Opinión
Bartimeo… “le seguía por el camino”
46Llegaron a Jericó. Y cuando Jesús salía de allí acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, coincidió que el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado al camino. 47Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: “¡Hijo de David, Jesús, ten misericordia de mí!”. 48Muchos le increparon para que se callara. Pero él gritaba mucho más: “¡Hijo de David, ten misericordia de mí!”. 49Jesús se detuvo y dijo: “Llamadlo”. Llamaron al ciego y le dijeron: “¡Ánimo, levántate! Te llama”. 50Él, arrojando su manto, dio un brinco y vino ante Jesús. 51Jesús, dirigiéndose a él, le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” El ciego respondió: “Rabbuní, ¡quiero ver!” 52Jesús le dijo: “Vete, tu fe te ha salvado”. Al instante recobró la vista y le seguía por el camino.
[Evangelio según san Marcos (Mc 10,46-52) — 30º domingo del tiempo ordinario]
El texto del Evangelio, que la liturgia de la palabra nos propone, presenta el último episodio antes del ingreso a Jerusalén. El acontecimiento se enmarca en la ciudad de Jericó (Mc 1,46) a la que, según el evangelista, Jesús y sus acompañantes “llegaron” y “salieron” sin mediar mucho tiempo (Mc 10,46a). Jericó es una ciudad muy antigua, perteneciente a la provincia de Judea. En tiempos de Jesús funcionaba allí un puesto aduanero (Lc 19,1). Está situada en una ruta que conducía a Jerusalén. Tenía la fama de ser insegura para los transeúntes. De hecho, en la parábola del “samaritano misericordioso” se habla de “un hombre que descendía de Jerusalén a Jericó” y que cayó víctima de salteadores (Lc 10,30). Actualmente, se encuentra fuera de los límites del Estado de Israel, bajo la jurisdicción de la Autoridad Nacional Palestina.
Marcos informa que “salía de allí acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre” (Mc 10,46b). Este grupo, según parece, es el mismo con el que llega a Jericó (cf. Mc 10,46a). Estos dos tipos de acompañantes le ha seguido durante todo el trayecto educativo, desde Cesarea de Felipe, región donde había dado inicio a la segunda etapa de su ministerio que comenzó con la “profesión de Pedro” (Mc 8,27-32). Si bien la atención fundamental se centraba en “los discípulos” (Mc 8,27; 9,28.31; 10,13.46) —en todo el itinerario—, no obstante, el narrador también da cuenta de la presencia del “gentío” que aparece, en esta etapa, como en el trasfondo, como si fuese un público “secundario” que acompañaba a Jesús y a “los Doce” (cf. Mc 8,34; 9,14; 10,46).
El evangelista presenta al protagonista del episodio primero con el patronímico “hijo de Timeo” y luego con el apelativo “Bartimeo”, el cual es retratado como un “mendigo ciego” que estaba sentado a la vera del camino (Mc 10,46cd). En general, los personajes presentados por el segundo evangelista son anónimos; Marcos no da a conocer los nombres propios de los protagonistas. Así, se habla, por ejemplo, de un “endemoniado” exorcizado (Mc 1,21-28); de la curación de “la suegra de Simón” (Mc 1,29-31); de un “leproso” limpiado (Mc 1,40-45), de un “paralítico” que puede caminar de nuevo (Mc 2,1-12); de la curación del hombre de la mano seca (Mc 3,1-6), etc. Por eso, el caso de Bartimeo no sería una excepción, pues de algún modo al ser innominado puede ser representativo, en este caso del “discípulo”. Un dato relevante consiste en que esta perícopa cierra la etapa educativa del colegio apostólico porque, a continuación, san Marcos narrará el ingreso a Jerusalén con el que se da comienzo a la tercera y última etapa de su ministerio (Mc 11,1ss).
El nombre, en griego, Bartimaīos, probablemente deriva del arameo bar ṭimay. Se sospecha que Timaīos o Timay es una abreviación de “Timoteo”. Si así fuere, el nombre significaría “hijo de Timoteo”. Curiosamente, la expresión griega Bartimaīos (“hijo de Timeo”) simplemente reproduce o traduce la frase aramea bar ṭimay (“hijo de Timeo”). En consecuencia, no se trataría de un nombre propio sino de una expresión con sentido figurado. El nombre “Timoteo”, con el que algunos lo vinculan —del griego timē, “honor”, “valor”— significa “el que honra a Dios”. Con todo, la forma Timaīos que Marcos propone sería más bien un adjetivo con el significado de “altamente apreciado o estimado”, “precioso” o “de gran precio” (cf. J. Mateos – F. Camacho).
