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Opinión

Las prescripciones jurídicas y el modo de ser de los niños

2Se acercaron unos fariseos para poner a prueba a Jesús; preguntaron: “Puede el marido repudiar a la mujer?” 3Él, a su vez, les preguntó: “¿Qué os prescribió Moisés?” 4Ellos le respondieron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”. 5Jesús les dijo: “Escribió para vosotros este precepto a causa de vuestra dureza de corazón. 6Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. 7Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, 8y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. 9Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre”. 10Ya en casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre esto. 11Él les dijo: “Quien repudie a su mujer y se case con otra comete adulterio contra aquella, 12y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”. 13Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los discípulos les reñían. 14Mas Jesús, al ver la escena, se enfadó y les dijo: “Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como estos es el Reino de Dios. 15Yo os aseguro: El que no acoja el Reino de Dios como un niño no entrará en él”. 16Y abrazaba a los niños y los bendecía poniendo las manos sobre ellos”.

[Evangelio según san Marcos (Mc 10,2-16) — 27º domingo del tiempo ordinario]

La liturgia de la palabra, centrada en un segmento del Evangelio de san Marcos (Mc 10,2-16), nos presenta para este 27º domingo del tiempo ordinario, dos temas de relevancia en el contexto de la educación de los discípulos en el camino a Jerusalén (Mc 8,27—10,52): El “repudio de la mujer”, una cuestión que atañe a prescripciones jurídicas de origen mosaico (Mc 10,2-12) y el “modo de ser de los niños” (Mc 10,13-16) que sirve de referencia para la admisión al Reino de Dios.

En la primera parte, hacen su aparición los fariseos interrumpiendo la instrucción de Jesús que enseñaba en la región de Judea y al otro lado del Jordán. Ellos no se presentan en forma individual sino como una corporación (“unos fariseos”) con la intención de “poner a prueba” al maestro (Mc 10,2a). El evangelista, de hecho, los presenta como enemigos declarados de Jesús porque buscan, reiteradamente, sorprenderle en algún error y encontrar motivo para arrestarle (cf. Mc 3,6; 7,1; 8,11).

La pregunta que le plantean los fariseos (¿“puede el marido repudiar a la mujer?”) es un tema de carácter legislativo sobre el instituto matrimonial que establece la posibilidad del “divorcio” vincular (apolýō) (Mc 10,2b). La pregunta parece peculiar porque en el mundo judío nadie negaba este derecho, avalado por la ley de Moisés. Lo que se debatía en las escuelas rabínicas eran, más bien, las causales que justificaban el repudio. De hecho, por eso, Jesús les interrogó: “¿Qué os prescribió Moisés?” (Mc 10,3). La respuesta del grupo no se circunscribe en el marco del proyecto originario de Dios sino del líder que condujo a Israel desde Egipto a la tierra de la promesa: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla” (Mc 10,4). Es interesante observar que Jesús no se incluye entre los destinatarios de la ley mosaica, pues según formula, “¿qué os prescribió —a ustedes—”, él se coloca fuera; no dice “…a nosotros” sino a “ustedes”. Así, deja entrever que él se sitúa por encima de aquellas prescripciones.

Los fariseos, en realidad, citan el pasaje de Dt 24,1 que no prescribe la práctica del repudio, sino que la presupone. Ellos razonan del siguiente modo: “Moisés permitió repudiar a la mujer, puesto que prescribió darle el acta de separación” (Lagrange). Jesús, por su parte, da el motivo real de aquella normativa: La “dureza del corazón” (sklērokardía). Esta actitud se refiere a la contumacia de Israel, es decir, a su obstinación y terquedad. Esto demuestra que no todo lo que está prescripto en la ley escrita refleja, verdaderamente, la voluntad divina. En el fondo, fue una dejación ante gente rebelde. En consecuencia, este “permiso” de Moisés carece, en sí mismo, de validez. Aquí no se respetó el designio de Dios, sino que se cedió a la actitud sediciosa del pueblo.

