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Opinión

La enseñanza sobre la manducatio cafarnaítica

51“Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne, para la vida del mundo”. 52Discutían entre sí los judíos: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” 53Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. 54El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré al último día. 55Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. 56El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. 57Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. 58Este es el pan bajado del cielo; no como aquel que comieron vuestros antepasados, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre”. 59Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaún.

[Evangelio según san Juan (Jn 6,51-59) — 20º domingo del tiempo ordinario]

El segmento textual del Evangelio de san Juan, que la liturgia de la palabra nos propone para este 20º domingo del tiempo ordinario (Jn 6,51-59), se centra en lo que denominamos la “manducatio cafarnaítica” porque se trata de un discurso sobre la “verdadera comida” y la “verdadera bebida” (Jn 6,55). Esta frase —la “comida de Cafarnaún”— se distingue de la “manducatio eucarística” que en el cuarto Evangelio se desarrolla en el contexto del “lavatorio de los pies” (Jn 13,1-20), ritual de la hospitalidad que simboliza la “nueva alianza” celebrada en el marco de la “última cena” de Jesús con sus discípulos.

Jesús comienza dando varias características de esta particular “comida”. En primer lugar, ese “alimento” se refiere a la persona de Jesús, pues él mismo se autodefine como “el pan vivo”, un “pan” al cual la “vida” le es connatural y coextensiva. En segundo lugar, afirma que se trata de un “pan bajado del cielo” señalando así su origen no terrenal sino celestial, procedente del ámbito propio de Dios (Jn 6,51a). En tercer lugar, mediante el recurso a una cláusula condicional, asevera que tiene la cualidad de conceder vida permanente. El vocablo griego aiōn comunica la idea de “duración” y de “consistencia” (Jn 6,51b). En cuarto lugar, Jesús afirma que ese “pan celestial” se identifica con su propia “carne”: “…y el pan que yo le voy a dar es mi carne…” (Jn 6,51c). Para el evangelista, el vocablo sárx, “carne”, considerado a la luz de Jn 1,14, indica toda la persona de Jesús, palabra eterna de Dios, que “puso su tienda” entre nosotros en el acontecimiento de la encarnación. En quinto lugar, la vida que dona este “pan” es para el “mundo”, es decir, para toda la humanidad (Jn 6,51c).

En contraposición al discurso de Jesús, el autor presenta la objeción de los judíos, una réplica que, según parece, no se formula abiertamente sino “entre ellos” (allēllous), es decir, entre quienes escuchaban las palabras de Jesús. El verbo de acción en imperfecto (emáchonto) revela que la “disputa” interna era continua (Jn 6,52a). La censura —que se expone en forma interrogativa: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?” (Jn 6,52b)— apunta a la imposibilidad de que Jesús les dé su carne como comida. Aquí, es probable notar un “malentendido”, semejante a la incomprensión de Nicodemo sobre el “nacer de nuevo” o “nacer de agua y espíritu” (Jn 3,3.5) que lo confunde con el nacimiento “carnal” (Jn 3,4-5). Según parece, los judíos comprenden la “comida” o manducatio —propuesta por Jesús— como un acto material, es decir, en este caso como una antropofagia.

La respuesta de Jesús adquiere carácter solemne y enfático: “En verdad, en verdad os digo” (Jn 6,53a). Con este estilo, frecuente en el Evangelio de san Juan (más de 50 veces), se subraya la relevancia y la gravedad de lo que se dirá a continuación. La formulación hipotética (eán) negativa sentencia la suerte que depararía a quienes se niegan a “comer la carne” y “beber la sangre” del Hijo del hombre: “No tenéis vida en vosotros” (Jn 6,53b) —afirma—. Este veredicto equivale a la muerte eterna porque indica la radical ausencia de la vida. La segunda persona plural del pronombre —los que se rehúsan a comer y a beber y, en consecuencia, renuncian a la vida—, no se refiere solo a los judíos que estaban escuchando las palabras de Jesús en la sinagoga sino a todos aquellos, judíos o no, que, en el pasado, en presente y en el futuro se negaron, se niegan y se negarán a recibir la fuente de la vida. “No tener vida” se refiere ya a la condición actual y transitoria de quien experimenta la vida durante el discurso en Cafarnaún o en este momento histórico en cuanto que, al no asimilar las palabras de fe, no tienen posibilidad de que esta vida crezca y adquiera, en la escatología, su real y definitiva configuración. La “vida eterna”, así comprendida, no es una etapa “posterior” (escatología) que suceda a una “anterior” (vida histórica) sino la vida que se va generando a partir de la fe durante la historia (Jn 6,47) y que alcanzará su plenitud después de la resurrección.

En contraste con la situación de los judíos, y los no-creyentes, en clave positiva, quienes “comen” la carne del Hijo del hombre y “beben” su sangre tienen vida eterna y Jesús lo resucitará el último día (Jn 6,54). Según está formulado, parece que la vida eterna precede a la resurrección, como un programa que se acepta y se desarrolla en el escenario terrenal y que culminará con la resurrección al “último día” (Jn 6,54b), es decir, en la consumación de la historia, cuando el eón presente haya culminado para dar paso al estado definitivo de la vida plena, en comunión con Dios y con quienes serán salvados (Jn 6,54b).

