Opinión
Autoridad y pobreza
Cuando se aproximaban a Jerusalén, cerca ya de Betfagé y Betania, al pie del monte de los Olivos, (Jesús) envía a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Id al pueblo que está enfrente de vosotros, y no bien entréis en él, encontraréis un borrico atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os dice: ‘¿Por qué hacéis eso?’, decid: ‘El Señor lo necesita, y que lo devolverá en seguida’. Fueron y encontraron el borrico atado junto a una puerta, fuera, en la calle, y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les dijeron: ‘¿Qué hacéis desatando el borrico?’. Ellos les contestaron según les había dicho Jesús, y les dejaron. Traen el borrico ante Jesús, echaron encima sus mantos y se sentó sobre él. Muchos extendieron sus mantos por el camino; otros, follaje cortado de los campos. Los que iban delante y los que le seguían, gritaban: ‘¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!’”.
[Evangelio según san Marcos (Mc 11,1-10); Domingo de Ramos de la Pasión del Señor]
El Evangelio de la liturgia de la palabra propuesto para este domingo es Mc 14,1—15,47, el texto más extenso; o bien, Mc 15,1-39, el más breve. Con todo, me parece pertinente comentar hoy Mc 11,1-10 que alude directamente al ingreso mesiánico de Jesús en Jerusalén teniendo presente que celebramos el “Domingo de Ramos”.
En el texto inmediatamente anterior (Mc 10,46-52), que precede al que comentamos (Mc 11,1-10), al final del largo “camino a Jerusalén” (Mc 8,27—10,52), Jesús cura a un ciego de Jericó llamado Bartimeo. Al culminar su intervención, Jesús le dijo: “Vete, tu fe te ha salvado”. San Marcos, para concluir la narración, añade: “Al instante recobró la vista y le seguía por el camino” (Mc 10,52). Este camino es la vía de Jericó a Jerusalén. Por esa vía, Bartimeo, el ciego curado, sigue a Jesús. Cuando Betania llega a ser visible sobre el Monte de los Olivos, el cortejo se aproxima a la ciudad. Aquí, Jesús se detiene. Se narra, con precisión, que dos discípulos deben procurar un “borrico” (griego: pōllos) “sobre el que no ha montado todavía ningún hombre” (Mc 11,2-7). A continuación, cabalga hacia Jerusalén entre honores y cánticos de júbilo (Mc 11,8-10).
El encargo asignado (Mc 11,2-3) y la ejecución (Mc 11,4-7) se corresponden exactamente (cf. Mc 14,13-16): Jesús previene sobre todo lo que va a suceder y da indicaciones puntuales. Lo que aquí se narra, sucede por primera vez y en muchos aspectos resulta insólito. Hasta ahora, Jesús siempre se desplazaba a pie o, sobre el lago, en barca. Ahora bien, antes de llegar a Jerusalén envía dos discípulos para conseguir una cabalgadura. Ellos no deben buscar mucho, pues encontrarán de inmediato, al ingresar al villorrio, o sobre el camino, un “borrico”. Ellos solo deben pedirlo y traerlo. A la pregunta ¿para qué lo quieren?, ellos deben responder que el Señor lo necesita y que lo devolverá de inmediato. Jesús, después, ya no necesitará una cabalgadura; la necesitará solo por poco tiempo, para una ocasión particular. Mientras los dos discípulos cumplen con esta misión, Jesús espera con los otros frente al villorrio. Es una última parada para reposar, antes de ingresar a Jerusalén.
Cuando los discípulos le traen el borrico, Jesús sube y comienza a cabalgar hacia Jerusalén. Aquí se revela, simultáneamente, su autoridad y su pobreza. En cuanto Señor, él se hace conducir en un asno que, antes de él, nadie lo había usado. El asno es el medio de trasporte que usaban reyes y sumos sacerdotes, funcional para la geografía de la zona. Pero el animal no es de su propiedad; él lo tomó en préstamo solo por poco tiempo, y los mantos de los discípulos deben sustituir la montura. En lo que sigue del relato, Marcos refiere cómo aquellos que acompañan a Jesús se percatan de su sorprendente comportamiento. Igualmente, aquello que ellos hacen es del todo nuevo: Extienden sus mantos delante de Jesús sobre el camino y esparcen follajes cortados de los campos. Actuando de esta manera, lo reconocen como rey (cf. 2Re 9,13).
Gritando a voz en alto, manifiestan su reconocimiento y sus esperanzas. Profiriendo la expresión aramea hōsanná —“sálvanos ya” o “libéranos ya”— reconocen su “poder” y su “autoridad”. Diciendo: “Bendito aquel que viene en el nombre del Señor” (Sal 118,26), reconocen que Jesús ha sido enviado por Dios y obra por su encargo y que junto a él están la bendición y la potente ayuda de Dios. A estas ideas añaden la esperanza que Jesús traiga consigo el Reino de su padre David. Esperan un Reino similar al Reino de David y llamando a David su padre (cf. Hch 4,25), se declaran los hijos que gozarán de tal Reino (cf. Mc 3,9). Sin embargo, Jesús mismo había anunciado desde el inicio el Reino de Dios (Mc 1,15), no el de David. Él trae un Reino distinto a los reinos de este mundo, con un sistema axiológico desacorde.
