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Opinión

Poder universal

16Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. 17Y al verlo le adoraron; algunos, sin embargo, dudaron. 18Jesús se acercó a ellos y les habló así: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. 19Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, 20y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

(Evangelio según san Mateo [Mt 28,16-20]; solemnidad de la Santísima Trinidad)

La liturgia de la Palabra, en la solemnidad de la Santísima Trinidad, nos propone la perícopa conclusiva del primer Evangelio (Mt 28,16-20). El texto se articula en dos momentos: El primero se centra en el traslado de los “once discípulos” a la región de Galilea, al norte, lejos de Jerusalén y en el encuentro con el resucitado (Mt 28,16-17). El segundo episodio refiere las últimas palabras de Jesús a los suyos a quienes confiere una particular misión de alcance universal.

Ya no eran “doce” los discípulos sino “once” porque Judas, según el testimonio de Mateo (Mt 27,5), se había “autoeliminado” (apágchomai). Más adelante, elegirán al “sustituto de Judas”, Matías (Hch 1,13-26), con el fin de completar el número de “doce”, cantidad que recuerda la composición del pueblo de Israel cimentado sobre doce patriarcas, padres de las doce tribus. Los “doce” discípulos serán, igualmente, las “columnas” que conformarán la Iglesia, el “nuevo Israel”.

En el encuentro con las mujeres, después de que ellas hayan constatado el sepulcro vacío, Jesús resucitado les dio la misión de avisar “a mis hermanos”, es decir, a “los once” discípulos, “que vayan a Galilea” para que lo puedan “ver” (Mt 28,9-10). Obedeciendo la instrucción recibida, “los once” marcharon a Galilea “al monte que Jesús les había indicado” (Mt 28,16). En la disposición dada a las mujeres no se menciona “el monte”, solo la región. Es posible pensar en un “monte” referencial, que era conocido por ellos, como el “monte de las bienaventuranzas” (cf. Mt 5,1), tal vez en las cercanías de Cafarnaún.

Cuando llegaron a destino, el narrador certifica que los discípulos “al verlo le adoraron” (Mt 28,17a). La experiencia visual del encuentro conduce a los discípulos, de modo espontáneo, al acto de “adoración”. El verbo proskynéō describe el “acto de prosternación” u “homenaje” lleno de confianza que se observa ante la Divinidad. “Los once”, al adorar a Jesús resucitado, no solo reconocen que en su persona resplandece Dios mismo, sino que, además, como ha superado el drama de la muerte, refrendan con su gesto que posee un poder y una autoridad que sobrepasan el cálculo humano.

No obstante, el evangelista da cuenta de excepciones: “…algunos, sin embargo, dudaron” (Mt 28,17b). Empleando la indeterminada expresión “algunos”, seguida de una adversativa que indica una actitud opuesta a la fe manifestada mediante la “adoración”, Mateo testimonia que también en el colegio apostólico había vacilación. El verbo “dudar” (edístasan), en aoristo —que indica un pasado puntual equivalente al pretérito— indica que la “duda” no fue permanente.

En el Evangelio según san Juan, tenemos el caso de Tomás que al no participar de la primera aparición de Jesús al círculo de “los doce” (“diez” en ese momento) experimentó la duda ante el testimonio de sus hermanos. No obstante, en la segunda aparición, ocho días después, este discípulo pudo superar la incredulidad al certificar visual y físicamente que Jesús había resucitado y lo reconoció como su “Señor” y su “Dios” (Jn 20,19-29). Con todo, es importante señalar que Tomás es una figura “tipo”, es decir, una tipología de discípulo al que no le resulta fácil abrirse al misterio de la fe, en oposición a la figura del “discípulo amado”, modelo de fe y de cercanía al Señor Jesús (cf. Jn 13,22-25, 19,25-27; 20,2-5.8; 21,7.20-21). Este mismo concepto podríamos aplicar a los indeterminados discípulos que “dudaron” de que el resucitado era el mismo que había muerto en la cruz. De hecho, la vacilación y la duda son notas distintivas de los discípulos en el Evangelio de san Mateo, una actitud expresada mediante el término técnico oligopistía o “poca fe” (cf. Mt 6,30; 8,26; 14,31; 16,8).

En el segundo cuadro, Jesús toma la iniciativa y “se acercó a ellos”. El resucitado no está distante de los suyos. Es verdad que los discípulos fueron hasta Galilea para verlo; marcharon por disposición de Jesús; pero en el encuentro “en el monte” es él el que toma la iniciativa de hacerse próximo. Aquí podemos entrever que subyace la teología del “Enmanuel” (del “Dios con nosotros”), propio de Mateo, que subraya que Jesús está presente y permanece junto con ellos. Es lo que se dirá al final del texto (Mt 28,20b).

Al estar con ellos, el resucitado les dirigió la palabra y les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y la tierra” (Mt 28,18b). Jesús les anuncia que recibió un poder universal de parte de su Padre. El aoristo pasivo (edothē), equivalente al imperfecto, se circunscribe en el marco del principio denominado “pasivo teológico” que tiene a Dios (el Padre) como agente de la donación. Es decir, el Padre le confiere un poder “pleno”. El adjetivo pās que acompaña al vocablo “poder” significa, precisamente, la “totalidad” o compleción de los poderes. El modo en que se redacta el texto no deja excepción posible. El vocablo exousía puede significar, efectivamente, “poder”, “autoridad” o “potestad”; y el ámbito universal del ejercicio de esa autoridad se expresa mediante la locución “sobre los cielos y sobre la tierra”. Esta frase refleja el modo hebreo de significar el “universo” que se define por sus extremos (cielo y tierra). La victoria sobre la muerte que se verifica en la resurrección le hace digno a Jesús de recibir el poder total o universal (cf. Ap 5,9-10).

