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Opinión

La enseñanza sobre el Mesías “doliente” y la auténtica grandeza

30Salieron de allí y fueron caminando por Galilea. Él no quería que se supiera, 31porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo matarán, mas a los tres días de haber muerto resucitará”. 32Pero ellos, que no entendían sus palabras, tenían miedo de preguntarle. 33Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutíais por el camino?” 34Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el más grande. 35Entonces se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. 36Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo: 37“El que acoja a un niño como este en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoja a mí, no me acoge a mí, sino a Aquel que me ha enviado”.

[Evangelio según san Marcos (Mc 9,30-37) — 25º domingo del tiempo ordinario]

El Evangelio que la liturgia de la palabra nos propone, para este 25º domingo del tiempo ordinario, se centra en dos temas concretos: El segundo anuncio de la pasión de Jesús, el Mesías “doliente” (Mc 9,30-32), y la “auténtica grandeza”, ejemplificada con la figura de un niño (Mc 9,33-37).

La expresión inicial “salieron de allí”, con el que se inicia la primera parte (Mc 9,30a), se refiere al sitio donde Jesús curó a un endemoniado mudo después de haber bajado del Monte de la transfiguración junto con sus discípulos (Mc 9,9-29). El “segundo anuncio” de la pasión se ambienta en la región de Galilea (Mc 9,30b), en el camino hacia Jerusalén. El contexto es la “enseñanza a sus discípulos” (Mc 9,31) que se extiende desde Cesarea de Felipe hasta Jericó, antes de llegar a la capital (Mc 8,27—10,52).

El contenido de este “segundo anuncio” de la pasión de Jesús (Mc 9,31b) difiere del primero en razón de su brevedad y concisión. Aquí se emplea la categoría de la “entrega” (paradídōmi) en manos de los hombres” que reemplaza al intenso “sufrimiento” y la “reprobación” bajo la autoridad de los “ancianos, sumos sacerdotes y escribas”, según la descripción de la enseñanza contenida en el “primer anuncio” (cf. Mc 8,31).

Dos notas características se subrayan en esta advertencia de Jesús sobre su destino: La categoría del “secreto” del viaje y la calificación de “enseñanza” que Jesús confiere a esta particular instrucción. El evangelista afirma: “Él no quería que se supiera” (Mc 9,30c) —de este viaje—. Como se puede deducir, Jesús desea mantener un diálogo privado con sus discípulos, apartándose de la gente que les acompañaba. Esta dimensión “secreta” de su “enseñanza” adquiere particular relieve porque, al tratarse de la segunda vez que anuncia su pasión, alcanza notoria intensidad. El maestro se refiere al “camino” que va a recorrer, trayecto que, del mismo modo, los discípulos deberán transitar. La instrucción sobre su destino doliente, como se había advertido en el primer anuncio (cf. Mc 8,31-32) iba en contrasentido a las expectativas de sus seguidores, en especial de Pedro que había manifestado su oposición (cf. Mc 8,32).

El primer verbo que califica el padecimiento de Jesús es la acción pasiva de “ser entregado” (paradídotai), es decir, el Mesías no es el agente de la “entrega”; él la padece porque lo “arrestarán” y le privarán de su libertad mediante la coerción y la sujeción. Resulta irónico que Jesús, el “Hijo del hombre” —título daniélico que refleja rango divino (cf. Dn 7,13)— quede sometido al poder humano, pues la genérica expresión “en manos de los hombres” devela que la autoridad que se arroga la facultad de arrestarlo, juzgarle y condenarle pertenece a la esfera humana.

El segundo verbo se refiere a su muerte que, en realidad, tiene las notas de una “ejecución” o “asesinato”. El vocablo se repite dos veces, primero en futuro y luego en pasivo (apokteínō). Se trata de un acto violento mediante el cual le privarán de su vida física o terrenal mediante el suplicio de la crucifixión, un método romano empleado para la condena máxima de personas marginales de tal modo que adquiera la figura de una sanción ejemplar y disuasoria para quienes eran tenidos por delincuentes peligrosos.

