Opinión
Transfiguración y resurrección
Seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Tomó Pedro la palabra y dijo a Jesús: “Rabbí, bello es quedarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” —es que no sabía qué responder pues estaban atemorizados—. Entonces se formó una nube que los cubrió con su sombra, y llegó una voz desde la nube: “Este es mi Hijo amado; escuchadle”. Al momento miraron en derredor y ya no vieron a nadie más que a Jesús con ellos. Cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de “resucitar de entre los muertos”.
[Evangelio según san Marcos (Mc 9,2-10) — 2º domingo de Cuaresma]
El texto del Evangelio, propuesto como parte central de la liturgia dominical de la palabra, aborda dos temas estrechamente relacionados: La “transfiguración” (Mc 9,2c) y la “resurrección” (Mc 9,9-10). Aquella, en efecto, es prolepsis de esta. Jesús se transfigura ante algunos de sus discípulos mostrando, anticipadamente, la gloria futura que sobrevendrá después de atravesar el camino de la cruz. Al culminar la particular experiencia, el maestro ordena guardar silencio sobre lo acontecido por un periodo de tiempo que se extiende desde el evento hasta la “resurrección” del Hijo del hombre. En este contexto de la petición de guardar el “secreto mesiánico” alude a su propia “resurrección” lo cual suscita la interrogante de los discípulos sobre un tema aparentemente nuevo o incomprendido para ellos: La “resurrección de los muertos”.
Un dato temporal (“seis días después”) marca el inicio de la experiencia de Jesús junto a Pedro, Santiago y Juan. Este dato difiere de la presentación de Mateo (Mt 17,1) y de Lucas (Lc 9,28) que señalan “ocho días”. Se refiere a “seis días después” del planteamiento de las “condiciones” para seguir a Jesús (Mc 8,34—9,1). El maestro no lleva a todos para ser partícipes de la transfiguración sino escoge a tres de sus discípulos: Pedro, el discípulo principal o cabeza del colegio apostólico, y los hijos de Zebedeo, Juan y Santiago. La expresión “los llevó a ellos solos, aparte”, según parece, tiene la idea de reforzar la privacidad o exclusividad de esta experiencia en compañía de los tres discípulos. De hecho, no es la primera vez que estos tres discípulos son citados juntos (cf. Mc 10,35-45;14,33).
La figura del “monte alto” —referido como ambientación geográfica del acontecimiento— no solo está vinculada con los lugares que Jesús elige para estar en solitario y orar sino también está relacionada con la experiencia de Moisés que subió al monte del Sinaí para encontrarse con Yahwéh y recibir las tablas de la Ley (cf. Ex 3,1-2; 19,3.20; 24,13). También Mateo presenta a Jesús, al inicio de su ministerio, enseñando en “el monte” el “nuevo código de santidad” (Mt 5,1—7,29). En nuestro texto, Jesús sube al monte acompañado de algunos discípulos para una experiencia excepcional, única, en la que se dejará ver tal cual es y en donde los tres discípulos recibirán directamente de Dios la revelación sobre la verdadera identidad de Jesús.
Estando ya en el monte, el evangelista relata que Jesús “se transfiguró delante de ellos” (Mc 9,2d), es decir, cambió de aspecto mediante una “metamorfosis” (griego: metamorphoō), una “transformación” o “mutación” respecto a su anterior condición —así como lo veían los suyos—. El vocablo de referencia es un verbo en “aoristo pasivo” (metemorphōthē), indicación gramatical que, a la letra, implica que Jesús “fue transformado”. Es decir, no fue él el causante del cambio de su aspecto sino un “agente externo” que, según el postulado del “pasivo teológico”, se trata de Dios. La expresión preposicional “delante de ellos” (griego: émprosthen autōn), al parecer, tiene la finalidad de subrayar el rol testimonial que cumplirán, en el futuro, los tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan.
Seguidamente, el evangelista se detiene en la descripción de su aspecto, centrándose en las características de sus vestidos. Le dedica todo un versículo (Mc 9,3), subrayando y repitiendo prácticamente lo mismo.
