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Opinión

La gloria de la cruz

Entre los que subían a adorar en la fiesta había algunos griegos. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: “Señor, queremos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a comunicárselo a Jesús. Jesús les respondió: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado. En verdad, en verdad os digo si el grano de trigo no cae en tierra y muere, allí queda, él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; pero el que odia su vida en este mundo la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará. Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero, ¡si he llegado a esta hora precisamente para esto! Padre, glorifica tu Nombre”. Vino entonces una voz del cielo: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: “Le ha hablado un ángel”. Jesús respondió: “No ha venido esta voz por mí, sino por vosotros. Ahora el Príncipe de este mundo será derribado. Y cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Decía esto para dar a entender qué tipo de muerte le iban a aplicar.

[Evangelio según san Juan (Jn 12,20-33) — 5º domingo de Cuaresma]

El presente texto del Evangelio de san Juan, propuesto por la liturgia de la palabra para este domingo, se contextualiza en la festividad de “la pascua de los judíos” cuando ya se avizoraba el final del ministerio público de Jesús (cf. Jn 11,55; 12,1). Por la información que nos provee el autor del Evangelio, también “algunos griegos” subían a adorar en esta fiesta. Lo más probable es que se trate de prosélitos o gentiles que cifraron esperanzas en Jesús (Jn 12,20).  Es posible que estos, abandonando el politeísmo pagano, se hayan adherido a la fe monoteísta hebrea y practicaran ciertas observancias de la Ley mosaica. Los Hechos de los Apóstoles, según parece, denomina a estos griegos como los “temerosos de Dios” (cf. Hch 10,2). El evangelista afirma que querían ver a Jesús y, con ese fin, se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea (Jn 12,21). Este, junto con Andrés, hicieron partícipe al maestro sobre la pretensión de esos “griegos” (Jn 12,22).

No deja de ser relevante el dato de que los dos discípulos mencionados tengan nombres griegos: “Felipe” (griego: Phílippos, compuesto de philos y hippos, literalmente: “amigo del caballo”) y “Andrés” (griego: Andréas que quiere decir “varón”). Betsaida es una ciudad de la zona de Galilea, región donde se había instalado la “decápolis” (las “diez ciudades” paganas), con influjo de la cultura helénica. Podemos pensar que el autor se propuso dar cuenta de que el Evangelio ya había trascendido las fronteras del judaísmo para “atraer” a los gentiles, representados aquí por “algunos griegos” que buscaron contactar con dos discípulos en cuyos nombres ya se evidencian el fenómeno de la inculturación griega.

La respuesta de Jesús —al deseo que tenían “los griegos” de verlo— parece, a primera vista, desenfocada porque, según la lógica ordinaria, estos querían encontrarse y contactar personalmente con él; pero él, en respuesta, habló de que “ha llegado la hora de su glorificación” (Jn 12,23). ¿Por qué razón? Al respecto, no parece aventurado señalar, sobre todo en el corpus joánico, la estrecha relación entre la idea física del “ver” humano con la “fe”. De algún modo, en el Evangelio, el “ver” es indicativo de la adhesión a Cristo, como sucede aquí, con el caso de “algunos griegos”. Entonces, se puede concluir que, al menos, un aspecto de la “glorificación” consiste en la expansión de esta nueva confesión que —proviniendo del judaísmo— ya ha sobrepasado sus fronteras. La fe de los griegos en Jesús es una señal que evidencia el proceso de glorificación del Hijo del hombre.

El discurso de Jesús está marcado —en buena medida— por la “hora de la glorificación”. La “hora”, de algún modo, estructura su revelación. En la primera recurrencia parece que indica un “anuncio” (Jn 12,23). En la segunda manifiesta su “angustia” sobre esa hora: “Ahora mi alma está turbada” (Jn 12,27a); y en la tercera el tono se torna más grave mediante una súplica al Padre para que lo libre de “esta hora” (Jn 12,27b). Esta triple mención de la “hora” parece ir en “ascenso” (in crescendo): Anuncio, turbación y súplica para librarse de aquella “hora” que, llamativamente, está vinculada con la “glorificación”.

