pesadilla ha terminado, estoy en condiciones de revelar el secreto mejor guardado de aquel tiempo. Luego de nuestra resonante victoria en la batalla de Curupayty, el enemigo quedó severamente golpeado en la moral y en el amor propio; se detuvieron los grandes movimientos de tropas, reduciéndose las acciones a escaramuzas esporádicas. Un día, el mariscal presidente López me llamó a su puesto de comando. “Pase, Centurión, siéntese”. Estaba de muy buen humor: las victorias tienen esa virtud. Me felicitó por la escuelita que había montado en Paso Pucú (bajo aquellos naranjales impartí aromadas clases de gramática castellana, geografía, francés e inglés). “Necesito que ahora dirija usted otra escuela, con muchos menos alumnos”. Me refirió lo que ya todos sabíamos, que en su viaje a Europa él había visitado en Francia la corte de Napoleón III. “Pero no se trataba, en realidad, del emperador, sino de un doble”. El efecto que sus palabras surtieron en mí fue el asombro más químicamente puro. Contó que Madame Lynch le había hecho, ya en Paraguay, esa revelación, agregando que era vox populi en la corte la utilización de dobles por parte del sobrino del gran corso. “Alejandro Magno, Julio César, le Petit Caporal, George Washington… muchos grandes hombres de la historia han empleado dobles. He decidido que usted, capitán, que es una persona avispada, no en balde mi padre lo eligió para estudiar en Europa, dirigirá para mí la escuela de dobles”. Explicó después sus razones para cohonestar su fábrica de señuelos. Me ordenaba buscar, de manera silenciosa y discreta, entre la soldadesca, a varones que se parecieran físicamente a él y que los preparara para suplantarlo. Ciertamente, López no era afecto a participar de los combates sino desde la saludable distancia proporcionada por unos prismáticos. “Mi presencia en el campo de batalla será para el ejército mejor que cualquier salivada arenga, Centurión”.

Alfredo Quiroz, de la serie "Reflexiones nocturnas", 2018. Foto-performance. Cortesía

Alfredo Quiroz, de la serie “Reflexiones nocturnas”, 2018. Foto-performance. Cortesía

Órdenes son órdenes y a uno que es soldado no le queda más que obedecer. Pero dejo asentado que donde no hay voluntad ni libertad no puede haber responsabilidad. No cumplir el pedido habría significado caer en desgracia a los ojos de López, recibir la bolilla negra (o santo ) que lo convertía a uno en un paria al que todo el mundo rehúye incluso la mirada. Me puse en campaña de inmediato. Recorrí el campamento buscando varones que tuviesen un parecido físico con el mariscal a tal punto que pudieran ser confundidos con él. López era algo bajo de estatura, de cuerpo grueso y un andar lento con un movimiento especial que provenía de tener las piernas cortas y ligeramente encorvadas hacia atrás. Aunque la misión que se me encomendaba era difícil, no tardé en encontrar al primer candidato, en una formación general. Pedí al soldado que me acompañara y lo bauticé como López-1, para diferenciarlo del original: López-alfa. El sargento Cuatí llegó ese mismo día con otro candidato; aunque un poco más alto que el mariscal, López-2 tenía varias cosas a su favor, entre ellas, las grandes similitudes en el rostro (dejándola crecer, la barba cubriría la triangularidad muy marcada de su mandíbula). Y así empezó a funcionar la escuelita especial de dobles, con esos dos primeros estudiantes, a quienes expliqué el objetivo. Ambos se sintieron importantes por interpretar el papel del líder de nuestro ejército. “Les cambiaremos la vestimenta, el corte de pelo y la dieta”, les dije. Yo debía enseñarles a imitar los ademanes del mariscal, su voz, su manera de hablar y porte al caminar. Tenía que enseñarles a ser López-alfa. El primer paso fue alimentarlos en exceso para que ya a la distancia pudieran verse como su modelo, algo que ambos recibieron muy bien, porque la escasez de víveres se había hecho notar no mucho después de que el pendenciero Ares campamentara en territorio paraguayo. Debían parecerse físicamente a López-alfa, por lo que era preciso que aumentaran su peso en alrededor de 30 kilos cada uno. Les recalqué que el silencio respecto a la misión debía ser total. “Cualquier filtración acarreará problemas no sólo a ustedes, sino también a sus familias…”, les dije, compartiendo —aunque minimizada— la amenazante espada de Damocles que el mariscal había puesto a oscilar sobre mi cabeza al inferirme esta misión.