Después de anunciarles el poder recibido, Jesús confiere a sus discípulos una misión también de carácter universal —“a todas las gentes”— que comprende el “bautismo” y la “enseñanza” (Mt 28,19-20a). El bautismo que Jesús encomienda a los suyos como tarea deberá hacerse “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El verbo griego baptizō significa “sumergir” y en el judaísmo tardío indica la inmersión para la ablución de las impurezas (cf. 2Re 5,14; Sir 34,25). Este mandato puede aparecer, a primera vista, extraño porque Jesús, según los sinópticos, nunca ha bautizado —actividad atribuida en cambio a Juan (Mt 3,1-12)— ni nunca ha mandado a sus discípulos a que bautizasen. El profeta precursor describe a un Mesías que ha de bautizar “en Espíritu y fuego” para indicar su fuerza eficaz (Mt 3,11). En el acto del bautismo de Jesús está presente el Espíritu y el Padre cuya voz revela: “Este es mi Hijo predilecto” (Mt 3,17).

En la tradición evangélica, solo Mateo reporta la forma trinitaria del Bautismo, estrictamente relacionado con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (cf. Didajé VII,1). Mediante la expresión “en el nombre”, sinónimo de identidad, se pone de relieve el estrecho ligamen entre el Bautismo y las tres divinas personas. De esta manera, los destinatarios de Mateo son partícipes de la nueva identidad de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. La frase “en el nombre” sitúa a las tres personas en el mismo nivel. Esta nueva identidad de Dios —que es Padre, Hijo y Espíritu Santo— no difiere del Dios revelado a Israel como el Dios único (cf. Dt 6,4), un Dios que sin perder su unicidad en su más íntima realidad es una relación de perfecta comunión (cf. Mt 11,27). Así, el bautismo posibilitará las nuevas relaciones de los discípulos con el Dios “uno y trino”.

El segundo componente de la misión consiste en “enseñar a observar todo aquello que os he mandado” (Mt 28,20a). La enseñanza es una tarea casi exclusiva de Jesús en el primer Evangelio. Tal aspecto resulta confirmado también por el uso del sustantivo griego didáskalos, referido únicamente a él. Mateo, de hecho, se interesa particularmente por la enseñanza de Jesús haciéndose eco de sus cinco grandes discursos (Mt 5,1—7,29; 9,36—10,42; 13,1-53; 18,1-35; 23,1—25,46). Solamente con su resurrección la actividad de la enseñanza se confía a los discípulos, pero este mandato está estrictamente unido al de Jesús. Esto es comprensible por la expresión “todo aquello que os he mandado”, mediante la cual en la tradición bíblica se indica la normativa y exigente voluntad de Dios. Según la costumbre judía, para llegar a ser discípulo era necesario un periodo de habilitación. En la comunidad cristiana, esta etapa se dará mediante el proceso de enseñanza al que el neófito deberá someterse de tal manera a conformar su personalidad según los criterios de Jesús. Estos criterios o principios se encuentran codificados en el Evangelio y tiene como contenido fundamental la voluntad del Padre. La misión hace que Jesús y sus discípulos estén unidos por la misma preocupación y responsabilidad: Hacer otros discípulos.

Si bien han recibido la misión de enseñar, “los once” permanecerán siempre como discípulos en cuanto que en la Iglesia solamente Jesús tiene el rol de maestro (Mt 23,8-12). Por eso, también aquellos que tienen la tarea de la misión mantienen su identidad de discípulos contra toda forma de paternalismo o de autoritarismo que puede deteriorar las relaciones en el interior de la comunidad. La eclesiología de Mateo funda una relación de “paridad” entre todos los componentes de la comunidad. Mateo es el Evangelio de la “fraternidad” porque pone el acento en que el vínculo fundamental entre todos es la “igualdad”, lo cual no contradice el hecho de que haya roles y carismas distintos en la comunidad (cf. Mt 12,46-50; 25,31-46; 28,1-10).

Al finalizar su intervención, Jesús expresa la seguridad de su presencia en medio de los discípulos: “Y he ahí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20b). Mateo ya al inicio de su obra hace mención de lo que denominamos hoy la “teología del Enmanuel” (Mt 1,23) que se construye sobre la base de la presencia permanente del Mesías en la historia de la humanidad. De esta manera, Mateo concluye su Evangelio no con el episodio de la ascensión (como en Lc 24,50-53) sino con la promesa de la asistencia constante a los suyos hasta el final de los tiempos.

La conclusión del Evangelio según san Mateo (Mt 28,16-20) tiene dos componentes fundamentales: La nueva identidad de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo; y la misión que reciben los discípulos de evangelizar a todas las gentes “en el nombre” del Dios “trino y uno”. Esta evangelización consiste básicamente en dos acciones: Bautizar y enseñar. Por el bautismo el creyente se incorpora al nuevo régimen de vida establecido por Jesús; y mediante la “enseñanza” los neófitos van tomando conciencia de su nueva identidad y están invitados a vivir en la lógica de la voluntad del Padre.

Es importante subrayar dos observaciones esenciales al respecto: En primer lugar, que el bautismo no se reduce a un mero rito de iniciación a la vida cristiana sino consiste, sobre todo, en la inserción a un proceso dinámico y existencial por el cual se da una plena configuración con Cristo. En segundo lugar, la “enseñanza” no se reduce a la difusión de un catecismo o conocimiento intelectual de la “doctrina” de Jesús sino al cumplimiento de la voluntad del Padre codificada en el Evangelio.  Solo mediante el bautismo que se focaliza en la experiencia cristiana de vida y con la asimilación existencial de las enseñanzas de Jesús, la comunidad de discípulos podrá recordar a todos los hombres la presencia activa y constante del resucitado que actúa en la historia.

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