La “hora de la glorificación”, en su primera mención, se relaciona con el “grano de trigo” que, para dar fruto, necesita “caer en tierra” y “morir”. Este ejemplo, tomado de la práctica agrícola del campesino israelita, tiene su contraparte con aquel “grano de trigo que no cae en tierra” y, en consecuencia, queda solo, no muere ni puede dar fruto (Jn 12,23-24). Lo que sigue es una aplicación a la vida personal, al sentido que se da a la existencia humana: Si se ama la vida se la pierde; pero el que no se aferra a ella en este mundo, la gana para la vida eterna (Jn 12,25). Es decir, el egoísmo de vivir solo para sí mismo y no para los demás (no para Cristo) es muerte segura de cara a la vida futura y eterna; por el contrario, cuando la vida y la experiencia humana asumen el riesgo y el peligro de consagrarse “por” y “para” los demás se la recobra para una vida plena: La vida venidera, en comunión con Dios.

En relación con el discipulado, Jesús asocia “seguimiento” con “servicio”: “Si alguno me sirve, que me siga” (Jn 12,26a). En consecuencia, no se trata de un discipulado “aséptico”, sin asumir las responsabilidades que implican una seria adhesión a Jesús. El discípulo, ante todo, es un “servidor” que ejerce, como su maestro, el ministerio de la “diaconía” existencial (griego: diakonéō), dispuesto a ofrendar la propia vida por los suyos (cf. Jn 10,15.17-18). El seguimiento traducido en “servicio” es la razón por la que el discípulo permanecerá allí donde su maestro esté y también recibirá la “honra” o el “honor” (griego: timē) del Padre (Jn 12,26b).

La declaración de Jesús —“ahora mi alma está turbada” (Jn 12,27a)— introduce la segunda citación de la “hora”. La expresión “y ¿qué voy a decir? parece una frase retórica que antecede a la solicitud de Jesús: Él se dirige a su “Padre” (griego: páter) con el fin de solicitarle que “le salve” (griego: sōsón me) de “esta hora” (Jn 12,27b). Según parece, Jesús dialoga consigo mismo y experimenta una íntima congoja (griego: tarássō), un tormento interior o una consternación de la que desea librarse con la ayuda de su Padre. El perfecto pasivo del verbo indica que esa tribulación es consecuencia de un agente externo y que es una realidad instalada en su persona.

Después de este pedido de “liberación” de la hora, que ya se yergue en el horizonte de Jesús, avanza mediante una adversativa (griego: allá) para afirmar lo contrario, citando por tercera vez el tema de la “hora”: “Pero, ¡si he llegado a esta hora precisamente para esto” (Jn 12,27c). Su lucha interior cesa cuando asume planamente lo que le depara en aquella “hora” que se torna ineludible. Es decir, estaba previsto que pase por ese proceso que se delinea doloroso. Por eso, al aceptar finalmente su “destino”, exclama: “Padre, glorifica tu Nombre” (Jn 12,28a); vale decir, que se haga la voluntad de Dios. Porque, en el fondo, no solo Jesús será glorificado sino también, y sobre todo, el Padre aludido aquí con el vocablo “Nombre”.

La glorificación (griego: doxazō) de Jesús está en función de la glorificación del Padre eterno. Por eso, se explica la intervención de un “agente divino” (voz del cielo) —que remite a Dios—: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré” (Jn 12,28b). La reiterada glorificación de Jesús no es el resultado del reconocimiento humano sino una competencia que atañe exclusivamente al Padre. La gloria que recibió Jesús y que volverá a recibir no es fruto de una distinción humana o de un reconocimiento de los hombres que están habituados a otros tipos de glorias —pasajeras—.