El tercer verbo, en futuro, indica que a su muerte sobrevendrá la acción de la “resurrección” (anístēmi) habiendo mediado un arco temporal de “tres días”. Esta categoría pertenece al cuadro de la simbología numérica o aritmética y, por eso, no debe interpretarse en su sentido cuantitativo sino cualitativo o teológico, como el tiempo propio de Dios. La resurrección implicará la victoria del poder de Dios sobre la muerte y el restablecimiento de la justicia en relación con el Mesías injustamente condenado y ejecutado (cf. Mc 12,1-12; Sal 118,22-23). Según se puede inferir, los discípulos no prestaron mayor atención al anuncio de la resurrección tal vez porque su visión mesiánica terrenal no les permitía trascender hacia un “más allá”.

Al concluir la enseñanza de Jesús, el evangelista introduce una observación sobre la incomprensión de los discípulos, pues “no entendían sus palabras y además tenían miedo de preguntarle” (Mc 9,32). Esta nota característica de sus inmediatos colaboradores —que no podían capturar el significado de la enseñanza— se debe a que ellos entendían el mesianismo como un triunfo de Israel sobre todos los pueblos y no como un camino de sufrimientos y de muerte. Se trata de una falta de inteligencia recurrente en el Evangelio de san Marcos. La indicación, formulada sucintamente, de que temen preguntarle más detalles, pretende caracterizar la intimidación que ejercía sobre ellos la idea del sufrimiento. A pesar de que parece moverles un temor sagrado (cf. Mc 4,41), ellos preferirían no haber escuchado estas palabras.

El segundo tema de nuestro texto está separado del anterior por una demarcación locativa señalada por la “llegada a Cafarnaún” y, en concreto, “una vez en casa”, presumiblemente la residencia de Pedro. Es en este recinto, también privado, donde Jesús, les plantea su pregunta (Mc 9,33a): “¿De qué discutíais por el camino?” (Mc 9,33b). El autor observa que no hubo respuesta de parte de los discípulos: “Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el más grande” (Mc 9,34). Según parece, el tema tratado —“entre ellos”— fue abordado como si fuese un asunto “interno”, exclusivo de los discípulos—; y, por la naturaleza del asunto, se sentían inhibidos para responder. De hecho, dejaron a Jesús fuera del “diálogo” del colegio apostólico.

La expresión interrogativa (griega) tís meízōn permite notar el interés, en el círculo de “los Doce”, relacionado con un incipiente “carrerismo” porque la discusión giraba sobre la persona concreta (tís) que sería la más encumbrada del grupo. El adjetivo comparativo meízōn —de mégas: “grande”— supone la pretensión de un posicionamiento de relevancia en el entorno inmediato de Jesús cual si fuese una corte monárquica.

Esta disputa jerárquica entre los discípulos será más explícita aun cuando los dos hermanos Zebedeo, Juan y Santiago, pedirán directamente a Jesús “los dos primeros puestos” en el futuro Reino (Mc 10,35-45). Según se colige, ese Reino que ellos proyectaban no coincidía con la perspectiva anunciada por Jesús la cual está caracterizada por una travesía dolorosa que implicaba padecimientos y muerte violenta. Mientras el maestro anunciaba un Reino que trascendía el nivel de la historia, los discípulos no podían despegarse de una concepción mesiánica de mera naturaleza mundana con sus grados y puestos principales y secundarios.

Jesús sabía el tema que tenía preocupados a los suyos, pero quería que ellos lo plantearan abiertamente. Y como no tuvo respuesta, él tomó la iniciativa: “Entonces se sentó, llamó a los Doce” (Mc 9,35a) y les planteó el tema. Esta actitud (“sentarse”) es una posición que adopta el maestro para enseñar (cf. Mc 4,1), signo de su autoridad, como quien se hace cargo de la “cátedra”. Y les dijo: “Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35b). La respuesta del maestro emplea la técnica del “contrapunto” oponiendo a la pretensión un posicionamiento opuesto: “Primero” (prōtos)–“último” (ésjatos Ê diákonos).

