Opinión
“… Y fue tentado por el diablo”

1Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto. 2Allí estuvo durante cuarenta días, y fue tentado por el diablo. Como no comió nada en aquellos días, al cabo de ellos sintió hambre. 3Entonces el diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan”. 4Jesús le respondió: “Está escrito: No solo de pan vive el hombre”. 5El diablo lo llevó luego a una altura, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra 6y le dijo: “Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque me la han entregado a mí y yo se la doy a quien quiero. 7Así que, si me adoras, toda será tuya. 8Jesús le respondió: “Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y solo a él darás culto”. 9Lo llevó después a Jerusalén, lo puso sobre el alero del Templo, y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; 10porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para que te guarden. 11Y: En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna. 12Jesús le respondió: “Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios”. 13Acabadas las tentaciones, el diablo se alejó de él hasta el tiempo propicio.
[Evangelio según san Lucas (Lc 4,1-13) — 1er domingo de Cuaresma]
La liturgia de la palabra, en este primer domingo de Cuaresma, se centra en las tentaciones de Jesús bajo la opresión del diablo. Según el texto, Jesús no partió hacia el desierto “voluntariamente”. El verbo griego ágō en aoristo pasivo (ēgeto), indica que “fue llevado”, que “fue conducido” a un lugar desolado bajo la acción del Espíritu con la finalidad de ser sometido a prueba por el Maligno. Así comienza Lucas el relato de este episodio indicando el ámbito (griego: érēmos) y la figura del “tentador” (griego: diábolos).
El “desierto” es un lugar deshabitado, árido y solitario. Su “esterilidad”, en general, refleja la ausencia de la ebullición de la vida. Solo hay alimañas y animales salvajes que ponen en peligro la integridad de la persona humana. Recuerda el largo camino del pueblo elegido que, habiendo salido de la esclavitud de Egipto, transitó hacia la tierra de promisión durante cuarenta años, un largo tiempo de peregrinación, de privaciones y renuncias, para adquirir, con la ayuda del Señor, su estatuto de pueblo libre, propiedad de Dios y canal de comunicación de la voluntad divina.
El vocablo “diablo”, que se refiere al activo personaje del presente episodio, es una combinación de la preposición griega diá y el verbo ballō que, traducido literalmente, describe al que “lanza un balón”, es decir, el que propala o difunde algo (contra alguien). De ahí el concepto de “chismoso”, “murmurador” o “calumniador” que el autor del Apocalipsis formula respecto a esta tenebrosa figura porque lo cataloga como “el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios” (Ap 12,10). El vidente de Patmos lo denomina, además, con otros nombres: “El gran Dragón”, “la Serpiente antigua”, “Satanás” y lo califica como “el seductor del mundo entero”, “arrojado a la tierra junto con sus ángeles” (Ap 12,9). Sin duda, es el referente principal del ámbito del mal que cuenta con “agentes” a su servicio (“ángeles”) y cuyo lugar de actuación es el “mundo” (“arrojado a la tierra”), escenario de la historia y de la vida humana.
La alusión a la “antigua serpiente” (Ap 12,9) nos remite al primer libro de las Sagradas Escrituras, el Génesis, en los inicios de la creación de la pareja humana, evidenciando su presencia desde los orígenes de la historia (Gn 3,1-7). En los comienzos tentó a Adán y Eva quienes sucumbieron a su seducción y, con ellos, el género humano. Ahora, se presenta como agente que somete a prueba a Jesús, el Mesías, Hijo de Dios, el cual salió victorioso de las insidias del diablo (Lc 4,3-13; cf. Mt 4,1-11).
El “ayuno de cuarenta días” (Lc 4,2) precede a las tres tentaciones. Lo más razonable es que el número “cuarenta” no deba considerarse a la letra, es decir, en su valor cuantitativo, sino en su significación simbólica, pues recuerda los “cuarenta años” de la travesía de Israel por el desierto (Dt 9,9-11). Por su parte, los “cuarenta días” representan una expresión que recuerda el ayuno de Moisés (Ex 34,38) y la peregrinación de Elías para encontrarse con Yahwéh en el monte Oreb (1Re 19,8). Es una simbología de naturaleza numérica que debe comprenderse como un todo que sirve para indicar el fuerte tiempo de prueba y de sometimiento a la rudeza y a los límites que se experimentan en la vida humana.
