Política
Comuneros del Paraguay, antecedente del 14 y 15 de Mayo (II)
Casa de la Independencia.
Por increíble que pueda parecer, una gran deuda que todavía tienen los historiadores contemporáneos del Paraguay es la de esclarecer -por medio de rigurosas investigaciones que produzcan nuevos conocimientos especializados- el origen, desarrollo, erradicación, y también el significado y trascendencia históricos del levantamiento comunero paraguayo, que en plena etapa colonial de la América española se atrevió a poner en práctica la tesis revolucionaria según la cual todo poder deriva de la soberanía del común o pueblo.
Ocurrió nada menos que antes de los estallidos y triunfos de las modernas revoluciones republicanas, la Americana (1776) y la Francesa (1789). En ambas realidades históricas tan diferentes, pero también protagonizadas por el “común o pueblo”, conducido éste por sus correspondientes líderes nacionales, desde luego. Con justa razón, nuestro gran poeta clásico y paraguayo, Eloy Fariña Núñez (1885-1929), en su monumental “Canto Secular”, escrito para la conmemoración del primer centenario de la Independencia Nacional, de la gesta de los comuneros dijo que fue la “Cuna de la libertad de América”. Tuvo y sigue teniendo razón.
El proceso histórico político de los comuneros, registrado en el Paraguay colonial, tras haber sido exterminado en sucesivos campos de batalla de la provincia, casi desapareció de la memoria nacional. Se trata de una real saga histórica y en modo alguno apenas de una antigua leyenda poética y tampoco es solo el relato de heroicas tradiciones mitológicas.
Como ha sido dicho en la primer nota de esta corta serie de dos artículos, la Revolución de los Comuneros del Paraguay tuvo experiencias locales previas, entre ellas las de los obispos franciscanos Tomás de Torre (primeras décadas del siglo XVII) y la posterior de Bernardino de Cárdenas, de mediados de esa centuria. Las luchas revolucionarias de los comuneros del Paraguay, propiamente, transcurrieron entre 1715-1735. En este último año los comuneros fueron derrotados en la batalla de Tavapy, por un ejército de cerca de 7 mil indios liderados por los jesuitas y a cuyo frente estuvo el gobernador de Buenos Aires, Bruno Mauricio de Zavala. En 1747, capitaneada por fray Juan José de Vargas Machuca, se produjo una última y muy efímera insurrección comunero-paraguaya que no demoró en ser exterminada.
La revolución comunera fue una muy rica experiencia libertaria, de naturaleza prerepublicana, de antes de la ilustración y de su Estado de derecho. En ella no existió el actor “ciudadanía” de las democracias modernas, lógicamente, pero sí una coalición de hecho formada por encomenderos y gentes de todos los estratos, desde los elevados hasta los subalternos, apoyados por sectores religiosos católicos (franciscanos, sobre todo), que enfrentaron al inmenso poder fáctico terrenal de los jesuitas del Paraguay y a sus soldados de las misiones, puestos al servicio de las autoridades del absolutismo español.
Esta tan rica veta de contestación al orden absolutista, en el Paraguay pos 1811 fue sepultada en el olvido y enterrada históricamente por la posterior tradición republicana y despótica –incluso hereditaria- que padecería el Paraguay entre 1814 y 1870.
Interpretación de Viriato Díaz Pérez
Las sangrientas represiones monárquicas a los comuneros, hasta derrotarlos y extinguirlos, es uno de los antecedentes de hecho en el despotismo imperante bajo la primera república, que merece ser estudiado, y que a partir de 1870 sobreviviría pero sin mayores estudios como una de las principales tradición histórico-políticas revolucionarias del Paraguay. Acerca de la trascendencia de los comuneros, el gran intelectual español-paraguayo y paraguayo-español, Viriato Díaz Pérez (“La revolución comunera del Paraguay y sus antecedentes hispánicos”, El Lector, Asunción, 1996, de esta edición 3.ª, autorizada por los herederos del autor), 132-133 y 143-144), escribió certeramente de manera castiza y en los siguientes términos:
“[…] La Revolución Comunera del Paraguay fue anterior a la de la Nueva Granada (Nota del Ed.: denominación en 1789 de la actual República de Colombia), e indudablemente, podría verse en ella la primera agitación americana liberadora: […] Fue de breve duración el movimiento de la Nueva Granada. Perduró a través de luengo período de tiempo el del Paraguay, que, desde 1723, persiste en ininterrumpida actividad, hasta la derrota de los Comuneros por Bruno Mauricio de Zabala en 1735; enorme interregno si se medita que la lucha se inicia henchida de violencia, como no se registran, acaso, otras en el pasado riplatense.
“En este período, desde 1717, en que toma posesión Reyes Balmaceda, hasta la derrota de 1735, desfilaron por el gobierno del Paraguay quince mandatarios […] hubo batallas en las calles y en los campos, entre Comuneros y Virreinalistas; vienen de luengas tierras héroes y tribunos populares que levantan en masa el país, se predica ruidosamente en las calles asuncenas (que algún día, silenciosas, verían la figura claustral del Dictador Francia deslizarse solitaria), se predica, decimos, la doctrina de la prioridad de El Común sobre toda otra autoridad; el pueblo y el gobierno gobernarán autónomamente; se creará, con asombro de los tiempos, nada menos que una Junta Gubernativa, en pleno siglo XVIII, cuando aún no se había producido la Revolución Francesa.