En primer lugar afirma que “sus vestidos se volvieron resplandecientes” (Mc 9,3a). El “resplandor” (stílbō) implica que su vestido se tornó luminoso como un “flash” (verbo: lámpō), “brillante como la luz”, según lo describe el evangelista Mateo (Mt 17,2b). El primer evangelista añade, además del vestido, la descripción del “rostro” —representación de toda la persona— el cual se tornó “radiante como el sol” (Mt 17,2a). San Lucas también habla del cambio de la faz de Jesús, pero se limita a decir que “cambió” o “mudó”, literalmente: “se volvió ‘otro’” —griego: héteros—(Lc 9,29).
En segundo lugar, Marcos, enfatizando lo expuesto en precedencia, añade, en relación con las vestiduras de Jesús, la expresión adverbial “muy blancos” (griego: leukà lían), es decir, una blancura superlativa y excepcional.
En tercer lugar, desarrollando el nivel de “blancura” de los vestidos, explica que “ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo” (Mc 9,3c). Es decir, el grado de blancura de los vestidos de Jesús no pudo haberse obtenido mediante la faena humana. En consecuencia, no corresponde a la realidad terrenal sino al ámbito de la divinidad. De hecho, el color “blanco” es un simbolismo cromático que de ordinario alude a las vestiduras de los ángeles (cf. Mc 16,5) y es un elemento que integra la caracterización de los “resucitados”, tanto de Cristo como de los suyos (cf. Ap 1,14; 7,9; 19,11, etc). Por eso, estas observaciones, sobre la blancura de los vestidos, quiere subrayar que la experiencia no solo fue extraordinaria y única sino una cristofanía que comunica esperanza de victoria sobre los estrechos límites de la realidad humana, destinada al decaimiento y a la caducidad.
En el marco de la fascinante experiencia, también “aparecieron” (o, literalmente, “les dejó ver”) Elías y Moisés, “que conversaban con Jesús” (Mc 9,4). Nuevamente el verbo de la “visión” está en pasivo teológico (griego: ōphthē) indicando que, como en el caso de Jesús, Dios es el agente. Llama la atención que Elías, el profeta, sea citado antes de Moisés, en precedencia, mientras que en la segunda mención, en boca de Pedro, es al revés, Moisés precede a Elías (Mc 9,5c), posicionamiento que está en consonancia con el desarrollo de la historia. Mientras Moisés es reconocido por los hebreos como el liberador de Israel, el que recibió las tablas de la Ley en el monte santo, Elías es un profeta —“no escritor”— recordado por su enfrentamiento con el rey Acab y la reina Jesabel, gran reformador de la fe del pueblo elegido sobre la base del Yahvismo (1Re 18,16-40). La acción que se le atribuye a estos dos emblemáticos personajes de la historia de Israel —Moisés y Elías— es el “diálogo” o “conversación” (verbo: syllaléō) con Jesús. El autor no especifica de qué tema hablaban.
Como “interrumpiendo” el diálogo entre Jesús, Moisés y Elías, Pedro toma la palabra y se dirige a Jesús con el título hebreo rabbí (“maestro”) con el fin de señalar su parecer sobre la experiencia: “Está bien que nos quedemos aquí” (Mc 9,5a). Tal vez habría que sugerir una traducción más adherida al texto porque en el original griego no se emplea el vocablo propio de la “bondad” o el “bienestar” (griego: agathós) sino el de la “belleza” o “conveniencia” (griego: kalós).
En consecuencia, Pedro habría dicho “qué bello es estar aquí” o bien “conviene que permanezcamos aquí”. Si optamos por “bello”, tal vez Pedro quiso señalar la fascinación de la experiencia, como si estuviesen en “un pedazo de cielo”. Si optamos por la segunda propuesta estaría indicando un deseo de “instalación”, por la conveniencia, pues lo que sigue es la marcha a Jerusalén donde sabe, por el previo anuncio de Jesús (cf. Mc 8,31) que el maestro será sometido al escarnio y a la muerte. La propuesta del príncipe de los apóstoles de construir tres tiendas para Jesús, Moisés y Elías ayuda a definirnos por la segunda opción. Pedro, que de algún modo representa a “los Doce”, no desea afrontar, junto a su maestro, la vía dolorosa que le espera en Jerusalén (cf. Mc 8,31; 9,31; 10,33-34).