La acción del Espíritu —en razón del empleo del pasivo teológico (“fue conducido”)— pone de manifiesto que es Dios mismo el que somete a su Hijo bajo las asechanzas del diablo con el fin de “equiparlo” para su ministerio mesiánico. Jesús, como se verá, no cederá a ninguna tentación del agente del mal, a diferencia de Israel que ha sucumbido, en no pocas ocasiones, durante la historia de la salvación, a la idolatría y a la pretensión de gestionar una vida falsamente autónoma. No es la primera vez que Lucas relata la acción del Espíritu en relación con Jesús. En la escena del bautismo, en el río Jordán, luego de que Juan el Bautista ejerciera con él su misión, también preparatoria, al tiempo que el Espíritu se posaba sobre Jesús, la voz del cielo lo proclamaba su “Hijo al que ha engendrado” (Lc 3,21-22).
Superado el tiempo fuerte de prueba (“cuarenta días”), el evangelista da cuenta de que Jesús “sintió hambre” (Lc 4,2c), necesidad básica y fuerte que no se puede soportar por mucho tiempo. Y, en el contexto de esa carencia primaria y existencial, el diablo o Satanás comienza a ejercer su rol de seductor y de embaucador. Son tres tentaciones o propuestas engañosas tendientes a desviar al Mesías de su misión salvífica y redentora. La osadía del Maligno, al no tener límites, pretende someter al mismísimo Hijo de Dios a sus esquemas de desatino y de rebelión.
En la primera ocasión, el diablo le plantea a Jesús que ponga a prueba su identidad filial: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan” (Lc 4,3). Satanás pretende que Jesús, con el fin de quedar acreditado como Hijo de Dios, produzca el milagro de trasformar la inerte piedra del desierto en alimento que sirva de sustento. Es la tentación del “milagrerismo” y de la solución fácil a la compleja problemática de la vida humana. Satanás propone un recurso “mágico” que tiende a anular el compromiso del hombre con los demás.
Jesús no cede a semejante planteamiento. Su respuesta se basa en la tradición bíblica (“está escrito”), “hoja de ruta” para aquel pueblo que fue formado y conformado por la palabra de Dios. En su respuesta, esgrime: “No solo de pan vive el hombre” (Lc 4,4). El pan material no es el único sustento por el que el hombre debe afanarse.
La versión del evangelista san Mateo, que parece encontrar su antecedente en la experiencia del pueblo en el desierto, añade: “…sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (cf. Mt 4,4b). De hecho, en el último libro del Pentateuco Moisés dice: —“…te hizo pasar hambre, pero después te alimentó con el maná…” (Dt 8,3). Esta afirmación de Jesús que señala la voluntad de Dios como la “comida” por excelencia parece encontrar puntos de contacto con la tradición sapiencial. En efecto, en el libro de la Sabiduría, el autor sagrado sostiene “…que no es la variedad de los frutos lo que alimenta al hombre, sino que es tu palabra la que mantiene a los que creen en ti” (Sab 16,26). Es decir, el afán por el alimento material se sitúa en un segundo plano porque, en la experiencia de fe, el acento no recae en la preocupación humana de satisfacer las necesidades primarias sino en vivir el proyecto de Dios según las Sagradas Escrituras. Solo la palabra de Dios puede sostener y satisfacer el hambre más radical del ser humano: Su deseo de eternidad, de infinitud y de encuentro cercano y definitivo con su propio Señor y Creador del cual procede y a quien se dirige (cf. San Agustín).
Superada la primera prueba, el diablo “llevó luego a una altura” a Jesús con el fin de mostrarle, en un instante, todos los reinos de la tierra; y le dijo: “Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, porque me la han entregado a mí y yo se la doy a quien quiero. Así que, si me adoras, toda será tuya” (Lc 4,5-6).
Desde la visión privilegiada que ofrecía aquella “altura” —según san Mateo, un “monte” (Mt 4,)— “le mostró todos los reinos de la tierra” (Lc 4,5b); y le propuso el dominio de todos los reinos con poder y gloria (Lc 4,6). Al mencionar “reinos” se puede pensar en la naturaleza política de la prueba. Según la persuasión diabólica, el mesianismo se puede presentar como glorioso y triunfante —a los ojos del mundo— porque se trata de ejercer un mando discrecional y el control de todos los reinos de la tierra; es decir, un dominio universal que posicionaría a Jesús en la cúspide del poder político de todo el orbe.