Prescindiendo de la ley mosaica, Jesús —en oposición a aquella práctica de divorcio— se remite al “comienzo de la creación” (Mc 10,6a). Su argumento, tomado del libro del Génesis, no se basa en el tema de la procreación sino en la diferenciación sexual entre “varón y hembra” (Mc 10,6b). Este es el motivo por el que el hombre deja los lazos de sangre (“padre y madre”) con el fin de formar un consorcio con su pareja, una nueva unidad constituida por el encuentro interpersonal e íntimo de tal manera que forman “una sola carne” (Mc 10,8a), es decir, una unión indisoluble que promueve la superación de toda superioridad del varón respecto a la mujer y los sitúa —a ambos—  en el mismo nivel de paridad. Por eso, “ya no son dos” (Mc 10,8b) sino una unidad tan fuerte como el vínculo de la sangre. Jesús añade al proyecto creacional de varón y mujer una prohibición que, eventualmente, pueda surgir desde la esfera humana: “Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mc 10,9). Este límite establecido por Jesús contraviene, precisamente, lo estipulado por la legislación mosaica.

El grupo de discípulos pregunta a Jesús sobre el mismo asunto que los fariseos. A pesar de la claridad de la argumentación del maestro, ellos no quedaron convencidos o no lo comprendieron. Aunque no muestran desacuerdo o sorpresa (cf. Mc 19,10) su pregunta delata que les cuesta renunciar al principio de superioridad masculina: “Él les dijo: Quien repudie a su mujer y se case con otra comete adulterio contra aquella, y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10,11-12).

Aquí, Jesús se limita a afirmar la igualdad entre el hombre y la mujer rechazando las dos posibilidades de repudio: Ni el marido puede repudiar por su cuenta a la mujer ni tampoco la mujer al marido. La prueba de que la unión no se disuelve por la decisión unilateral de un cónyuge es que en caso de segundo matrimonio se comete adulterio. Jesús subraya la pertenencia mutua como factor que hace a la unidad. De hecho, que la “mujer repudie al marido” era inconcebible en la sociedad judía. Así, en la relación matrimonial no cabe que una parte tenga derechos sobre la otra y no viceversa. Esto muestra que la pregunta de los discípulos encubría una resistencia a la igualdad de hombre y mujer.

Seguidamente, un grupo anónimo intenta presentarle a Jesús a unos pequeños con el fin de que el maestro “los tocase” (Mc 10,13b). Las personas innominadas no pertenecen, evidentemente, al grupo de discípulos que se oponen a esta pretensión. Mientras aquellas pretenden un contacto de los niños con Jesús, estos “les reñía” (Mc 10,13b), es decir, buscaban impedirlo. El acusativo plural paidía, “niños”, “chiquillos”, “pequeños”, simboliza a quienes se han adherido a Jesús en calidad de “últimos” y de “servidores de todos” (cf. Mc 9,35.42). El deseo de que Jesús les tocase implica que se les comunique fuerza de vida (cf. Mc 5,30), es decir, tienen la disposición necesaria para encontrarse con Jesús y recibir su Espíritu (cf. Mc 1,6).

Se observa un fuerte contraste entre la intención de los que llevan a los niños y la actitud de los discípulos. Estos, que deberían acoger a los pequeños como a Jesús mismo (cf. Mc 9,37: “El que acoge a uno de estos chiquillos a mí me recibe…”), en lugar de eso los rechazan, y riñen con los portadores como si tuviesen un mal espíritu, al modo como Pedro había conminado a Jesús (cf. Mc 8,32). Esto muestra que los discípulos continúan en la misma actitud manifestada entonces por Pedro y que valió a este el apelativo de Satanás (cf. Mc 8,33).

Aunque el evangelista no lo diga, el significado de la figura de “los chiquillos” hace ver la razón que mueve a los discípulos para oponerse a los que los conducen. Los discípulos, cuyo ideal es la gloria de Israel, pretenden monopolizar el seguimiento (cf. Mc 9,38) e impedir que los que hacen suyo el mensaje universalista se acerquen a Jesús, es decir, que sean integrados en la comunidad. Aparece de nuevo la tensión entre los dos grupos. Los discípulos actúan como superiores y pretenden establecer un cerco en torno a Jesús. No toleran que otros le den su adhesión sin aceptar los ideales del judaísmo. Del mismo modo que intentaron impedir que un seguidor de otro grupo ejerciera un acto de liberación, identificándose en su acción con Jesús (Mc 9,38), ahora intentan impedir que los que se identifican con Jesús en su actitud tengan acceso a él. Ven una amenaza para su nacionalismo en la afluencia a la comunidad de nuevos miembros que renuncian a toda ambición de gloria.

