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Opinión

El Mesías “sufriente” y su escuela “dolorosa”

27Salió Jesús con sus discípulos hacia los poblados de la región de Cesarea de Felipe, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” 28Ellos le respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros que Elías; otros, que uno de los profetas”. 29Él les preguntó: “Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro le contestó: “Tú eres el Cristo”. 30Entonces les ordenó enérgicamente que a nadie hablaran de él. 31Jesús comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que le matarían y que resucitaría a los tres días. 32Hablaba de esto abiertamente. Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderle. 33Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: “¡Ponte detrás de mí, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios, ¡sino los de los hombres!”. 34Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. 35Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”.

[Evangelio según san Marcos (Mc 8,27-35) — 24º domingo del tiempo ordinario]

La liturgia de la palabra nos propone —para este 24º domingo del tiempo ordinario— un texto del evangelista san Marcos que presenta tres temas planteados por Jesús al inicio de la segunda etapa de su ministerio que se desarrolla en “el camino a Jerusalén”: La identidad del Mesías (Mc 8,27-30); la enseñanza sobre los padecimientos del Cristo (Mc 8,31-33) y la vía dolorosa del discípulo (Mc 8,34-35). Son las tres primeras perícopas de una veintena de temas y principios de acciones pastorales que el maestro irá impartiendo principalmente a los suyos, y a la gente, en el contexto de la educación de los discípulos como futuros líderes de la naciente comunidad cristiana (Mc 8,27—10,52).

Al inicio, el evangelista se ocupa de situar el punto de partida del largo viaje de Jesús con sus discípulos — y con la gente que le seguía (Mc 8,34a)— “hacia los poblados de la región de Cesarea de Felipe” (Mc 8,27a). La enseñanza se imparte en “el camino” (hodós), un recorrido itinerante que se extiende desde Cesarea de Felipe hasta Jericó, antes de llegar a la capital. Resulta sugerente la referencia a esta zona territorial dedicada al emperador romano —César— unida al nombre del gobernante local: Felipe. Estas comarcas se denominaban anteriormente Paneas, en honor al dios pagano Pan (cf. V. Taylor). Resulta evidente, que Felipe —hijo de Herodes el Grande y hermano de Herodes Arquelao y Herodes Antipas— quería manifestar, de este modo, su cercanía y fidelidad al líder político más encumbrado de aquel momento histórico. Se puede pensar que Jesús, frente a los poblados que representan al poder mundano —que sirven de contrapunto— desea que sus seguidores definan ¿quién es él?

El primer segmento textual (Mc 8,27-30) aborda el tema de la identidad del “maestro” que iniciaba sus enseñanzas en Cesarea de Felipe. Se puede observar que la acción de “enseñar” (didaskō) y la actividad escolástica dominan todo el contexto. La cuestión crucial de su identidad, Jesús lo aborda en dos momentos. En primer lugar, desea saber, a través de los discípulos, la opinión de “los hombres”, es decir, la idea que se formaron de él la gente, el pueblo que le seguía. Sin determinarse un sujeto específico, la respuesta de los suyos se relaciona con el ámbito profético. Es decir, según sus inmediatos colaboradores, “los hombres” opinan que Jesús sería “Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas” (Mc 8,28).

Juan el Bautista es el profeta “precursor” no solamente porque precede y anuncia al Mesías como aquel que viene después de él pero que es más grande que él (cf. Mc 1,4-11) sino como quien preconiza con su muerte el modo violento con el que el Mesías será asesinado. Juan el Bautista, en efecto, fue decapitado por orden de Herodes Antipas; Jesús, por su parte, será crucificado, más adelante, a instancias de los jefes religiosos del Sanedrín y ejecutado por el gobernante pagano de Israel, Poncio Pilato, con el ignominioso instrumento de la cruz (cf. Mc 6,17-29; Mc 15,1-39).

Elías, por su parte, era un profeta no escritor; puede considerarse como uno de los más grandes de la antigua alianza. Fue un gran reformador de la religión Yahwista; enemistado con el rey Acab y su esposa Jesabel a causa de las injusticias de estos gobernantes fue perseguido, pero Yahwéh-Dios lo rescató llevándole consigo en “carros de fuego y caballos de fuego” (1Re 18,16-19; 21,17-25; 2Re 2,1-13). Es el referente del profetismo bíblico.

La expresión “uno de los profetas” —que engloba la visión de “los hombres”— es indicativa de que, en la concepción popular, el Mesías debía pertenecer al grupo de los profetas, los cuales tienen la vocación de denunciar las injusticias y establecer, con sus palabras y sus obras, el Reino de Dios. No obstante, hay que recordar que, en la entrada a Jerusalén, el pueblo que le recibe y le saluda le confiere un título relacionado con la realeza davídica (cf. Mc 11,9-10).