Al terminar Jesús su discurso, el evangelista reporta la reacción de “la gente” (¿los gentiles griegos?) que tuvo la impresión de que “había sido un trueno” (pensamiento “naturalista”). Otros, sin embargo, pensaban que un ángel le había hablado” (pensamiento religioso) (Jn 12,29). Esta disparidad de opiniones significa que la teofanía no fue percibida con claridad por todos o, mejor dicho, no todos captan a Dios de la misma manera. Hay niveles: Superficial y profundo. Lo que para unos parecía un “trueno” para otros era la voz de un “ángel”. Este contraste motivó la intervención de Jesús con el fin de precisar que la “voz” no ha venido por él sino por quienes estaban junto a él: Los discípulos, algunos griegos y otros (cf. Jn 12,30). Jesús añade una especie de proclama victoriosa relacionada con el Maligno: “Ahora el Príncipe de este mundo será derribado” (Jn 12,31). Se puede deducir, fácilmente, que la glorificación de Jesús —que adquiere las notas de sufrimiento— marca el fin y la derrota del “imperio mundano”. El “mundo” acostumbrado al espejismo de “glorias” vanas y sin consistencia; y los judíos habituados a su teología autorreferencial y de autocomplacencia acaban de ser sorprendidos por un sistema de criterios a la inversa. Jesús es portador de un nuevo régimen axiológico porque dirime la vida humana con los “ojos” de Dios y no con los “ojos” humanos.

Aludiendo evidentemente a la crucifixión, Jesús declara: “Y cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). “Ser elevado” no significa aquí “resurrección”. En su discurso a Nicodemo ya lo había manifestado: “Y, del mismo modo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna” (Jn 3,14-15). En el largo discurso del “pan de vida”, del mismo modo, dirigiéndose a los judíos, les dijo: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy” (Jn 6,28a). El ser “levantado” o “elevado” se refiere a su muerte violenta en la cruz. Y según sus declaraciones, es ahí, desde la cruz, que suscitará la fe, “atraerá a todos” hacia él y esa fe será el factor decisivo para el acceso de los creyentes al Reino de Dios o “vida eterna”.

En definitiva, en la cruz brilla la divinidad de Jesús en todo su esplendor; ahí reside su gloria. La observación final del evangelista: “Decía esto para dar a entender qué tipo de muerte le iban a aplicar” (Jn 12,31) certifica que la gloria, a la que aludía desde el principio, se refería a su crucifixión. Por eso, la presencia de los griegos ya es un indicativo de esa “atracción” que ejerce el crucificado en el amplio mundo de los paganos.

En fin, quien busca la gloria humana se cimenta sobre la pobreza existencial de la “egolatría”, sobre un egoísmo narcisista que consigue una “grandeza” que se despliega en el escenario de la vida mundana con el fin de recibir el aplauso y la valoración de la gente. Por eso, es una gloria vacía, sin contenido, como un globo (lleno de “aire”), con fecha de caducidad.

La gloria de Dios, en cambio, está cimentada en el dolor, en el sufrimiento, en la prueba, en la “pasión del justo”, podríamos decir. Por eso, la “gloria de Cristo” radica en su crucifixión, en el momento supremo de la entrega generosa de su vida, genuinamente altruista. Él no retiene su propia vida para sí, sino que muere por los demás, en estrecha comunión con su Padre. Sufre, se angustia porque no se presenta como “potente” sino como “débil”, como “vulnerable”. Él transforma la cruz, regada con su sangre —un instrumento de suplicio pagano— en el más encumbrado símbolo de la fe cristiana. En la cruz es levantado a lo alto y atrae a muchos; y muestra, en su despojo, en su carne lacerada, toda la grandeza divina. Nos redime desde su situación miserable, desde la más radical periferia. La resurrección vendrá después. Será —por así decirlo— una consecuencia; pero mediante la luz de la fe ya brillaba, con fulgor divino, la “gloria de la cruz” y del “crucificado”.

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