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Opinión

“Recibid el Espíritu Santo”

19Siendo, pues, (el) atardecer en el día aquel, en el primero de los šabbāt, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”. 20Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. 21Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío”. 22Dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. 23A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

 [Evangelio según san Juan (Jn 20,19-23) — Solemnidad de Pentecostés—]

El texto evangélico que nos ofrece la liturgia dominical de la palabra, en la Solemnidad de Pentecostés, está delimitado por un dato temporal y otro espacial muy concretos. El día ya declinaba en aquella jornada en que los hebreos dedicaban el “diezmo” de su tiempo a Yahwéh, el único Dios verdadero. El evangelista dice: “Siendo, pues, (el) atardecer en el día aquel”.

Después de la indicación temporal (oxías), el autor indica, literalmente, que ese “atardecer” se refiere al “primero de los sabbátōn”. No dice “el primero de la semana” (cf. Biblia de Jerusalén). De hecho, ni el Nuevo Testamento ni la Septuaginta registran el vocablo griego ebdomáda (“semana”). En cambio, el griego sabbátōn traduce el hebreo šabbāt, séptimo día, indicado en el Génesis como el día de “reposo” de Elohîm (Gn 2,1-3), después de culminar su obra al sexto día con la creación del hombre (Gn 1,26-27). Es lógico pensar que la creación del universo fue pensada y plasmada en el Génesis en el horizonte de la liturgia sinagogal. Más tarde, la comunidad primitiva lo identificará con el “domingo” (in die domini), es decir, “en el día del Señor” (cf. Ap 1,10) que en el calendario gregoriano será la “fiesta de guardar”. Lo que resulta relevante, en este punto, consiste en el hecho que la narración sitúa el encuentro al caer la tarde, cuando finalizaba el día santo por excelencia para los hebreos y que será asumido, más tarde, por los cristianos como “domingo”.

El dato espacial está determinado por una habitación con las puertas cerradas donde se encontraban los discípulos, presumiblemente en la ciudad de Jerusalén. Al respecto, es necesario observar que, desde la muerte, sepultura y el hallazgo del sepulcro vacío (Jn 19,28; 20,1) no se registra un cambio geográfico o de lugar.

Según el evangelista, las puertas estaban cerradas por “temor a los judíos”. En el cuarto Evangelio es frecuente la mención de esta asignación —“judíos— para catalogar a los oponentes de Jesús. No se refiere al pueblo judío, en general, porque Jesús, María, José y sus seguidores también eran hebreos y judíos. La mayoría de sus discípulos eran galileos, es decir, hebreos e israelitas. Alude, más bien, a las autoridades religiosas que gestionaron la prisión, los dos juicios (religioso y político) y la condena a muerte del nazareno. Además, no hay que confundir la expresión “judíos”, como gentilicio de la tribu de Judá, con los “hebreos” —referencia cultural y étnica— o con “israelitas” —acepción más bien nacional—. En efecto, Israel estaba conformada por doce tribus y una de ellas era la tribu de Judá. Los romanos, según parece, empleaban la expresión “provincia judía” para designar a todo Israel (según el mecanismo pars pro toto —“la parte por el todo”—). Es lógico pensar y justificar el “temor” (fóbos) de los discípulos teniendo en cuenta la frenética faena de los sumos sacerdotes para acabar con la vida de Jesús. La observación sobre el “encierro” será subrayada más adelante en la siguiente aparición (Jn 20,26) cuando Tomás ya estaba presente.

Excluyendo a Tomás, que no estaba presente en la primera aparición de Jesús a los suyos, y a Judas que ya había muerto, hay que concluir que estaban reunidos diez discípulos de “los doce”. Jesús se presenta “en medio de ellos” y les dijo: “La paz con vosotros” (Jn 20,19d). Este saludo se repetirá en ese mismo encuentro con el fin de resaltar el tema de la “paz” (Jn 20,23). La “paz” es un concepto muy desfigurado que se emplea, no pocas veces, con orientación ideológica. Por eso, es necesario distinguir la “paz” de la que habla Jesús de las ideas imperantes en aquella época y en nuestros ambientes.

Ante todo, el vocablo empleado aquí es eirēnē que traduce el vocablo hebreo šālôm que, ante todo, no se identifica con la pax augusta o pax romana, un eslogan propagandístico imperial para indicar la cesación de hostilidades después de más de un decenio de guerra civil que marcó el fin del gobierno republicano y el inicio de un nuevo sistema de gobierno. Este “nuevo orden” fue inaugurado por Octaviano César Augusto, sobrino de Julio César. Augusto no solo logró la estabilidad interna del Estado sino, además, imprimió seguridad en las fronteras.

La “paz de Cristo” tampoco se identifica con el saludo ordinario entre judíos que emplean la expresión hebrea šālôm ‘alêḳem (“paz a vosotros”) como manifestación de cortesía o cordialidad. De igual modo, en las celebraciones —sobre todo las eucarísticas—, el presidente de la asamblea litúrgica se dirige a los participantes con el saludo: “La paz esté con ustedes”. Esta salutación marca el inicio del memorial de la Nueva Alianza celebrada por Jesús con “los doce” la noche antes de su muerte. Se refiere a un ritual de la liturgia cristiana; no es intercambiable con la “paz” con el que Jesús se presenta a los suyos.

La “paz de Cristo” no implica la ausencia de conflictos o de guerras —aunque las presuponga— así como lo comprendían los antiguos romanos que acuñaron el eslogan latino si vis pacem para bellum (“si quieres la paz, prepárate para la guerra), es decir, una “paz armada”, un estado de “inmovilidad”, que se debe a la amenaza que una nación ejerce sobre un país rival mediante la carrera armamentista.