Jesús no deslegitima el “deseo” de ocupar el primer puesto, sino cambia su sentido; le da un nuevo enfoque. En el Reino futuro, la “grandeza” no se medirá más según los parámetros y las usanzas mundanas. El rol que tendrá preponderancia se medirá por el criterio del “servicio”, es decir, por el ejercido de la diaconía en relación con los demás. En este sentido, desde la óptica humana es “última” porque la cultura pagana minusvalora el “servicio” como una tarea propia de quien se posiciona en un nivel inferior. Jesús, en cambio, sitúa la diaconía en el primer puesto como la función de quien ejerce la primacía en su Reino. Al respecto, en respuesta a la pretensión de Juan y Santiago de ocupar puestos de honor y de poder, junto a él, cuando sea instalado como rey, fue taxativo: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos, y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, pues el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea esclavo de todos; que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10,42-45).

Acto seguido, después de la enseñanza de un principio cardinal del Reino, fundado sobre la lógica del servicio a los demás, Jesús, como pedagogo, con el fin de reforzar su doctrina, recurre a un ejemplo práctico: Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos” (Mc 9,36). El “niño” (paidíon), ante todo, es emblema de fragilidad, de sencillez, de quien se acoge al cuidado paterno y materno; y es símbolo de quien no alimenta pretensiones más allá de sus fuerzas y capacidades. Esta figura recuerda al orante antiguo que se considera respecto a Dios como “un niño en brazos de su madre” y que no da vía libre a pretensiones que superan su propia idoneidad (cf. Sal 131,1-3). Jesús lo pone “en medio de ellos”, expresión que no se refiere necesariamente al aspecto espacial o locativo sino a la “centralidad” y relevancia de aquella figura para el Reino. Por eso, “lo estrecha entre sus brazos”, signo de protección y salvación, de ternura y de donación de amor, de especial atención y empatía del estatuto de la “niñez” con la lógica de Dios que se manifiesta como un padre.

Al gesto corresponden las palabras de Jesús dirigidas para quien integra en su cosmovisión y en sus opciones fundamentales el estilo de la pequeñez: “El que acoja a un niño como este en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoja a mí, no me acoge a mí, sino a Aquel que me ha enviado” (Mc 9,37). Jesús quiere indicar que el Reino de Dios plantea categorías axiológicas diametralmente opuestas a las diseñadas por los protagonistas de los reinos mundanos. En consecuencia, adquieren primacía en el Reino de Dios el servicio, la humildad y la ternura; y el proyecto del Hijo del hombre debe extenderse a todos y por sobre todo a los más débiles de la sociedad, representada en la figura de los niños. Ellos comunican la idea de nobleza, mansedumbre e inocencia (cf. Mc 10,14). Por eso, exhortará a sus discípulos a que se guarden de escandalizar a los más pequeños (cf. Mc 9,43).

En conclusión: En primer lugar, Jesús anuncia por segunda vez su pasión, muerte y resurrección y subraya, con esta reiteración, que es un Mesías “doliente”, no un Mesías “triunfante”. En segundo lugar, se trata de una enseñanza, pues Jesús les presenta a sus discípulos el anuncio como una estrategia pedagógica que deben asimilar porque es el “camino” que también ellos tendrán que recorrer. En el fondo se trata de una crítica a la pretensión de poder de los discípulos, los cuales con el fin de insertarse plenamente al proyecto de Jesús deberán asumir el estatuto de la “infancia” no pretendiendo un rol que supere su propia idoneidad o capacidad sino cada cual según el don que Dios les concedió.

El dicho acerca de la verdadera grandeza pone fin a la discusión. En él se indica la condición para aquel que quiera ser el mayor. El “primero”, que ocupa un rol de responsabilidad en la comunidad, tiene que ser el “último” y “servidor” de todos. A própósito, el vocablo “jerarquía” —que proviene del griego— es una palabra compuesta de dos términos, a saber, hierós (“sagrado”) y archē (“principio”); es decir, nada tiene que ver con rangos, grados o puestos de honor, sino expresa que el rol que se cumple en la comunidad eclesial se origina en el ámbito propio de Dios. Así, la lección de Jesús a sus discípulos sigue vigente para nosotros, llamados —por vocación— para servir, desde los distintos carismas, a los hermanos porque en la Iglesia nadie es “jefe” ni “patrón” de nadie. El único Señor y maestro es el Crucificado y Resucitado.

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