Respecto a nuestro personaje, el autor observa tres aspectos: Su limitación física (la “ceguera”), su condición social (“mendigo”) y su situación de calle (“sentado a la vera del camino”). La limitación del “ciego” (typhlós) —que padece de “falta de visión”— puede referirse a una ceguera parcial o total. Aquí no se especifica este aspecto como ocurre, por ejemplo, con el caso del “ciego de Jericó” el cual, después de que Jesús le impusiera las manos, veía de modo limitado porque avistaba a los hombres como si fuesen “árboles que caminaban”. Luego pudo ver perfectamente (Mc 8,22-26). De todos modos, este impedimento implica la falta de percepción de la luz y, por tanto, de la imposibilidad de contemplar las formas y distinguir los colores que las personas pueden observar en la experiencia del mundo. Es un límite notable que impide el libre desempeño cotidiano; una forma de “pobreza”, podríamos decir, en el sentido de privación o carencia fundamental que afecta otras áreas de la existencia.
La condición social de Bartimeo —la de ser un “mendigo” (prosaítēs)—, sin duda, se deriva de su impedimento visual; pues, el ciego está impedido para el trabajo o para realizar cualquier actividad con el fin de poder sustentarse, situación que lo reducía a la indigencia y le empujaba a la mendicidad para ganarse la vida. Su “situación de calle” —“sentado junto al camino” (Mc 10,46d)— lo retrata como aquel que está a la intemperie, sin un techo que lo cobije, esperando un gesto de buena voluntad de los transeúntes, que le donen unas monedas o un pedazo de pan para sobrevivir. Dependía totalmente de la limosna de las personas a las que ni siquiera podía ver el rostro.
El evangelista informa que Bartimeo se enteró de la presencia de Jesús de Nazaret. San Marcos emplea el vocablo “escuchar” (akouō) para indicar que “el mendigo ciego” recibió la información de que el maestro transitaba por el lugar. De hecho, era el único modo de enterarse. Entonces, se puso a gritar reconociendo en el nazareno su ascendencia davídica: “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!” (Mc 10,47). El título “Hijo de David” responde a un tipo de expectativa mesiánica por el cual se esperaba a un Mesías-rey, de la estirpe del hijo de Jesé a quien el profeta Natán le había prometido que Dios le construiría una casa y que de su descendencia surgiría quien apacentaría Israel (cf. 2Sam 7,1-17). En el ingreso a Jerusalén, el gentío que iba delante de Jesús —montado sobre un borrico—, y los que le seguían, reconocían en él el advenimiento del “Reino que viene de nuestro padre David” (Mc 11,10).
Sin embargo, en relación con la afirmación de los escribas que sostenían que el Cristo sería hijo de David, Jesús responde con el enunciado del Sal 110,1 en el que el salmista (David) reconoce como su “señor” al Mesías venidero; y entonces, el maestro concluye de qué manera puede ser hijo de David el Mesías puesto que el mismo David le llama “mi Señor” (Mc 12,35-37). No obstante, resulta relevante observar que tres protagonistas importantes del Evangelio, en puntos claves de la obra, confieren a Jesús otros títulos mesiánicos entre los que no se incluye “hijo de David”. Se trata del mismo san Marcos, del apóstol Pedro y de un anónimo centurión que declara la filiación divina del Mesías crucificado.
En efecto, el evangelista, al inicio —y como título de toda la obra— habla de Jesús como “el Cristo, el Hijo de Dios” (Mc 1,1). Por su parte, Pedro, cabeza del grupo de “los Doce”, confiesa que Jesús es “el Cristo” (Mc 8,29); y el centurión romano, representante del paganismo, confiesa, ante la cruz que Jesús, sometido al cruel suplicio, era verdaderamente “el Hijo de Dios” (Mc 15,39). Según se puede deducir, el título “hijo de David” que Bartimeo confiere a Jesús responde a las expectativas populares de un mesianismo regio, de tendencia política, en el mismo nivel de comprensión del colegio apostólico.
Bartimeo reitera dos veces su petición de auxilio en razón de que “muchos le increparon para que se callara”. Hay un grupo, identificado con el vocablo “muchos” (polloí) que intentó reducirlo al “silencio” (siōpaō). Estas personas innominadas —que integraban el “grupo”— no estaban interesadas en dar respuesta al mal humano, pues se mostraron insensibles ante la situación y el sufrimiento de Bartimeo al que, según parece, consideraban una “molestia”, un “estorbo” en el ministerio de Jesús. Sin embargo, la intervención de quienes trataron de impedir que solicitara auxilio no fue obstáculo para que Bartimeo “gritara mucho más” implorando a gritos el “socorro” del nazareno. En ambas ocasiones, el hijo de Timeo suplica “clemenia” (eleéō): “Ten misericordia de mí” (Mc 10,48).