Estos “pequeños” representan a quienes no aceptan el dominio de unos sobre otros y a quienes no creen en el privilegio de Israel. De este modo, los discípulos se interponen entre Jesús y los que desean acercarse a él. Pretenden que toda relación con Jesús pase por ellos; sostienen que la comunidad mesiánica ha de asumir los ideales judíos y no aceptan la universalidad, es decir, la catolicidad del Reino.

La reacción de Jesús es fuerte; es la única vez en Marcos que se muestra indignado con sus discípulos, pues le resulta intolerable su comportamiento. Por eso, les prohíbe que sigan obstaculizando el acceso de los “pequeños”. Estos, gracias a su opción, tienen abierto el acceso a Jesús; así sucede con todos los que se hacen últimos de todos y servidores de todos (“los que son como estos”). Ellos gozan del especial amor y de la protección de Dios. Son los ciudadanos del Reino que no es algo futuro sino presente; se ejerce en relación con los que responden a su amor siendo fieles a Jesús y siguiéndolo. Indirectamente, la frase de Jesús excluye del reinado de Dios a los discípulos que no aceptan este mensaje. Es un aviso, una advertencia y una nueva invitación a dar el paso de los que son como niños.

Jesús termina con un dicho solemne (“yo os aseguro”) afirmando que la actitud de estos “pequeños” es indispensable para entrar en el Reino cuya primicia es la comunidad cristiana. “Acoger”, “aceptar” el reinado de Dios como un “pequeño” significa cumplir las condiciones expresadas por el maestro (Mc 8,34) y, en particular, la primera (“reniegue de sí mismo”), explicitada en Mc 9,35: “Hacerse último de todos y servidor de todos”.

El evangelista culmina observando que Jesús “les abrazaba y les bendecía imponiéndoles las manos” (Mc 10,16). Al abrazarles no solo se identifica con ellos, sino que les concede su afecto y su protección. No toma respecto a los suyos la actitud de un “señor” que se caracteriza por mantener distancia y proceder con severidad respecto a sus súbditos. Él se hace familiar, cercano a los pequeños; se hace amigo de ellos. “Bendecir” equivale a comunicar vida que implica el don del Espíritu. El “contacto” con Jesús que se pretendía al inicio (por las personas anónimas) queda sobrepasado por el abrazo y por la imposición de manos, efusión de ternura y de cercanía.

 En fin, puede entreverse una nítida diferencia entre la actitud de los fariseos que basan sus actuaciones en prescripciones jurídicas cuestionables y la actitud de los pequeños que son recibidos por Jesús con beneplácito y especial atención. Esta distinción se debe a la opción de los representantes religiosos hebreos que anteponen las prescripciones humanas a los designios de Dios alejándose del proyecto originario del Creador (en este caso, respecto al matrimonio y el divorcio).

En esta línea se colocan también los discípulos que, dependientes aún de la ideología religiosa judía, pretenden impedir la apertura a los “pequeños”, es decir, a quienes siguen la lógica de Jesús. Los discípulos deberán madurar desistiendo de sus antiguas convicciones para asumir el estatuto del “servidor”; deberán renunciar a la grandeza y a las glorias mundanas según la concepción de los hombres con el fin de ser auténticos discípulos del crucificado.

Este texto de san Marcos, en perspectiva de actualización, nos pone en guardia ante la vanidad y la vanagloria con que podamos encarar y asumir los roles que ejercemos en la comunidad eclesial. El estatuto de la “pequeñez” nos indica que somos simples servidores de la multiforme gracia que Dios nos concede para el bien de nuestros hermanos, sobre todo de los más “pequeños” que viven en las márgenes de la sociedad.

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