“Y esta Junta Gubernativa elegirá un Presidente de la Provincia del Paraguay; y aún hará algo más: expulsará violentamente a los jesuitas anticipándose al temerario acto de Carlos III, que tanto sorprendió a Voltaire. Y tales serán las proporciones que asumirá el movimiento, que, representantes del Virrey, vendrán a sofocarlo. Y serán derrotados. Y todo resultará excepcional, anarquizante y extraordinario. Un obispo, como en tiempo de Fray Bernardino de Cárdenas, ejercerá funciones de gobernador asumiendo el mando por decisión del pueblo […]
“[…] Tribuno entusiasta (Mompós), explicaba en las calles asuncenas, en 1729, que la voluntad del Monarca y todos los poderes que de ella se derivan estaban subordinados a la del Común; que la autoridad de la Comunidad era permanente e inalienable y que ella preexistía a todas las modificaciones de la Monarquía, viniendo a ser forma y molde del Estado… […] Y la revolución latente estalló cuando el Gobernador Barúa, que había sabido hacerse grato al común, fue sustituido en 1730 para nombrar a Don Ignacio Soroeta, pariente del Virrey.
“Los comuneros declararon que no reconocían otra autoridad que la de Barúa y el Cabildo intimó a Soroeta a salir inmediatamente de la Provincia. Soroeta partió y, como Barúa se negase a continuar en el mando, el Común vino a quedar como autoridad suprema del Paraguay. La revolución comunera había triunfado. Dueños del mando, los Comuneros depositaron la autoridad en una Junta Gubernativa. Recordemos que estamos en 1730; que aún no se ha producido la Revolución Francesa. Y detengámonos un instante, respetuosamente, ante aquellos nuestros antepasados comuneros, que aquí en el Paraguay, como antes en las ciudades castellanas, constituían estas Juntas de Gobierno que si no pudieron triunfar fue porque anticipándose a los tiempos advinieron a la historia antes de la hora propicia.
“Llega el momento en que esta Junta Gubernativa, con intuición democrática, elige un presidente y éste recibe el título de Presidente de la Provincia del Paraguay, siendo designado para ejercerla don José Luis Bareiro. Por desgracia, éste […] primer Presidente de la Primera Junta Gubernativa del Paraguay estaba destinado a traicionarla. […].
Una conclusión provisoria
En el mismo proceso histórico local, entonces, se inicia la experimentación, al igual que en otras sociedades aledañas, de la sucesión y choque de las fuerzas de conservación y cambio, que recurren para ello al ensayo y error, siendo o no conscientes de tales situaciones los grupos diferenciados de actores que van poblando la historia del descubrimiento, conquista y colonia, hasta llegar a la constitución del Paraguay independiente (1811-1813).
Así se produjo en algunos sectores sociales su transformación en grupos socioeconómicos y culturales diferenciados, mientras se iniciaban de manera paralela las luchas de sectores políticos en formación, encabezadas por liderazgos locales que habían estado preteridos de las posiciones de mando en las instituciones coloniales o con acceso subordinado a ellas. Los integrantes de este choque-encuentro de culturas (1492), a la vez interdependientes y asimétricas, las locales (entre las que también existe la relación dominador-dominado, como en toda la América pre-colombina) y también las “españolas”, así empiezan inesperadamente una nueva singladura histórica pero ya en la historia mundial que es escrita.
En esta experiencia tan antigua como la misma humanidad, los mundos político, cultural y económico son disputados por pueblos extraños entre sí, en una geografía de nuevos límites fijados en mapas por el imperio español enfrentado históricamente a otros, y en este caso en particular por el absolutismo lusitano también colonialista.
Mientras eso ocurre en el tiempo, los vínculos de sangre y lengua, que a la vez fortalecen y refuerzan el pragmatismo de una alianza de poder entre nosotros y contra nuestros enemigos, van gestando el tránsito de pueblos (conquistados y conquistadores) a una nueva realidad social emergente, y a una comunidad de criollos nacidos aquí, que integran también sus hermanos y primos hermanos mestizos, identificados con nitidez entre las diversas capas étnicas locales y los grupos de los peninsulares de origen que viven conquistando el nuevo mundo. Así se fue constituyendo la nación paraguaya, desde mucho antes que naciera la República del Paraguay. Esta, una vez establecida, en su primer más de medio siglo de vida, sucumbió en el desafío bélico ante poderosos enemigos externos coaligados, algo inevitable desde el punto de vista de la guerra. Todavía nos resta saber por qué la historia nacional sucumbió, apenas inaugurada la república, bajo el poderío demoledor de sus despotismos iniciales.
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Andrés Herebia
17 de mayo de 2021 at 19:57
Al respecto, ver el libro El Grito de Antequera, de Gilberto Ramírez Santacruz, editado por Arandura en el 2014