El vocablo “misericordia” solo aparece tres veces en el Evangelio de san Marcos, dos veces en nuestro texto (Mc 10,47.48) y una vez en el episodio de la liberación del endemoniado de Geraza (Mc 5,19). Este, después de ser exorcizado por Jesús, solicitó quedarse con el maestro, pero él no le permitió porque le dio la misión de ser testigo de la misericordia de la que fue beneficiario: “Pero no se lo concedió, sino que le dijo: ‘Vete a tu casa, con los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido misericordia de ti’. Él se fue y empezó a proclamar por la Decápolis todo lo que Jesús había hecho con él, y todos quedaban maravillados” (Mc 5,19-20). En ambos casos, en el de Bartimeo y en el del endemoniado, la “misericordia” se refiere a una acción de liberación: Uno es liberado de la oscuridad de la ceguera y el otro de las ataduras de un “espíritu impuro”.
En consecuencia, la misericordia no se trata de un simple gesto de “compasión” o de un “sentimiento de lástima” sino del auxilio oportuno, y concreto, que permite a una persona limitada recobrar su integridad física, moral y espiritual. Tiene que ver con la ḥesed de Yhwh, en el Antiguo Testamento, el cual se manifiesta leal a su compromiso de salvación, magnánimo y clemente con su pueblo.
Al escuchar el clamor del mendigo ciego, sentado a la vera del camino, Jesús detuvo su marcha y pidió que lo llamaran (Mc 10,49a). El evangelista relata el cumplimiento de la determinación de Jesús para que lo convocaran y se hace eco del detalle de las palabras que le dirigen los anónimos intermediarios: “¡Ánimo, levántate! Te llama”. Según parece, estos mediadores que se encargan de ejecutar el mandato de Jesús no se identifican con “los Doce” ni mucho menos con aquellos que trataron de silenciar a Bartimeo. Sobre todo, porque los vocablos que les atribuye san Marcos son palabras de aliento para que el mendigo ciego tome valor y se incorpore para presentarse ante Jesús (Mc 10,49b). De hecho, él no dudó, sino que, “arrojando su manto, dio un brinco y vino ante Jesús” (Mc 10,50).
Ya estando frente a frente, Jesús, dirigiéndose a él, le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” (Mc 10,51a). Es lógico pensar que Jesús se dio cuenta de su situación miserable, de su ceguera y de su condición de mendigo; y, en consecuencia, podía perfectamente inferir en qué consistía su pedido de ayuda; pero el maestro quiso encararle personalmente; arrancar de sus labios lo que Bartimeo deseaba. Así, el hijo de Timeo le respondió: “Rabbuní, ¡quiero ver!” (Mc 10,51b). El ciego se dirige a Jesús empleando un título arameo, rabbuní, que quiere decir “mi maestro”, es decir, reconoce su rol educativo y su misión pedagógica. El deseo de poder “ver” es el único pedido que expresa; no fue necesario plantear el tema de la mendicidad porque esta derivaba de su limitación para ver la luz y ejercer una actividad laboral.
La respuesta de Jesús fue escueta y lacónica: “Vete, tu fe te ha salvado” (Mc 10,52a). Mediante el verbo de movimiento, en imperativo, “vete” (hýpage), le ordena que camine porque ya no había impedimento para desplazarse. Ya no necesitaba estar sentado a la vera del camino dependiendo de la ayuda de los transeúntes (Mc 10,46d) porque, en razón de la intervención de Jesús, estaba en condiciones para desplazarse donde quisiera ir. El “estar sentado” es un impedimento para el seguimiento. El maestro observa, seguidamente, el motivo de la superación de su penosa situación: “Tu fe te ha salvado” (Mc 10,52a), es decir, su plena confianza en el Mesías, Jesús de Nazaret, ha posibilitado su liberación.
El verbo, en labios de Jesús, no se refiere a una simple sanación, como la recuperación de la vista, sino a un acto de “salvación” más profunda que al enunciarse en tiempo perfecto (sésōkén) indica una plena realización. Resulta aleccionador que Jesús no ponga el acento de la “salvación” en su poder de hacer milagros sino en la fe de Bartimeo, lo que sugiere que la ayuda de Dios siempre está lista; solo es necesario activarla mediante la plena confianza en él.
