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Opinión

Controversia de Jesús con su propia familia y con los escribas

20De vuelta a casa, se aglomeró otra vez la muchedumbre, de modo que no podían comer. 21Sus parientes, al enterarse, fueron a hacerse cargo de él, pues pensaban que estaba fuera de sí. 22Los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Está poseído por Beelzebul” y “por el Príncipe de los demonios expulsa los demonios”. 23Él, llamándoles junto a sí, les decía en parábolas: “¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás?” 24Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no podrá subsistir. 25Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá subsistir; 26y si Satanás se alza contra sí mismo, quedará dividido y no podrá subsistir; habrá llegado a su fin. 27Pero nadie puede entrar en la casa de alguien fuerte y saquear su ajuar, si antes no lo maniata. Solo entonces podrá saquear su casa. 28Yo en verdad os digo que se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que estas sean. 29Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca; antes bien, será reo de pecado eterno”. 30(Es que decían que estaba poseído por un espíritu inmundo). 31Llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, mandaron llamarle. 32Había mucha gente sentada a su alrededor. Le dijeron: “¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan”. 33Él les respondió: “¿Quién es mi madre y mis hermanos?” 34Y, mirando a los que estaban sentados en su corro, a su alrededor, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos, 35pues quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

[Evangelio según san Marcos (Mc 3,20-35) — 10º domingo del tiempo ordinario]

La liturgia de la palabra nos propone, para este 10º domingo del tiempo ordinario, un texto del Evangelio según san Marcos redactado según la técnica del relato tipo sándwich (familia-escribas-familia). Es un método literario no aislado sino recurrente (cf. Mc 5,21-43; 11,12-26; 14,10-21). La narración tiene la función de explicar e iluminar la posición de la familia de Jesús (Mc 3,21.31-35) mediante la crítica de los escribas, y viceversa (Mc 3,20-30).

El ámbito donde se desarrolla la controversia es la “casa” (oîkós). Marcos dice: “De vuelta a casa”. Según parece, se trata de la casa de Simón y Andrés (Mc 1,29), en Cafarnaún, a la que retornaron después de haber recorrido para predicar, curar enfermos y elegir a sus colaboradores. El evangelista da cuenta de que en esta casa se aglomeró mucha gente de tal manera que ni siquiera podían comer (Mc 3,20). No era la primera vez que acontecía esta masiva concurrencia de personas que buscaban respuestas a sus problemas de salud y de opresiones demoniacas (cf. Mc 1,32-34).

Después de la indicación del lugar donde Jesús se encontraba con los suyos y con la gente, el evangelista comenta que “sus parientes”, al tener conocimiento, fueron como para hacerse cargo de él porque pensaban que estaba “fuera de sí” (existemi) (Mc 3,21). En este clima de tensión se inserta la polémica con los escribas procedentes de Jerusalén (Mc 3,22a). Llama la atención el contraste entre la acción de la gente que busca a Jesús para que dé respuesta a sus problemas y la actitud de sus “parientes” (literalmente, “lo suyos”: hoi par’autoū) que procuran rescatarlo porque tenían la idea de que “estaba fuera de sí”. De todas maneras, lo que queda claro es la situación de conflicto entre Jesús y sus familiares.