En el centro del “discurso de despedida”, la “paz de Cristo”, ante todo, se presenta como un “don”: “A vosotros os doy paz. Mi paz doy a vosotros; yo doy a vosotros no como el mundo la da” (Jn 14,27). Al repetirse 3 veces el verbo “dar” (dídōmi), se subraya con intensidad que la “paz de Cristo” no es fruto del esfuerzo humano, de la habilidad de los gobernantes o de la diplomacia de algunos actores sociales; es, más bien, una “donación”, una “concesión” u “obsequio”. Por eso, Jesús dice explícitamente que la “paz” que transfiere a los suyos no se identifica con la “paz” según el ideario del “mundo”. De ordinario, en el Evangelio de san Juan, el concepto “mundo” (kósmos) tiene un delineamiento negativo y se opone a todo aquello que proviene o procede de Dios.

La expresión “en medio” que indica aparentemente “la posición” o “lugar” que Jesús ocupa entre los suyos no se refiere necesariamente a una cuestión locativa con el significado de  “equidistancia” sino a la “centralidad” que el Resucitado ocupa en medio de la incipiente comunidad que, en “los diez”, ya encuentra su génesis. Jesús muerto y resucitado es el referente fundamental de los creyentes representados en el colegio apostólico. La iniciativa de Jesús de “mostrar las manos y el costado” (Jn 20,20) tiene la finalidad de certificar que el resucitado se identifica con el crucificado porque en su cuerpo glorioso llevaba las marcas de la terrible tortura. Consecuencia de la aparición y la certificación de la resurrección es la “alegría”, el gozo de quienes, habiendo experimentado el violento final del maestro, ahora pueden corroborar que está vivo y reunido con ellos.

La observación sobre el feliz y gozoso encuentro da paso al “envío” misionero (Jn 20,21). El don de la “paz” y el “gozo” de la resurrección del que son testigos no es un obsequio exclusivo para el círculo de los discípulos históricos sino una experiencia que debe ser comunicada, difundida. La tarea evangelizadora que Jesús confiere a los discípulos tiene su fundamento en el “envío” que Jesús recibe de parte del Padre: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21).

Finalmente, Jesús les otorga el “Espíritu Santo” mediante un “soplo” (enephýsēsen) que recuerda el acto de creación del hombre en los orígenes (Gn 2,7: “Entonces Yahwéh Dios modeló al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida…). En consecuencia, se puede hablar de un “nuevo acto creador”. Cristo realiza una re-creación de la humanidad. El “Espíritu” es principio de vida que posibilita que el hombre pase del régimen de la muerte al régimen de la vida. Este principio vital está en la base de la vida eterna (Jn 8,51) de tal manera que la muerte física no será el fin de la existencia sino la frontera con la verdadera vida en comunión con Dios.

La actuación del Espíritu Santo marcará una nueva era, un nuevo tiempo que se abre a la vida según el proyecto de Dios. Esto implica que el hombre solo existe pendiente del soplo de Dios. Este Espíritu posibilita no solo el renacimiento a la nueva vida sino, sobre todo, la posibilidad de compartir la comunión divina. De hecho, Jesús “posee la vida en sí mismo y dispone de ella en favor de los suyos (Jn 10,17-18; 11,25-26). Por eso, su soplo es el de la vida eterna.

A continuación, Jesús declara: “A quienes perdonéis los pecados, se les perdonarán; a quienes se los retengáis, se les retendrán” (Jn 20,23). Esta facultad que Jesús concede a los discípulos, exclusiva de Dios en el Antiguo Testamento y de Jesús en el Nuevo Testamento, apunta a la abolición del pecado en el mundo. De hecho, la Nueva Alianza debía caracterizarse por la eliminación del pecado como anunciaba Juan el Bautista en la presentación de Jesús: “He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). “Perdonar y retener” es una formulación positiva y negativa que se debe al estilo semítico que expresa la totalidad mediante una pareja de contrarios como “cielo y tierra”, “varón y mujer”, “árbol del conocimiento del bien y del mal”.

Entonces, “perdonar y retener” significa la totalidad del poder misericordioso transmitido por el Resucitado a los discípulos. El efecto del perdón, expresado en pasivo, indica que el autor del perdón es Dios y el empleo del tiempo perfecto significa que su perdón es definitivo. Podríamos decir, brevemente, que en el instante en que los discípulos o la comunidad perdonan, Dios mismo perdona. De este modo, por el don de la paz y la comunicación del Espíritu, la comunidad es portadora de vida para el mundo; a través de ella se actualiza la presencia permanente del Señor que ha triunfado sobre la muerte.

Pentecostés es el quincuagésimo día del tiempo pascual que coincide con la venida del Espíritu Santo paráclito que Jesús prometió durante su experiencia terrenal. Los Hechos de los Apóstoles (2,1-11) testimonian aquel acontecimiento fundamental en la vida de la Iglesia primitiva. Los simbolismos del “viento” y del “fuego” señalan la actuación del Espíritu Divino, la fuerza y el vigor de Dios comunicados a los que se adhieren a Cristo con el fin de estar “equipados” para anunciar la Palabra de vida. Notas características del Espíritu paráclito son el “amor”, la “solidaridad” y la “libertad” de las distintas ataduras y modernas esclavitudes. La misión del Espíritu Santo es la unidad en la diversidad, la renovación de mentes y corazones para movilizar todas las energías vitales en función del Reino de Dios.

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