¡Pero eso no es todo!, pues, esta seducción está envuelta en algo mucho más grave: La tentación de la idolatría. En efecto, Satanás sugiere: “Así que, si me adoras, toda será tuya” (Lc 4,7). Es decir, exige del hombre lo que Dios exige de modo exclusivo para sí mismo. Se trata de una propuesta que implica una condición, una oferta de intercambio por la cual Satanás recibe reconocimiento y pleitesía y el adorador es “premiado” con el “poder” o, más exactamente, con un “anti-poder”, un “poder de dominio” y no de servicio. De este modo, el ser humano se dispone a “negociar” su eventual posicionamiento en la cumbre de una determinada escala social claudicando a su condición de creyente para entregarse totalmente, en cuerpo y mente, con alma y corazón, con todo su ser, en las manos del Maligno que seduce, confunde y extravía.
La tentación a la idolatría es sutil y peligrosa; ¡siempre presente! No se trata de una adoración meramente cultual, ni de la riqueza —aunque la implique— ni de un poder benigno, de servicio. La riqueza es positiva cuando quien la administra es sensible a las necesidades de los demás y se duele por los padecimientos de sus hermanos a quienes socorre con los recursos que posee. También el poder es de nota positiva cuando sirve para promover, hacer el bien y restablecer la justicia. Pero lo que propone el diablo es un poder omnímodo, unipersonal, absoluto en apariencia. La tentación está formulada de tal manera que el sujeto tentado pueda sentirse como un “dios”, omnipotente y dominador, un “señor absoluto”. La idolatría es sumamente peligrosa porque es corriente, a veces imperceptible y cotidiana, por la cual el ser humano, aún en los roles aparentemente más “nobles” —invocando el “servicio” o el interés por los demás—, debido a la propia vanidad, es capaz de renunciar a sus valores primordiales y someterse al propio capricho con el fin de obtener una posición social, política o religiosa que le dará fama, nombradía y reconocimiento público.
Parafraseando un texto del Deuteronomio —“a Yahvéh tu Dios temerás, a él servirás y por su nombre jurarás” (Dt 6,13)—, Jesús responde a Satanás de modo imperativo y cortante: “Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y solo a él darás culto” (Lc 4,8). Jesús reclama para Dios, su Padre, el máximo culto y la suprema pleitesía como origen y fin de todas las cosas. La expresión “solo a él…” recuerda el šema’, quintaesencia de la fe hebrea y oración cotidiana de todo judío piadoso: “Escucha, Israel, el Señor tu Dios es uno solo” (Dt 6,4). De hecho, según la revelación bíblica, “no hay otros dioses fuera de Yahwéh” (Is 45,5-7). Hay que tener presente que Satanás, aunque lo pretenda, no es un “dios” que pueda competir con el Altísimo. Es un “pobre diablo” que será vencido, definitivamente, con el sacrificio de Cristo en el madero de la cruz y cuyos remanentes serán eliminados en la parusía, o “segunda venida” del Ungido, con extrema facilidad: “…Con el soplo de su boca” (2Tes 2,8).
En la tercera y última tentación, Satanás llevó a Jesús hasta Jerusalén, lo puso sobre el alero del Templo y le propuso: “Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te encomendará para que te guarden. Y: En sus manos te llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna” (Lc 4,9-11).
El diablo “llevó consigo” a Jesús hasta la Ciudad Santa, Jerusalén, centro del poder religioso, político, económico y cultural de Israel. Lo ubicó en el “alero del Templo”, en la parte alta del referente más emblemático de la fe tradicional hebrea, considerada Casa de Yahwéh porque ahí residía el Arca de la Alianza, en el “Santo de los Santos”. Satanás, citando el Sal 91,11-12, le propone que se tire de lo alto pues, por su condición filial divina, nada le sucederá pues Dios le auxiliaría con sus ángeles. La instigación propuesta no solo afecta a la condición filial de Jesús (“Hijo de Dios”) sino a la tentación de proyectar un mesianismo de tipo espectacular en el sentido de poner de manifiesto una acreditación visible y ostentosa como pretenderán los responsables de la experiencia religiosa del judaísmo oficial que solicitarán de Jesús las credenciales de su actuación y la realización de portentos que justifiquen su pretendida investidura y su calidad de enviado del ámbito celestial (Lc 11,16; cf. 20,1-8).