Lo que sigue es un “paréntesis explicativo” del evangelista que pone de manifiesto la razón de la intervención de Pedro: El “temor” (griego: ékphobos); en efecto, Marcos señala que “no sabía qué decir porque estaban atemorizados” (Mc 9,6). Se puede observar que se hablaba de la intervención de Pedro (una persona singular) pero cuando se plantea el motivo de su interposición se pasa al plural (“estaban atemorizados”), signo gramatical que involucra también a Santiago y Juan. De ahí se puede deducir la representación corporativa de Pedro.
La expresión “y entonces” (griego: kaì egéneto) nos introduce en una nueva escena que se refiere a la “tradición de la nube” como referente de la teofanía: “… se formó una nube que los cubrió con su sombra” (Mc 9,7a). Durante la travesía del desierto, el Dios Yahwéh, que antes se había manifestado en el monte santo, acompañaba a Israel desde “la nube” (Ex 13,21-22) como guía y custodio del pueblo peregrino. Al “cubrirles con su sombra” se crea el ambiente propicio para la manifestación de la “voz” que, evidentemente, se refiere a Dios. Las palabras dirigidas desde la nube tiene como pequeño “auditorio” a Moisés y Elías, por un lado, y Pedro, Santiago y Juan, por el otro, es decir, dos representantes de la antigua alianza y tres representantes de la nueva alianza. En este sentido, la declaración teofánica adquiere universalidad en cuanto que se dirige al antiguo y al nuevo pueblo.
La declaración es breve, concisa; se refiere a Jesús a quien señala como “mi Hijo amado” que implica dos notas: Filiación (“Hijo”) y cercanía afectiva (“amado”), como ya se había manifestado en el episodio del bautismo (Mc 1,9-11). Con un escueto imperativo (“escuchadle”), la “voz” invita a todos a observar la tarea fundamental respecto al Hijo de Dios. Ya no son Moisés ni Elías quienes deben ser escuchados. Ellos cumplieron una misión preparatoria, propedéutica; ahora hay que escuchar a Jesús. La teología de la “escucha”, omnipresente en toda la Biblia, deberá ser la actitud fundamental de todo discípulo del pasado, del presente y del futuro.
Al culminar la breve intervención de la “voz”, el evangelista observa que los discípulos de Jesús “miraron en el entorno y ya no vieron a nadie más que a Jesús con ellos” (Mc 9,8). Toda la escena fulgurante, llena de resplandor y luminosidad, la presencia de Moisés y Elías, desaparecieron. Así como subieron, Jesús con los tres, del mismo modo —pasada la experiencia— quedaron ellos solos. Es como si la realidad celestial que se “comprimió” unos instantes en la cúspide del monte se retirara súbitamente. Ya no hay nada más que decir, la única voz autorizada por Dios, para los creyentes, es la de Jesús de Nazaret. No hay otra palabra que deba ser tenida en cuenta.
Las palabras finales de Jesús sobre la experiencia, ya “cuando bajaban del monte” (Mc 9,9a), se expresan en modo imperativo por las cuales les “ordenó” (griego: diastéllō) guardar silencio con el fin de no narrar a nadie sobre lo que habían visto (Mc 9,9b). Jesús, refiriéndose a sí mismo mediante un título propio de la apocalíptica veterotestamentaria, “Hijo de hombre” (cf. Dn 7,13), pone el tiempo límite para guardar el “secreto mesiánico” hasta su “resurrección de entre los muertos”.
Aquí se plantea el segundo tema de nuestro texto evangélico de hoy: “La resurrección de entre los muertos”, aspecto que, al ser mencionado por el mismo maestro, que se había transfigurado, suscita la reacción desconcertada de los tres discípulos: Si, por un lado, se deja constancia de que “observaron la recomendación del ‘secreto’”; por el otro, el evangelista indica qué “discutían entre ellos que era eso de ‘resucitar de entre los muertos’” (Mc 9,10). Resulta curioso que se interrogaran en este punto sobre la “resurrección” teniendo presente que Jesús ya lo había mencionado en el “primer anuncio de la pasión” (Mc 8,31b): “Jesús comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que le matarían y que resucitaría a los tres días”.