En la primera parte del grito de la gente, se reconoce a Jesús como el rey enviado por Dios; en la segunda parte, el gentío percibe, en cierto modo, de qué tipo debe ser su Reino. Aquí se preparan un mal entendimiento y la desilusión (cf. Mc 8,27-33). El anuncio de que el Mesías “debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que le matarían y que resucitaría al tercer día” desconcertó a sus principales colaboradores de tal manera que la cabeza del colegio apostólico, Simón-Pedro, manifestó su oposición a tal perspectiva (Mc 8,31-32; cf. 9,31; 10,33-34).
Jesús se presenta con la autoridad de Dios; él no rechaza la idea de que es portador de una realeza, pero no está equipado ni ataviado con los emblemas, el protocolo y el despliegue de un poderoso monarca. Desde el principio su reinado no se identifica con los “reinos de este mundo”, lo cual no quiere decir que no tenga presencia en este mundo. Está presente —muy presente—, pero de modo bien diverso porque es un reinado cualitativamente distinto y superior.
Antes de su viaje hacia Jerusalén, Jesús había puesto, solo a los discípulos, el planteamiento sobre su identidad, y Pedro lo había reconocido como “el Cristo” (Mc 8,27-30). Y sabiendo este dato, los discípulos lo han acompañado a Jerusalén y se han informado sobre las predicciones de su destino. Entonces, antes de realizar su obra en Jerusalén, Jesús se dirige, cabalgando un borrico, hacia la ciudad. Este modo de actuar corresponde precisamente a lo que describe el profeta Zacarías (Zac 9,9-10; cf. Mt 21,5; Jn 12,15):
¡Exulta grandemente, hija de Sión! ¡Alégrate, hija de Jerusalén! Mira, tu rey viene a ti. Él es justo y victorioso; es humilde y cabalga un borrico, un asno hijo de una asna. Yo hago desaparecer los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén, será destruido el arco de guerra. Anunciará la paz a las gentes, su dominio será de mar a mar y del Éufrates a los confines de la tierra (Za 9,9-10).
No con palabras, sino mediante esta acción Jesús desea abrir los ojos del pueblo para que puedan comprender quién es el que —en su persona— viene a Jerusalén. Estos hechos tienen lugar no solo delante de los discípulos, sino delante de la gran multitud que lo acompaña (Mc 10,46). Las personas deben saber que él es el rey anunciado, el Mesías esperado. Deben saber, además, que su Reino no es belicoso ni violento, más bien humilde y pacífico. Es sobre este trasfondo que ellos deben interpretar aquello que Jesús hará en Jerusalén.
Lo que acontece aquí es una de las más importantes y claras revelaciones de Jesús. La gran multitud comprende aquello que él hace: Ella asume el rol de la hija de Sión y exulta por él. Con todo, debe todavía entender, junto con los discípulos, de qué manera Jesús ejercerá su realeza. Al final de su actuación en Jerusalén, Jesús se remitirá a su relación con David y planteará en el templo la pregunta sobre cómo el Cristo pueda ser el hijo de David (Mc 12,35-37). Lo que aquí se manifiesta —mediante su acción simbólica— debe ser profundizado.
En fin: El grande y permanente significado de este advenimiento es que Jesús se remite a las Escrituras y demuestra su cumplimiento. El rey enviado por Dios está presente. Su venida, y con ella también su señorío, son radicalmente diversos de los reinos terrenos. Él viene sin ejércitos, sin carros, sin armas, sin fastuosidad ni potencia. Él cabalga únicamente un borrico que ha sido tomado en préstamo. Inmediatamente después volverá a caminar a pie. Con él vienen muchos peregrinos que se dirigen a la fiesta.
¿Qué cosa se debe entender respecto a lo que Jesús hará en Jerusalén? A los ojos terrenales, y según los criterios de medición de la potencia mundana, esta expedición no puede, sino carecer de importancia. Tanto más resulta evidente que Jesús pone toda su confianza en Dios y su guía no es otra cosa que la voluntad de Dios. Justamente sus acompañantes lo saludan llenos de júbilo y de gozo, y su grito se ha trasformado en un elemento propio de la liturgia cristiana. Su misión consiste en no atribuir a este rey ni proyectar en él sus deseos e ideas, sino dejarse guiar por él, aferrándose plenamente con él a la potencia de Dios.
La autoridad de Cristo brilla en su pobreza: Es un rey que peregrina, que entra a Jerusalén en un borrico ajeno, tomado en préstamo. Su ingreso no es “triunfal”; es precario; no tiene guardias ni custodios. Se improvisan mantos y follajes del campo. Le siguen doce discípulos, casi todos campesinos sin rangos ni muchas letras; le sigue un gentío lleno de esperanzas que aguarda un monarca davídico. En el Domingo de Ramos, Jesús se presenta con pobreza y humildad —según el anuncio profético—; pero viene con la autoridad de Dios que confunde y desconcierta porque se revela vulnerable, indefenso, en la frontera de la impotencia.
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