La contestación de Jesús, que cita Dt 6,16, es lacónica y contundente: “No tentarás al Señor tu Dios” (Lc 4,12). En efecto, no se debe tentar a Dios rebajándolo al nivel humano para someterlo a un examen que el hombre deba aprobar. En el fondo, en la idea de Satanás, subyace una visión distorsionada del Dios de Israel cuyo nombre no solo no se puede pronunciar por su excelsa y suprema condición que requiere respeto, reverencia y adoración sino porque Yahvéh-Dios es el “totalmente otro” que escapa a toda posibilidad de ser sometido a los requerimientos experimentales de la pobre criatura humana.
Al llegar a este punto, el evangelista informa que se “acabaron las tentaciones” y que “el diablo se alejó de Jesús hasta el tiempo propicio” (Lc 4,13), es decir, las pruebas, por parte de Satanás, finalizan gracias a su alejamiento. Con todo, el diablo no se irá definitivamente, pues volverá en diversas circunstancias durante el ministerio mesiánico, y bajo diferentes formas; sobre todo en Getsemaní y en la cruz donde será derrotado definitivamente.
En fin, podemos decir que las tentaciones de Jesús, antes de iniciar su ministerio mesiánico, proyectan claridad sobre nuestras propias tentaciones que, como bautizados, padecemos cotidianamente. Los tres ejemplos de pruebas presentados por el evangelista no son únicos ni excluyentes sino solo referenciales. El ritmo frenético de la cotidianeidad no siempre nos permite examinar, a fondo, las múltiples tentaciones que debemos afrontar. Solo la mirada fija en la cruz del Redentor y la identificación con el crucificado nos darán fuerza para superar los brillos pasajeros de la veleidad y del apego, casi “carnal”, a la vanidad que padecemos los pobres mortales. La Cuaresma es tiempo propicio para someter mente y corazón a una peregrinación interior y superar todo aquello que nos aleja de Dios y de su amado Hijo Jesús.
La experiencia histórica en la que vivimos, con sus tentadoras ofertas, desafía nuestra condición cristiana expuesta a ser sometida al régimen del Seductor de este mundo presente. Nos corresponde, mediante un constante “examen” espiritual, distinguir y catalogar las nuevas y modernas idolatrías que tienen una ágil capacidad de adaptación y de renovación permanente. Por eso, se requiere de los bautizados un ejercicio de sabiduría y de una fe activa y operativa.
En este sentido, parece pertinente considerar las palabras del cardenal Sebastián Francis (de Malasia) que afirma: “Hoy ya no se aspira a la santidad” sino, diríamos, a otras “prioridades” pragmáticas. De hecho, si renunciamos a la adhesión total a Jesús, como camino a la santidad, pondremos en movimiento una “espiritualidad” de fachada, no pocas veces ideologizada, una performance de las “representaciones”, de cara a un público mediatizado y “secuestrado” por las redes sociales. Sería una verdadera tragedia para la Iglesia que sus agentes estén más atentos a la divulgación y desatentos en el interés real por las personas. La tentación satánica puede conducir, sutilmente, a los agentes pastorales por el camino de la frivolidad y de la vanidad sumergiéndolos en el engañoso mundo paralelo de las apariencias y de la teatralidad.
En nuestras relaciones interpersonales debemos tener cuidado a los que el papa Francisco denomina “los demonios bien educados”, es decir, aquellas personas “grises” que, bajo la fachada de una aparente apacibilidad, mesura, condescendencia y obsequioso respeto, en realidad son agentes de maldades y de planes no confesados, que urden intrigas amparados en la privacidad y en la filosofía del secretismo, buscando solo su propio beneficio y susurrando querellas y disensiones contra sus hermanos.
Cristo, el “pastor auténtico” (cf. Jn 1,11), desde su experiencia de rechazo a Satanás —jefe de los demonios y padre de la mentira— nos anima a superar, en especial en este tiempo de Cuaresma, cientos de “excusas” que nos impiden “convertirnos”, “creer en el Evangelio” y llevar adelante, de alma y corazón, la causa del Reino de Dios para que muchos hermanos y hermanas conozcan a Jesús y accedan a la vida eterna.
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