Alfredo Quiroz, de la serie "Reflexiones nocturnas", 2018. Foto-performance. Cortesía

Alfredo Quiroz, de la serie “Reflexiones nocturnas”, 2018. Foto-performance. Cortesía

No entraré en detalles acerca del aprendizaje de los dobles, sólo diré que hice todo lo que estuvo a mi alcance para que pudieran parecerse lo más posible a nuestro jefe. Cuando estuvieron listos, el mariscal decidió hacer la primera prueba. Llamó al general Díaz a una entrevista en la que López-1 lo suplantaría. López-alfa, cual Polonio, se ocultó detrás de unas cortinas para ser testigo privilegiado de la escena. Aquello no salió bien, pues ante la consulta, López-1 no supo dar instrucciones claras sobre lo que debía hacerse al día siguiente en el campamento, eso llevó al general a desenvainar el arma ante la sospecha de un fraude. Apareció López-alfa y felicitó a Díaz por su perspicacia. Me mandó a llamar enseguida. Se lo veía orgulloso del fracaso, porque para él era como subrayar que en el mundo había un único López y ese era él. “Tiene que intensificar las clases, Centurión. Enseñe a hablar a estos hombres, ilústrelos sobre el mundo militar”. “A su orden, mariscal”. Ya ni quiso poner a prueba a López-2, en la certeza de que el resultado sería similar o incluso peor. López-1 no duró mucho tras aquel primer intento fallido. Que el lector no crea que acabó fusilado por orden del mariscal; eso pudo haber pasado, pero no fue así. A López-1 se lo llevó —como también al admirado Natalicio Talavera— la epidemia de cólera que, en 1867, sin hacer distinción de nacionalidades ni uniformes, azotó aquel territorio en llamas. Ante los primeros síntomas, el mariscal se vio preocupado a tal punto que envió a su médico personal, el doctor Juan Vicente Estigarribia, para que atendiera a su primer doble. Pero no hubo salvación para López-1, falleció muy pronto, chupado por la enfermedad, nadando en un lecho de vómitos acuosos y torrentes diarreicos. La muerte de López-2 se dio al año siguiente, en la batalla de Ita Ybaté. Poco antes del combate, el mariscal hizo ejecutar a varias personas: su hermano Benigno, José Berges y Gumersindo Benítez, los generales Bruguez y Barrios, los coroneles Núñez y Alén, el obispo Palacios, el deán Bogado, el presbítero Bazán y a varias mujeres. La ruta que llevaba el ejército nacional iba sembrada de cadáveres de los que morían de hambre, de enfermedades y de otras causas nada naturales: la cantidad de paraguayos muertos por sus hermanos no paraba de crecer. Fue esa la época en la que soñaba casi a diario que era fusilado por el mariscal o por alguno de sus dobles, esos que yo podía distinguir a la perfección sin necesidad de que dijeran una sola sílaba. Pero continúo la ilación de mi relato. Fue en un enfrentamiento contra las tropas del general Mena Barreto que sucumbió López-2. Lo vi abrirse paso entre las nubes de encendidas balas, hasta que estas consiguieron telegrafiar varias heridas en sus extremidades inferiores. Rescatado y llevado al campamento, el cirujano inglés Skinner no tuvo más remedio que amputarle una de las piernas hasta la altura del muslo y hasta la rodilla la otra. Sin mayores medicinas para un tratamiento tan delicado, coloreado por la gangrena, en su lecho de enfermo, entre compasiones y lágrimas de los que allí nos hallábamos acompañándolo, López-2 dio su espíritu: quiero decir que se murió.

Con la pérdida de ambos López, parecía terminada aquella aventura de la escuela de dobles, hasta que inesperadamente, como en una epifanía, entró en escena López-3. Tenía un asombroso parecido físico con nuestro líder. Las malas lenguas decían que López-3 era un hijo bastardo del estanciero Lázaro Rojas, hombre de gran poder económico, padrino del mariscal. El nuevo doble, que había estudiado en Europa y era un hombre culto, aceptó complacido la misión. Aprendía muy rápidamente y, a diferencia de sus antecesores, tenía una gran habilidad para los discursos: hasta el tono de la voz era muy similar al del mariscal. El campamento se había estado moviendo a la par de los acontecimientos. Paso Pucú, San Fernando, Ita Ybaté, Azcurra, Caraguatay, San Estanislao, Curuguaty… La huida de nuestros perseguidores nos llevó hasta Amambay. El mariscal tenía a López-3 siempre a su lado (aunque supuestamente el edecán era yo). Sintonizaban. Aquiles reencontrado con Patroclo. El favorito había recibido incluso la cinta bicolor de la que alguna vez (nunca) pendería la medalla de Amambay. El presidente no perdía ocasión para felicitarme por tan excelente alumno.