Lo que se puede señalar es que aquí (Mc 8,31) la “resurrección” está asociada con la cruz, los sufrimientos y padecimientos; y en Mc 9,10 está vinculada con la “transfiguración”. Tal vez, la asociación de la resurrección con la vía dolorosa no permitió que se despertara el interés por el tema; sin embargo, la experiencia de la “transfiguración”, con su cristofanía y teofanía y el asombro y gozo que experimentaron, suscitó curiosidad sobre esta sorprendente novedad de la resurrección, un estado cualitativamente distinto de la “vida terrenal” —encapsulada en lo biológico y degenerativo—. Los discípulos “gustaron”, en un efímero momento, de una vida absolutamente superior hasta entonces desconocida, radiante, esplendorosa y plena.
Sin duda alguna, la experiencia de la transfiguración, al ser un evento fuera de lo común, comunica la idea de un “desnivel” con la realidad ordinaria. Es un acontecimiento de eminente carácter cristológico en cuanto que se centra en Cristo, revelado por Dios como “su Hijo amado”. Además, la “voz” celestial, en forma imperativa, pide que se le “escuche”. De este modo, puede decirse que Cristo tiene la palabra autorizada de parte de Dios para la humanidad; y, por eso, la actitud del discípulo debe ser la “obediencia” (sinónimo de “escucha” en el mundo bíblico-hebreo).
La frase pronunciada por Pedro, en representación de sus compañeros, en razón del “temor” a lo numinoso, tremendo y fascinante —“bello es para nosotros estar aquí”— puede indicar que ellos no desean abandonar tal experiencia sabiendo que les espera la dura confrontación con las autoridades religiosas y el pasaje por la “vía dolorosa” de la pasión y de la muerte ignominiosa (cf. Mc 8,31; 9,31; 10,33-34). La propuesta del principal apóstol de levantar “tres tiendas” sugiere la idea de “esquivar” o “evadir” el sufrimiento y el dolor que son connaturales al seguimiento de Cristo. Los discípulos solo piensan en “glorias” terrenales (cf. Mc 10,35-45). Ellos deberán aprender que subieron al monte, acompañando al maestro, no para construir refugios con el fin de instalarse sino con el objetivo de vivenciar una experiencia de la que, luego, serán testigos al precio de la propia sangre.
Por lo dicho en precedencia, la “transfiguración” no es un “escape” sino “figura” de la resurrección, una experiencia única que servirá de estímulo y aliciente para los apóstoles, y para los creyentes de ayer, de hoy y de mañana, con el fin de seguir acompañando al maestro en su destino doloroso, pasaje ineludible por la “cruz” la cual se erige como signo de contradicción y emblema de una “impotencia que salva” (cf. M. Grilli).
La “voz” que puede escucharse desde la nube, indicativa de la teofanía, certifica que ya no cuenta el viejo profetismo encarnado en el antiguo régimen porque hay un nuevo “mensajero”, el elegido de Dios, el “Hijo muy amado”. En adelante, solo a él habrá que escuchar. La consecuencia es clara: Dios ha dado por finalizado el sistema religioso israelita para dar paso a la palabra de Jesús de Nazaret cuya autoridad se coloca por encima de la antigua Toráh, de los Nebi’îm y de los ketubîm.
Del trasfondo del texto emergen un peligro y una advertencia para los discípulos de hoy: Reproducir convicciones, prácticas y estrategias del antiguo régimen buscando solo “glorias” terrenales. Es necesario que la Iglesia, en este sentido, renuncie, cada vez más, a su autorreferencialidad para poner en primer lugar no su prestigio o sus privilegios institucionales sino el Reino de Dios, pues “existen lugares donde hay mucha Iglesia y poco Reino” (cf. Cardenal Cristóbal López). Será necesario entonces, al estilo del Bautista, que la Iglesia vaya menguando y se visibilice, cada vez más, el Reino. La Iglesia está al servicio del Reino, no se identifica con él. Como en la “transfiguración”, el pueblo de Dios peregrino, para seguir caminando con esperanza, desea experimentar, al menos un instante, de la belleza y de la luminosidad del Reino con toda su axiología.
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Oscar R. Cáceres
25 de febrero de 2024 at 12:56
Muy iluminadora explicación. La observación de los pequeños detalles, (que no lo son) nos desafía no sólo a una mayor lectura sino a una experiencia, de búsqueda de ese lugar- punto de transfiguración, encuentro entre lo terrenal y lo espiritual, el Reino. Muy buena explicación.