Opinión
Tentación y proclama
Y enseguida, el Espíritu lo empujó al desierto, y permaneció allí cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba entre los animales del campo y los ángeles le servían. Después que Juan fuese entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado; convertíos y creed en la Buena Nueva”.
[Evangelio según san Marcos (Mc 1,12-15) —Primer domingo de Cuaresma]
El texto del Evangelio, propuesto para este primer domingo de Cuaresma, se articula sobre dos ejes fundamentales: La tentación experimentada por Jesús en el desierto (Mc 1,12-13) y la proclama del Evangelio de Dios (Mc 1,14-15). La expresión adverbial “y enseguida” (griego: kaì euthys) —con la que se inicia el texto— marca la separación del episodio precedente en el que se exponía el acontecimiento del bautismo de Jesús en el Jordán mediante el profeta Juan el Bautista (Mc 1,9-11).
En su narración, el evangelista testimonia que el Espíritu “empujó” (verbo: ekbállō) a Jesús en el desierto (Mc 1,12b). Así como se presenta en el texto, la experiencia de Jesús en el desierto no parece un acto “voluntario” sino una acción, a juzgar por el verbo, casi violenta que tuvo como agente operativo al “Espíritu” (griego: pneūma). Este “Espíritu” es de caracterización “positiva”. No se identifica con el “Espíritu” en sentido negativo, asociado con el Maligno (13 veces), denominado con frecuencia “espíritu inmundo” (Mc 1,23.26.27; 3,11.30; 5,2.8.13; 6,1; 7,25), un espíritu que es presentado por el evangelista como “mudo” (Mc 9,17.20) o “espíritu sordo y mudo” (Mc 9,25) que aprisiona y esclaviza a las personas causándoles mucho sufrimiento.
Ya Juan el Bautista anunciaba que Jesús era portador de un bautismo con el Espíritu Santo, a diferencia del suyo que se confería mediante el agua (Mc 1,8). Este Espíritu, en el acto del Bautismo, desciende sobre Jesús, en forma de “paloma”, una figura que expresa el amor dinámico y descendente de Dios sobre su Mesías (Mc 1,10). La blasfemia contra este Espíritu divino no tendrá perdón (Mc 3,29). El evangelista testimonia que este mismo Espíritu Santo movió al rey David a profetizar sobre el Cristo de Dios (Mc 12,36) y que Jesús promete a sus discípulos que les infundirá aliento con el fin de proclamar el Evangelio (Mc 13,11). No se puede separar este Espíritu de Dios del Espíritu de Jesús (Mc 8,12) mediante el cual es capaz de conocer los pensamientos y la intimidad humana (Mc 2,8).
Resulta llamativo que el mismo verbo empleado casi exclusivamente para la “expulsión” de demonios (Mc 1,34.39; 3,15.22; 6,13; 7,26; 9,18.28.38; 16,9.17) y de Satanás (Mc 3,23) sea usado para indicar que Jesús fue “impelido” o “empujado” (griego: ekbállō) al desierto por el Espíritu. De ordinario, la expulsión de demonios se realizaba mediante una orden enérgica e imperativa con el fin de desalojar el mal de quien lo padece. Jesús aparece, en este sentido, como un sujeto pasivo de la acción del Espíritu que lo conduce a lugares descampados. El “desierto” (griego: érēmos), lugar de soledad y de peligro donde solo habitan animales salvajes y alimañas, recuerda la experiencia de Israel que, durante cuarenta años, toda una generación, deambuló rumbo a la tierra prometida. Los “cuarenta días” de la permanencia de Jesús adquiere, con toda seguridad, un carácter simbólico para indicar muchos días y, simultáneamente, rememorar los “cuarenta años” de la travesía de Israel.
La imagen del “desierto”, según las categorías bíblicas, nos remite también a ideas como “prueba” y “peripecia” que se deben sortear en el camino de la vida. Así como Israel fue tentado y cayó en el pecado de la “murmuración” y de la “idolatría” (cf. Nm 13,1—14,9), también Jesús fue “tentado” por Satanás, el agente principal de todo mal. En el ámbito demoniaco, Satanás es el referente principal. Si bien el Pentateuco no ha desarrollado una importante demonología, la presencia de figuras maléficas se va configurando paulatinamente en la tradición veterotestamentaria, quizás después del contacto con los imperios asirio-caldeo y persa. Según parece la figura de la “serpiente seductora” del Génesis, “maldita entre todas las bestias” (Gn 3,1-15 ) —que el Apocalipsis lo identificará con Satanás (Ap 12,10)— es un referente primigenio de la idea sobre el “mal”. En hebreo es necesario distinguir, en razón de la homofonía, el verbo śāṭám (“guardar rencor”, “odiar”, “hostilizar”, “atacar”) del verbo sinonímico śāṭán (“denunciar”, “contrariar”, “atacar”) y del nombre propio śāṭān (“adversario”, “contrario”, “opositor”, “antagonista”, “rival”, “enemigo”). Es necesario diferenciar, cuidadosamente, estos elementos de la lingüística hebrea con el fin de no confundir acciones verbales —que pueden ser realizadas por un ser humano cualquiera— con el “maligno” personificado (cf. Zac 3,1; Sal 109,4.6.20.29; 1Re 5,18; 1Sam 29,4; Job 1,6; 2,1; 1Cro 21,1) (cf. L. Alonso Schökel).