Evacuada la primera opinión —la idea formada por “los hombres” en torno al Mesías—, el maestro se dirige ahora directamente a sus discípulos: “Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Es decir, Jesús deseaba saber la comprensión de sus inmediatos colaboradores respecto a su ministerio, aquellos que, desde el principio de su misión, después de haber sido elegidos, lo acompañaron por Galilea y las regiones del norte y escucharon sus palabras y fueron testigos de los milagros y curaciones realizados. La respuesta, a diferencia de la anterior, corresponde ahora a un personaje concreto, Pedro, cuyo nombre originario era “Simón, hijo de Jonás” (cf. Mt 16,17), el cual aparece siempre primero en la lista de “los Doce” y al que Jesús ha cambiado el nombre con una denominación programática —“Pedro” o “Cefas”, es decir, “fundamento rocoso”— porque lo eligió con el fin de ejercer el ministerio apostólico como primado y referente fundamental de la unidad y de la fe de los creyentes (cf. Mt 16,16-20; Lc 22,31-32).  A diferencia de la presentación del evangelista Mateo, la respuesta de Pedro, según san Marcos, es más breve y lacónica: “Tú eres el Cristo”, es decir, el “Mesías” o “Ungido” de Dios (Mc 8,29b).

Después de la declaración petrina, la primera confesión pública en todo el Evangelio, Jesús ordena que se guarde silencio respecto a la proclamación formulada por el principal apóstol: “Entonces les ordenó enérgicamente que a nadie hablaran de él” (Mt 8,30). Esta orden de silencio conocida, teológicamente, como “el secreto mesiánico”, es recurrente en el segundo Evangelio (cf. Mc 1,44-45; 3,11-12; 7,35-36; 9,9) y, según parece, tiene la función de postergar la revelación de la verdadera identidad de Jesús a la gente porque se desvelará después de la resurrección en razón de que, probablemente, existía el riesgo de confundir la misión de Jesús con la de un “mesías” temporal, de naturaleza política, ideologizada por el judaísmo cuya preocupación se centraba en la liberación de Israel del yugo imperial romano. El evento final de la “pascua” de Jesús dará el sentido pleno del mesianismo que va más allá de las meras expectativas humanas entonces vigentes.

En la segunda perícopa de nuestro texto (Mc 8,31-33), una vez que Pedro confesara la identidad mesiánica del maestro, Jesús “comenzó a enseñarles” el perfil del enviado de Dios y su destino. En primer lugar, no emplea el título “Cristo” o “Ungido” sino, hablando de sí mismo, hace uso de un título tomado del profetismo apocalíptico veterotestamentario, “Hijo de hombre”, formulado por el profeta Daniel (Dn 7,13) en una de sus visiones. Este “ser” misterioso desciende de la esfera celestial, en medio de las nubes —referente simbólico del ámbito de Dios—. Se trata de una figura semejante a la humana. Daniel no dice de tal figura que taxativamente sea un “ser humano”. Lo que afirma es que el personaje es de origen divino porque desciende del cielo, con una imagen “semejante” o “parecida” a la de un ser humano (en arameo: ke­bar ’anāš; en hebreo: ben ’adam). Ahora bien, este enviado celestial, paradójicamente, experimentará el “sufrimiento”, la “reprobación”, la “muerte” y la “resurrección” (Mc 8,31).

El tema de la tribulación hace referencia al dato histórico de la pasión de Jesús el cual es configurado con la imagen del “justo sufriente” (por ejemplo, Salmos 22 y 69). El Mesías no será recibido con aplausos y con el reconocimiento unánime de sus contemporáneos; al contrario, experimentará el “cuestionamiento” a sus posiciones doctrinales; pasará por el “dolor” y la “flagelación” que le infligirán los paganos, así como el rechazo y la reprobación de la aristocracia dirigencial de la experiencia religiosa hebrea, ancianos, sumos sacerdotes y escribas, representantes del Sanedrín, el órgano de gobierno del pueblo de Israel.

El desprecio hacia el enviado de Dios no se limitará a la persecución de las autoridades ni a la violencia física, sino que concluirá con su muerte violenta para dar remate a la cerrazón total de la aristocracia del Templo respecto al mesianismo encarnado en el nazareno el cual terminará su testimonio con un trágico final. No obstante, Jesús, el Hijo del hombre, afirma que, después de su muerte, “resucitaría al tercer día”. De esta perspectiva, que se delinea a contramano con la expectativa “gloriosa” de un mesianismo triunfante, el evangelista afirma que Jesús “hablaba abiertamente” (Mc 8,32a).