Como cierre del episodio, el evangelista formula su comentario final: “Al instante recobró la vista y le seguía por el camino” (Mc 10,52b). De este modo, subraya la inmediatez y la instantaneidad de la recuperación de la vista de Bartimeo. No hubo “barro” ni “saliva” ni “imposición de manos” como en otros casos (cf. Jn 9,6-7). Sin duda, para el hijo de Timeo fue una experiencia única, como un nuevo comienzo que se da a partir de la simple voluntad de quien tiene dominio sobre la vida, como aquel que al inicio de la creación dijera “hágase la luz y la luz se hizo” (cf. Gn 1,3-4). Así, Bartimeo pasó de la zona de la oscuridad a la experiencia de la luz. Ya podía ver las formas y los colores, el mundo que le rodeaba, podía divisar los rostros, las personas; se trataba del ingreso a un “mundo nuevo”, como un “nuevo nacimiento”.
En razón de lo antedicho, decide ir tras el donador de la luz siguiéndole por “el camino”, acompañándole al maestro hacia Jerusalén, haciéndose discípulo de aquel a quien había reconocido como “rabbuní” e “hijo de David”. El verbo en imperfecto, ēkoloúthei, “le seguía”, indica una opción permanente, continua, un nuevo estatuto. De ordinario, este verbo indica, en los evangelios, el “seguimiento de Jesús”; en consecuencia, su empleo tiene, con frecuencia, un matiz vocacional (cf. G. Schneider).
Este acercamiento al texto de san Marcos nos permite observar en Bartimeo la figura referencial del discípulo, en sus inicios, en su condición, en su conversión a una nueva vida y en el seguimiento del maestro. No se puede negar la fuerte carga simbólica que proyecta el evangelista con la figura de este personaje, sobre todo teniendo presente que se trata de la lección conclusiva de la educación de los discípulos.
Puede encontrase correspondencias entre la figura de Bartimeo y los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago, que pidieron a Jesús ocupar los primeros puestos cuando se instale en su “gloria”. En esta ambición mundana, ellos representan al colegio apostólico porque también los demás —es decir, “los diez”— pretendían lo mismo (Mc 10,35-45). Juan y Santiago desean “sentarse” a la derecha y a la izquierda, enceguecidos por sus pretensiones. Lo mismo, Bartimeo, estaba “sentado” a la vera del camino, inmóvil, a causa de su ceguera. Lo mismo que el hijo de Timeo mendigaba, también los hijos de Zebedeo reclamaban puestos de honor en un reino mundano. Así como Jesús les corrigió a los dos miembros del colegio, del mismo modo devolvió la vista a Bartimeo. Como aquellos estaban en camino, siguiendo a Jesús, también el mendigo ciego, después de recuperar la vista se puso en el seguimiento del maestro (cf. J. Mateos – F. Camacho).
De hecho, todo discípulo comienza desde la “ceguera” espiritual, de la cerrazón mental y de la incapacidad de ver con los ojos de Dios. Así, a lo largo del itinerario educativo, se puede observar la férrea dependencia de los integrantes del colegio apostólico de la mentalidad judía y la concepción de un mesianismo terrenal y triunfalista que distaba del anuncio de Jesús que enseñaba sobre un Cristo sufriente que debía transitar por la vía dolorosa para llegar a la resurrección. Esta cerrazón les convertía, además, en “mendicantes” de la verdad y del correcto sentido del Reino que el nazareno les anunciaba y para el que los preparaba en cada instrucción. El deseo de seguir a Jesús, aún en el contexto de los errores e imperfecciones, posibilitó que recibieran la luz de la verdad, que puedan ver con los ojos de la fe y ponerse en camino para seguir al maestro hasta Jerusalén donde le aguardan la pasión, la muerte y la resurrección. Desde esta perspectiva, Bartimeo representa a todo discípulo que se abre a la esperanza de superación porque, en lo más profundo de su corazón, desea “honrar a Dios”.
A la luz de este texto (Mc 10,46-52), todos los discípulos de Cristo estamos invitados a reformular nuestra comprensión del “seguimiento” y de los modos en que debe concretarse nuestra vocación laica o ministerial. Menos titulomanía y afán de protagonismo y más servicio, como lo expresara recientemente el Papa Francisco a los cardenales electos. El más alto honor para un discípulo no consiste en los grados, rangos, títulos y puestos en la comunidad eclesial sino en la configuración con el maestro en la vocación para la que nos ha llamado a cada uno, sirviendo con humildad y solicitud a nuestros hermanos, sobre todo a los menos visibles para la sociedad.
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