Jesús subraya la calidad de la comida y de la bebida que ofrece denominándolas “verdaderas” en el sentido de “auténticas”, “efectivas” (alēthēs), que tienen capacidad de comunicar “vida eterna”, en contraste con otros alimentos que no son verdaderos (Jn 6,55). Y por ser “verdadera comida” y “verdadera bebida” genera una inmanencia recíproca (Jn 6,56): “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él” (Jn 6,56). Esta interrelación entre Jesús y el creyente encuentra su configuración en la relación entre Jesús y el Padre: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6,57). La íntima comunión entre el Hijo y el Padre está en la base del “envío”; del mismo modo, el que comiere del pan vivo vivirá por el Hijo y estará disponible para ser enviado a expandir la palabra por doquier.

Refiriéndose a sí mismo mediante el pronombre demostrativo “este” (hoūtós), Jesús reitera lo que ya había afirmado al principio (cf. Jn 6,51): “Este es el pan bajado del cielo; no como aquel que comieron vuestros antepasados, y murieron” (Jn 6,58a). Aquí distingue “los dos panes”: El manáh del desierto y el pan vivo bajado del cielo. Aquel fue un alimento transitorio que no tenía la capacidad de infundir vida, pues los “antepasados” de los judíos que comieron no subsistieron, más bien, perecieron. El “pan bajado del cielo”, al contrario, tiene la potencialidad para conceder una vida permanente (Jn 6,58b).

Al llegar a este punto —del denso discurso del “pan de vida”—, el evangelista hace un breve comentario clausurando esta sección con la observación sobre la actividad de Jesús, el recinto específico y la localidad donde se encontraba: “Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaún” (Jn 6,59). En consecuencia, el autor indica que se trata de la acción de “enseñar” (didáskō), una actividad “docente”, pedagógica; no al descampado sino en la “sinagoga” donde se reúnen los judíos para escuchar la palabra de Dios y celebrarla. El pueblo al que alude el autor es Cafarnaún, situado junto a la orilla noroccidental del lago de Genesaret, a unos 4 km al oeste de la desembocadura del Jordán; es patria de los hermanos Simón y de Andrés (Mc 1,29) donde Jesús desarrolló parte de su misión.

En definitiva, el presente texto no se ambienta en el contexto de una cena pascual como se relata en los evangelios sinópticos y en la Primera Carta a los corintios (Mc 14,22-25; Mt 26,26-29; Lc 22,19-20; cf. 1Cor 11,23-25); por eso, el delineamiento no corresponde al de la “nueva alianza” celebrada en el marco de la comida eucarística. Se trata, más bien, de un “discurso” o, más precisamente, una “enseñanza” (Jn 6,59) sobre la “verdadera comida” y la “verdadera bebida” (Jn 6,55) que Jesús ofrece. No son dos cosas distintas porque “carne” y “sangre” hacen referencia a la indivisible persona de Jesús, el Hijo del hombre. Si se disocian “carne” y “sangre” es en razón de los ritos pascuales como acciones sucesivas. Por eso, Jesús dice, uniendo “carne” y “sangre”: “…el que me come…” (Jn 6,57). ¿De qué se trata? Se trata de “creer” en la palabra de Jesús y “creer” a Jesús el cual, siendo enviado por el Padre, es portador de la vida eterna. El que quiera ser discípulo está invitado a acoger en la fe el misterio de su muerte y resurrección —como un don— del Hijo del hombre que ha hablado durante su ministerio terrenal.

Del mismo modo que —por el proceso natural— se asimilan los alimentos que ingerimos, así también la palabra de Dios se debe incorporar —por la fe— en la mente y en el corazón del creyente con el fin de convertirlo en parte de su ser y, en virtud de ese particular alimento, experimentar la transformación de toda su vida. Este lenguaje fuerte, extraído de la práctica humana de la alimentación, quiere subrayar hasta qué punto las ideas de Cristo, sus criterios y valores, sus opciones y decisiones deben dar un giro radical en el horizonte del discípulo.

Gracias a la fe activa y operativa la comunión perfecta entre el Padre y el Hijo se comunica a la relación entre el Hijo y el creyente de tal manera que, sin quedar fusionados, mantiene cada uno su propia identidad personal. Lo fundamental de la manducatio cafarnaítica radica en su dimensión existencial que ayuda al discípulo a no reducir el sacramento de la Eucaristía a un nivel meramente ritual sino, al contrario, lo conduce hacia el firme compromiso de transformar el mundo con la fuerza dinámica del “pan vivo bajado del cielo”, es decir, con la fuerza de la palabra de Dios enseñadas por Jesús, el Hijo del hombre.

En todos los tiempos, y en especial en los nuestros, existen muchas palabras, muchos “alimentos” sin substancia ni consistencia, ideologías que van y que vienen; propuestas y planes humanos intrascendentes. Y no faltan embaucadores de nuevas corrientes y doctrinas que confunden y distraen. Con todo, hay una sola palabra —la palabra de Dios— que debe ser escuchada con pasión y ardor, para hacerla “carne” y “sangre”, “veracidad” y “justicia”, “misericordia” y “ternura”.

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