Alfredo Quiroz, de la serie "Reflexiones nocturnas", 2018. Foto-performance. Cortesía

Alfredo Quiroz, de la serie “Reflexiones nocturnas”, 2018. Foto-performance. Cortesía

Cuando llegamos al paraje inmortal donde tuvo lugar el desenlace del gran drama de la guerra, un cacique de los caaynguá pidió hablar con el presidente. Aquel primero de marzo estábamos los tres en la tienda: López-alfa, López-3 y yo. Fue allí que, con mirada festiva, el mariscal pidió por favor a su doble que fuera él quien atendiera al cacique. Escuchamos la conversación. Varios oficiales estaban acompañando afuera al visitante, quien solicitó a López-3 que licenciara su ejército y que lo siguiera, con su familia y unos pocos soldados de escolta, pues él podría esconderlos en los cerros y así sus enemigos no los encontrarían jamás. El doble pidió algunas aclaraciones sobre el territorio en el que estábamos y dijo después que regresaría en un momento. Entró a la tienda. “Bien hecho”. El presidente lo felicitó y al instante salió a terminar el diálogo. López-3 y yo escuchamos que el mariscal agradecía al cacique la generosa oferta, y que la declinaba porque tenía ya decidido no esconderse ni escapar hacia Bolivia, sino pelear hasta morir. “Alea jacta est”, dijo y me hubiera gustado ver el efecto del latinajo en el rostro del líder indígena. Enseguida, un hombre al galope informó a López-alfa que el enemigo, muy superior en número, había conseguido ya forzar el paso tras matar a la mayor parte de los defensores. “¡A las armas todos!”, ordenó el mariscal y reingresó a la tienda presurosa. “Hora de irnos”, dijo a López-3. “Salga usted a enfrentarlos con el batallón de rifleros”, me ordenó. Todo se hizo aprisa. El presidente se montó en un cuadrúpedo bayo de muy visibles costillas. Me puse al frente de las pocas tropas famélicas y avanzamos contra la caballería enemiga que ya se disponía a destruir el campamento. En ese lance, una bala me atravesó la cara llevándose toda la dentadura de la mandíbula inferior derecha y de la superior izquierda. Mi lengua quedó partida por el medio con la punta pendiente de una membrana. Dirigiéndome hacia el cuartel general vi por última vez, a la distancia, al mariscal y a López-3, ambos iban en sus respectivos caballos; perseguidos por oscuros jinetes, se dirigieron como rayos hacia el curso de agua conocido como Aquidabán-Nigüí. En un momento, al mismo tiempo, tomaron direcciones distintas, escindiendo también la fila de sus perseguidores. Los pocos que en el desesperado campamento vieron cabalgar a dos López idénticos no tuvieron tiempo de sorprenderse, porque la vida estaba en peligro. He leído testimonios acerca de los minutos finales del mariscal: murió como un héroe, combatiendo cual asunceño Héctor. Yo fui hecho prisionero junto con otros pocos hombres que tuvieron la suerte de escapar a las lanzas, los sables, las balas y el ensañamiento. Vae victis. De Cerro Corá, el enemigo nos condujo hasta Villa Concepción y de allí me tuvieron en un barco que navegó después hasta el puerto de Asunción, fui luego llevado a Humaitá y terminé aquí como prisionero en Río de Janeiro, donde redacto estas líneas alimentadas por el vinagre de los recuerdos. Lejos de mi patria en ruinas, con el corazón destrozado, hay una pregunta que magnifica mi desventura taladrando mi cabeza como una caries metafísica: ¿fue realmente López-alfa el que mataron los brasileños en Cerro Corá?

 

Nota de edición: J. C. Roenicunt y Zenitram (anagrama de Juan Crisóstomo Centurión) es autor de Viaje nocturno de Gualberto o Recuerdos y reflexiones de un ausente, obra publicada por primera vez en 1877 y considerada la primera novela paraguaya. La misma inspiró la foto-performance Reflexiones nocturnas (2018), del artista Alfredo Quiroz, algunas de cuyas imágenes acompañan el presente relato de Javier Viveros. El presente cuento de Javier Viveros está incluido en su libro Páginas de hierro. Cuentos de la Guerra Guasu, publicado por la editorial argentina ConTexto.

 

* Javier Viveros es magíster en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad Nacional de Asunción y doctorando en Letras por la Pontificia Universidad Católica Argentina. Ha escrito novela, poesía, teatro e historieta. Fue finalista del Premio Internacional de Cuento “Juan Rulfo” en 2009. El PEN Club de Estados Unidos premió su obra Fantasmario en 2018, año en que recibió el Premio “Roque Gaona”. Recibió mención honorífica en el Premio Municipal de Literatura 2020. Es miembro de número de la Academia Paraguaya de la Lengua Española y académico correspondiente de la Real Academia Española. Es director de la editorial Rosalba.

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