Opinión
Testigos de los padecimientos y de la resurrección
Ellos, por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: “Paz a ustedes”. Quedaron atónitos y asustados, pensando que veían a un espíritu, pero él les dijo: “¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Mirad mis manos y mis pies: Soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo”. Y dicho esto les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: “¿Tienen aquí algo qué comer?”. Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado y una porción de miel; lo tomó y lo comió delante de ellos. Jesús les dijo: “Todo esto les había dicho cuando estaba todavía con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos referente a mí”. Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras. Les dijo: “Todo esto estaba escrito: Los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones, invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto.
[Evangelio según san Lucas (Lc 24,35-48) — 3er domingo de Pascua]
En este tercer domingo de Pascua, la liturgia de la palabra nos propone el texto de san Lucas que narra la tercera aparición de Jesús resucitado acontecida en la ciudad de Jerusalén. Jesús, en efecto, se hace presente a la comunidad de discípulos en el mismo día en que se descubre el sepulcro vacío e inmediatamente después del regreso de los dos discípulos que retornaban de Emaús y habían contado a los demás la experiencia del encuentro. El “clima” de la aparición está caracterizado por el asombro, la duda e, incluso, la incredulidad (Lc 24,36-43).
El resucitado se presenta en medio de ellos, por un lado, con el saludo de la paz; y, por el otro, con una delicada amonestación sobre el desconcierto experimentado, pues pensaban los discípulos que veían un “espíritu” (griego: pneūma). Ante esta incredulidad, Jesús les muestra los signos de su identidad: Sus manos y sus pies; y les invita a examinar la “materialidad” de su corporeidad mediante el contacto físico directo: “Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo” (Lc 24,39).
Como persistían en su asombro ante la inesperada aparición, los discípulos se alegraron y seguían maravillados (Lc 24,41). En este contexto, con el fin de probar el realismo de su aparición, pregunta: “¿Tienen aquí algo que comer?”. El narrador comenta, seguidamente, que los discípulos “le ofrecieron un pedazo de pescado asado y una porción de miel” (Lc 24,42). Jesús, por su parte, tomó los alimentos y los comió delante de ellos (Lc 24,43). Evidentemente, subyace aquí la idea de que un “espíritu” —en el sentido de “fantasma”— carece de estructura corpórea, material, necesaria para el ejercicio de la manducatio. Pues si fuera un “espectro” no podría comer ni el pescado ni la miel.
En realidad, este episodio es el pórtico de la escena siguiente (Lc 24,44-48) en la que Jesús resucitado, partiendo de las Escrituras, instruye a “los Once”, y a los que están con ellos, y les confía la misión de ser testigos de su persona y de todo lo que le ha ocurrido a él; es decir, de sus padecimientos y de su resurrección.
Es perfectamente comprensible que los miembros de esa comunidad no acaben de creer, o que confundan a Jesús con un “fantasma”; pero su silencio a lo largo de todo el episodio no deja de llamar la atención. De hecho, el único que habla es Jesús, que trata de disipar todas sus dudas con “numerosas pruebas” (cf. Hch 1,3). “¿Por qué os vienen esas dudas?”, pregunta el resucitado. Literalmente: “Por qué esos pensamientos asaltan vuestros corazones?”. Jesús resucitado se da cuenta de la perplejidad de los discípulos al tenerlo ante sus ojos. La referencia a las manos y a los pies —“mirad mis manos y mis pies”—(v. 39) quiere evidenciar que “las manos y los pies” taladrados por los clavos durante la crucifixión confirman su identidad. La invitación de Jesús a los discípulos para que lo miren y lo toquen pretende establecer su propia identidad porque aún les dominaba la incredulidad. El texto de Lucas presupone aquí unos detalles de la crucifixión que él no contó en su momento, por ejemplo, la presencia de los clavos. Literalmente, Jesús dice: “Soy yo, el mismo”, una frase “epexegética” o explicativa del imperativo “mirad” queriendo decir: “Soy yo en persona”.
El ofrecimiento de la comida no implica que los discípulos estuvieran a la mesa. Simplemente, se pretende evidenciar que el crucificado ha resucitado; y la prueba fáctica de ese nuevo estado de vida es la capacidad de comer. Según parece, este aspecto es central en el relato; y será la base sólida para la posterior misión testimonial apostólica. Este hecho se repetirá, después, en la siguiente obra de san Lucas —los Hechos de los Apóstoles— cuando el mismo autor recordará que Jesús resucitado “comió con” sus apóstoles (Hch 1,4). Así también, dirá: “Nosotros hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos” (Hch 10,41).