Los “escribas”, miembros de la élite intelectual de Israel, expertos de la ley, afirman de Jesús dos cosas: En primer lugar, que “está poseído por Beelzebul” y, segundo, que “por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios” (Mc 3,22). Se trata de una acusación grave por la cual se sostiene que Jesús está bajo el dominio de un agente del mal; más aún, bajo el mando no de cualquier maligno sino del jefe de los demonios. Probablemente, la expresión hebrea compuesta “Beelzebul” quiere decir, a la letra, “señor de las moscas” o “señor de las inmundicias”. Esta inculpación sube de tono cuando, a continuación, esgrimen la idea de que Jesús expulsa a los demonios mediante la potencia del jefe de los demonios. Esta imputación de los escribas si bien está en línea con lo que piensan sus parientes, las supera grandemente. La perspectiva de la parentela de Jesús al que consideran que “está fuera de sí” puede obedecer a lo que venía realizando en contravención con las normas y procedimientos religiosos de la religión judía, pues infringía la ley del šabbāt (Mc 1,21-28.29-31; 2,23-28; 3,1-6), tenía contacto con los leprosos (Mc 1,41), se arrogaba el rol de perdonar pecados (Mc 2,5), compartía la mesa con publicanos (Mc 2,13-17), no cumplía con la normativa del ayuno (Mc 2,18-22). Es decir, todo lo que hacía estaba en oposición a la enseñanza de los líderes religiosos y se podría configurarlo, en este sentido, en el rol de un falso profeta o asimilarlo, tal vez, con quienes practicaban el arte de la magia. Es probable que, por esta razón, querían hacerse cargo de él, con el fin de no generar más escándalos desde una óptica ortodoxa de las prácticas religiosas.

Ante la calumnia de los escribas que contradicen el sentido de su misión, Jesús contraataca mediante tres argumentos con la finalidad de desenmascarar la falsedad y la incongruencia de los maestros de la ley quienes, con toda claridad, actúan como sus adversarios. En primer lugar, refuta la idea de que Satanás pueda expulsar a Satanás mediante dos imágenes: La del reino disgregado en una guerra civil y la de la casa o familia dividida por la discordia. En ambas situaciones, Jesús afirma que en el caso de que su acción fuese originada por el maligno, Satanás se levantaría contra sí mismo. De hecho, una institución no podría combatirse a sí misma sin autodestruirse (Mc 3,23-26).

En segundo lugar, su argumentación se basa en la imagen de quien entra en la casa de un hombre fuerte que, ante todo, debe ser capturado y maniatado para que el ladrón pueda disponer de sus bienes. Si el hombre fuerte se identifica con Satanás y el botín es la figura de las personas que necesitan ser liberadas del poder del maligno, entonces el que entra en la casa debe asimilarse a Jesús el cual, mediante milagros y exorcismos, prevalece sobre los agentes del mal consiguiendo la liberación definitiva y total de los prisioneros de los demonios (Mc 3,27).

La conclusión de la argumentación de Jesús comienza con un tono solemne (“en verdad os digo”). Por un lado, manifiesta el consuelo de que “se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias por muchas que estas sean”; pero, por el otro, esgrime una excepción: “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca; antes bien, será reo de pecado eterno” (Mc 3,28-29).

La acción de “blasfemar” (blasphēméō) es una trasgresión contra Dios por la cual no se le rinde el tributo debido ni se le reconoce su actuación en la historia. Los escribas habían acusado a Jesús de blasfemia por haber perdonado sus pecados a un paralítico (Mc 2,5-7). En nuestro texto, se observa un cambio de rol porque Jesús es ahora el que les acusa de este pecado: Quienes se arrogan el derecho de declarar culpable de blasfemia a alguien, motivo por el cual Jesús fue condenado, no se dan cuenta de que —por ese mismo acto— son los primeros en blasfemar. Así, el pecado imperdonable consiste en atribuir al Mesías, que actúa bajo el patrocinio de Dios, una perspectiva satánica. Es lo que hacen los escribas.

Básicamente, la blasfemia consiste en contradecir la verdad, tergiversarla; llamar bien al mal y al mal darle la categoría de bien. Para que no haya dudas, el evangelista explica, entre paréntesis: “Es que decían que estaba poseído por un espíritu inmundo” (Mc 3,30). Jesús, en efecto, no está poseído por un espíritu inmundo, sino que, todo lo contrario, él libera a los hombres y mujeres de la esclavitud de los espíritus inmundos.