En el marco de esta enseñanza sobre el destino ignominioso del Mesías, se tiene la intervención de Pedro, el cual, momentos antes, declaraba que Jesús era el Cristo (cf. Mc 8,29). La interposición del jefe de los apóstoles se opone, radicalmente, al planteamiento formulado por el maestro: “Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderle” (Mc 8,32b). Para Simón, el asunto es encarado como si fuese un tema “privado” porque, al parecer, le afectaba personalmente; por eso, “lo llevó aparte”, sin que los demás miembros del colegio apostólico —los “Once” restantes— participaran de aquel debate. El evangelista refiere que “se puso a reprenderle” (epitimáō), evidentemente porque lo que acababa de enseñar Jesús sobre su destino puso en crisis la expectativa mesiánica que Pedro tenía, probablemente en consonancia con el judaísmo de entonces.

La postura contrapuesta de Pedro provoca la inmediata reacción de Jesús el cual, a su vez, reprende con inusitada fuerza al apóstol por su errático planteamiento. La expresión “ponte detrás de mí, Satanás” (hýpage opísō mou, satanā) no solo coloca al príncipe de los apóstoles en una posición contraria al plan de Dios por su actitud de “oponente” (satanā) sino que lo coloca en el sitio que le corresponde: “Detrás de mí”, es decir, el “lugar” del discípulo no es el del maestro; el que se alista para seguir a Jesús no está en condiciones para diseñar el plan de Dios; su “sitio” es “detrás” del maestro, en posición de “seguimiento” vocacional. Actuando en contravención a la enseñanza de Jesús, Simón cumple el rol de un “antidiscípulo” que pretende apartarse del camino señalado por su Señor.

“Satanás”, la enigmática denominación del Maligno, ante todo, indica un rol de contraposición. Su antecedente nos remite a los orígenes en la figura de la “serpiente antigua” (Gn 3,1-7) es el “antagonista” por excelencia de Dios (Job 1,1—2,10). En el Apocalipsis recibe también la denominación “Gran Dragón”, “Diablo” y “Difamador” de los cristianos (Ap 12,7-9). Con todo, hay que señalar que Jesús no afirma en forma taxativa que Pedro sea Satanás, sino que su posición respecto al mesianismo estaba en contravención con la revelación de Jesús y, por eso, la amonestación se formula como un llamado al cambio de mentalidad religiosa y, en definitiva, es una invitación a la conversión con el fin de abandonar sus antiguas ideas triunfalistas para adherirse a la perspectiva de Dios. Por eso, en su reprensión, Jesús observa que los pensamientos de Pedro “no son los de Dios, ¡sino de los hombres!” (Mc 8,33b). El apóstol deberá cambiar de posición y madurar en el discipulado.

Acto seguido, Jesús convoca tanto a la gente como a los discípulos con el fin de dar las notas características del seguimiento al Mesías sufriente (Mc 8,34a). Les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34b). El discipulado planteado por el maestro, de este modo, difiere diametralmente del sistema educativo rabínico porque quien se apunta a la “escuela” de Jesús deberá arriesgar su vida por él y por el Evangelio con el fin de alcanzar la salvación. No son aptos aquellos que prefieren vivir un estilo tranquilo y sin sobresaltos porque no tienen el coraje de anteponer a su bien personal el proyecto del Reino. Estos, “queriendo salvar su vida, la perderán” (Mc 8,35a). El discípulo que se gaste y se desgaste por el Evangelio, dando testimonio de Jesús, obtendrá la salvación (Mc 8,35b).

En definitiva, Jesús de Nazaret, el Cristo —Hijo de hombre— plantea una nueva visión de mesianismo en consonancia con el perfil del “siervo sufriente” de Isaías, es decir, un Mesías “sufriente”, “varón de dolores” (cf. Is 53,3-10), en oposición a la visión triunfalista de los jefes judíos y de los discípulos que alimentaban la idea de un Mesías “glorioso” y “triunfante” pero meramente terrenal cuyas metas no trascienden la historia. En consonancia con esta visión, todo discípulo deberá ser consciente de que no emprende un camino de éxitos y de aplausos sino la vía dolorosa, la escuela del sufrimiento. A un Mesías crucificado siguen, verdaderamente, quienes han asumido la cruz de Cristo como proyecto de vida porque, en el fondo, la cruz de Cristo es el verdadero “árbol de la vida” que nos procura la resurrección. El “mundo” contemporáneo, que fija su meta en el “más acá”, se resiste a admitir y aceptar la perspectiva del “más allá” y, así, queda atrapado en el laberinto de una vida efímera que, como el agua, se le escapa de las manos.

Los discípulos de Cristo debemos estar atentos, en cada tramo de la historia, a no caer en la tentación de idear un proyecto mesiánico alternativo en función de ideologías. En la mentalidad bíblica, el discípulo no puede ser más que su maestro; en todo caso, está llamado a configurarse con él. Esta perspectiva cristológica está en la base de una Iglesia que renuncia al triunfalismo y a la autorreferencialidad para dar paso a una Iglesia humilde, concorde con el estilo de su maestro, que lleva sobre sus hombros los sufrimientos y padecimientos de una humanidad sedienta de paz, de misericordia y de justicia y que se abre a la esperanza de la vida eterna.

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