Aunque el tema de la comida está presente y encierra un indudable paralelismo con el episodio de Emaús, no se puede menos que pensar que esta escena pretende insistir en la realidad física y en la identidad de Jesús resucitado. Lo importante es el hecho de que Jesús “comió delante de ellos”. Lucas desarrolla, a su modo, la tradición del cristianismo primitivo. Es otra manera de trasmitir al lector, “Teófilo” (Lc 1,3-4; Hch 1,1), la solidez (asphaleia) de las enseñanzas recibidas.
La continuación de la escena con que se abre la aparición de Jesús a sus discípulos en Jerusalén, en la tarde del domingo de Pascua, recoge sus últimas instrucciones basadas en la Escritura, y su encargo de ser testigos suyos y predicar en su nombre el arrepentimiento y el perdón a todos los pueblos. Pero antes deberán permanecer en Jerusalén hasta que sean revestidos de “lo que mi Padre tiene prometido” (cf. Lc 24,44-49).
No resulta sorprendente que afloren aquí unos términos como “arrepentimiento” (griego: metanoia) o “perdón de los pecados” (griego: áphesin tōn hamartiōn). Sin embargo, lo más importante es que aquí se da comienzo al tema del “testimonio”, que reaparecerá otra vez en el versículo programático de Hch 8,1 y que llenará todo el resto de la obra de san Lucas. Pero lo más llamativo es el modo en que Jesús relaciona esta función de los discípulos con las Escrituras del Antiguo Testamento. Estas no solo hablan de un Mesías sufriente que habrá de resucitar, sino que constituyen la base del testimonio que deberán dar los discípulos y de la predicación que habrán de desarrollar en nombre de Cristo.
De este modo, los que han sido “testigos oculares” tendrán que convertirse ahora en “testificadores”, más aún, en “predicadores de la palabra” (Lc 1,2). Aunque la condición de “testigos” es uno de los criterios para elegir el sustituto de Judas en el grupo de “los Doce” (Hch 1,21-22), el encargo de Jesús no se limita exclusivamente a esa persona, como queda bien claro en dicho episodio, sino que va dirigido a “los Once y a los demás” (Lc 24,9.33). Ellos son los que habrán de llevar hasta los confines del mundo “la palabra”.
Jerusalén es el punto de arranque de la palabra (cf. Lc 24,47b y Hch 1,8). Pero los discípulos no se moverán por su propia iniciativa; el encargo de Jesús deja bien claro que se trata de una gracia, de un mandato que otorga autoridad, de una investidura con la dýnamis (“fuerza”) que les será necesaria para llevar a cabo su misión.
En este pasaje, Cristo resucitado trae a la memoria de los discípulos, a la luz de la resurrección, el significado de las “palabras” que tantas veces les dirigió durante su ministerio público. En esas palabras habría que incluir no solo sus enseñanzas, en cuanto tales, y sus parábolas, sino sobre todo los anuncios de su pasión y muerte.
Ahora llega el turno de sus últimas recomendaciones, de su testamento; entonces se dirige a ese núcleo de la comunidad cristiana, reunida en silencio mientras escuchan atentamente su exposición de lo que se refería a él en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos, es decir, en la Toráh, en los Něbî’îm y, al menos, en parte de los kětȗbîm. Según el plan salvífico de su Padre, todo eso tenía que cumplirse. Y realmente, todo se ha cumplido. Las viejas Escrituras solo pueden entenderse a la luz de la resurrección de Cristo.
Brevemente: En relación con las dudas suscitadas, Jesús aparece ante sus discípulos en Jerusalén y muestra las secuelas de sus heridas infligidas en la crucifixión con el fin de certificar su identidad y porque no quiere que se le confunda con un “fantasma” o “espíritu” carente de corporeidad. Además, comparte con ellos la comida como signo de comunión y cercanía espiritual. Luego les confiere la misión de ser testigos de su experiencia, de sus sufrimientos; de su palabra y de su resurrección.
Con este texto de san Lucas podemos afirmar que el “dualismo antropológico” que pretende separar “cuerpo” y “alma” —de origen en la cultura helénica y en el orfismo—, en la perspectiva bíblica carece de fundamento. El hombre y la mujer (la persona, en general) constituyen “un todo” integrado, indivisible. Lo cual implica que nuestra evangelización no solo debe abocarse a “salvar almas” sino al “ser humano” completo (cuerpo, alma y espíritu) en sus necesidades básicas, corporales —comida y bebida; techo y abrigo; salud y derechos— y en sus exigencias espirituales —apertura a Dios y a sus hermanos—. Por eso, es preciso desinstalar muchas estructuras eclesiales caducas basadas en un esquema “dualista” porque ya no responden a esta visión integral del ser humano que sufre y padece, que goza y celebra, que tiene esperanzas de justicia, con apertura a Dios para construir una comunidad humana mejor que se proyecta hacia una vida resucitada.
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