Según parece, antes de concluir su discusión con los escribas, Jesús es interrumpido por algunos que le informan que “llegaron su madre y sus hermanos” y permanecían fuera de la casa (Mc 3,31). La expresión inicial que designaba a “sus parientes” (“los suyos” en Mc 3,21) ahora se especifica con las expresiones “madre” y “hermanos”. La multitud que rodeaba a Jesús creaba una especie de obstáculo no solo en sentido físico sino de relación (cf. Mc 3,20). En razón de la dificultad, se le informa a Jesús de la presencia de sus parientes.

En lo que respecta al problema de los “hermanos carnales” de Jesús, es preciso reconocer que, desde el punto de vista filológico, nunca se habla en el Nuevo Testamento de “los hijos de María”. Por otra parte, no resulta fácil juzgar el dato teniendo presente la concepción diversa de la familia en la cultura hebrea de aquel tiempo. Hoy, en nuestra actual cultura occidental, cuando pensamos en la constitución de la familia, la idea que tenemos se basa en una conformación “nuclear” —el núcleo básico de “padre, madre e hijos”—. Esta concepción dista, por mucho, de la estructura “tribal” de la familia en la sociedad hebrea de los tiempos bíblicos. De hecho, la institución familiar en la tradición veterotestamentaria se componía por aquellos elementos unidos a la vez por la comunidad de la sangre y por la comunidad de habitación. Una familia era una “casa” o bēt (“casa de David”, “casa de Judá”, etc.) y se componía del esposo, esposa, padres e hijos, siervos, “residentes extranjeros” o gerîm. En sentido amplio, familia se identificaba con “clan” (la mišpaḥah). Todos se consideraban y se trataban como “hermanos”. Habitan en un mismo territorio, en varias aldeas, mancomunados por intereses comunes. La familia israelita es claramente patriarcal. El padre de familia tenía autoridad sobre su esposa e hijos, aunque estos estén casados. En consecuencia, se puede decir, tranquilamente, que “madre y hermanos” —como lo menciona Marcos (3,31)— pueden designar “parientes” o “miembros del mismo clan” o de la “misma tribu”.

Ante la información recibida, Jesús responde valiéndose de una técnica escolástica según la cual, con el fin de suscitar la atención de los oyentes, formula una pregunta que se relaciona con un aspecto del planteamiento que le formularon (la “parentela”). En efecto, ante el anuncio de que “su madre, sus hermanos y hermanas” estaban fuera y le buscaban (Mc 3,32), él respondió: “¿Quién es mi madre y mis hermanos?” (Mc 3,33a). Con la presente pregunta, Jesús pone en crisis la identidad de su madre y de sus parientes, con la intención, según parece, de formular un nuevo concepto de familia. Acto seguido, mediante una actitud pedagógica, dirige su mirada a los que estaban sentados en su entorno (Mc 3,34a), haciendo que su actitud —o movimiento visual—, físicamente constatable, preceda a sus palabras. Estas tendrán la función de corroborar la respuesta ya tácita expresada en la “mirada”. Entonces dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos” (Mc 3,34b).

La antropología bíblica nos enseña que la madre cumple un rol fundamental no solo en el advenimiento de un niño o niña porque, además del parto —una dura experiencia para la mujer que dará a luz— la figura materna se relaciona con el cuidado, la protección y el alimento del neonato. El cariño y el amor son las notas que la adornan. Los parientes, por su parte, confieren respaldo y pertenencia a quien se agrega al clan familiar. No obstante, alejándose de esta perspectiva afectiva, Jesús innova su pertenencia familiar: “Pues, quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,35). Con esta perspectiva, Jesús deroga el anterior concepto de fraternidad dado por los vínculos de la sangre y la comunidad de habitación y lo redefine según el criterio del “cumplimiento de la voluntad de Dios”. La nueva familia que Jesús funda, en consecuencia, está más allá de la comprensión tradicional para dar lugar a una fraternidad universal que se basa en la comunión con Dios a través de la adhesión a Cristo y al programa del Reino que anuncia.

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