Según parece, recién en el libro de Job se mencionará a Satán como una “entidad personal” o “personificación” del mal que se presenta como quien pretende descubrir, eventualmente, solo los aspectos negativos de la personalidad del sufriente Job. Mientras Dios, con mirada límpida, ve las bondades y grandezas de su siervo, Satán, el oponente, solo mira los límites y debilidades, queriendo “probar”, a toda costa, al predilecto de Yahwéh (Job 1,1—2,7).
Ya en el Nuevo Testamento, Satanás será presentado como el “antagonista” de Dios, el “enemigo”, incluso su “competidor”. No existe diferencia alguna entre Satanás y diablo. Son sinónimos. Satanás es aquel que diseña un plan alternativo a la voluntad divina. Gobierna sobre un reino de poder cerrado en sí mismo y hostil a Dios (Mc 3,23.26). Su origen y el de sus ángeles (1Cor 12,7) se explica por la caída de estos espíritus según Gén 6,1-4 (Lc 10,18; Ap 12,7-9). Su ámbito se identifica con el mundo de las tinieblas (Hch 26,18; 2Cor 11,14). Los demonios de la enfermedad están sometidos a Satanás (Lc 13,16; 1Cor 12,7); también los de la muerte (1Cor 5,5). Se le compara con Zeus, dios supremo de los paganos, en cuanto que Satanás es el demonio supremo (Ap 2,13), culpable del culto idolátrico y de las falsas doctrinas (Ap 2,24) y también del rechazo de Jesús por los judíos (Ap 2,9; 3,9) (cf. O. Böcher).
En el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, Satanás es identificado con “la serpiente antigua”, “el diablo” (literalmente: “el que lanza chismes”) o “gran dragón” que calumnia y difama a los hermanos todos los días (Ap 12,10). Satán, o gran Dragón, otorga sus poderes plenipotenciarios a la Bestia y esta al falso profeta u “otra bestia” (Ap 13,1-18), formando una “triada satánica”, que emula sacrílegamente a la Santísima Trinidad. Satanás, en el marco de su antirreino, crea una red de energía negativa que involucra a los “reyes de la tierra” (el campo “político”), “los comerciantes de la tierra” (el ámbito “económico”) y los “habitantes de la tierra” (el grupo de “seguidores”), es decir, una fuerza omnipresente, avasalladora y destructiva de quienes niegan toda trascendencia y se aferran “a la tierra” como único horizonte de la experiencia humana (cf. C.N. Villagra).
A diferencia de Mateo y Lucas, san Marcos no especifica los diversos tipos de tentaciones (cf. Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). Se limita a formular, brevemente, en singular, que Jesús fue tentado por Satanás durante “cuarenta días” (Mc 1,13). Negando toda presencia humana en los áridos desiertos, el evangelista menciona que Jesús solo estaba acompañado por “animales del campo”. El segundo evangelista no menciona —como los otros dos sinópticos: Mateo y Lucas— que Jesús haya salido airoso de la prueba a la que fue sometido; no obstante, para señalar su rango divino y la asistencia amorosa de su Padre (cf. Mc 1,11), afirma que “los ángeles le servían” (Mc 1,13c).
Finalizada la tentación experimentada en el desierto, san Marcos señala que “después que Juan fue entregado” (Mc 1,14a), Jesús se dirigió a Galilea donde proclamaba la Buena Nueva de Dios (Mc 1,14b). De manera que la muerte violenta del Bautista marca el inicio del ministerio del Mesías. La narrativa sobre el final abrupto de la vida de Juan se expone en el contexto de la creencia de Herodes de que el Bautista había resucitado confundiéndolo con Jesús cuya fama, por los milagros realizados, se extendía en la región (cf. Mc 6,14-29).
La región donde inicia Jesús su ministerio es Galilea. Era territorio bajo el gobierno de Herodes I (37-4 a.C.). Este monarca, a su muerte, dejó Galilea con Perea bajo el poder de su hijo Herodes Antipas mientras que Judea y Samaría quedaron bajo el dominio de Arquelao. Esta zona, antiguamente conocida como “Galilea de los gentiles” (cf. Is 8,23; 1Mac 5,15), en tiempo de Jesús era un país floreciente después de siglos de dominación extranjera. En esta región, por la ocupación anterior, se había abonado el surgimiento del movimiento nacionalista judío de los zelotas —que eran conocidos, precisamente, como “galileos”—. Después de la caída de Jerusalén (en el año 70 d.C.) se convirtió en un centro de importancia vital para el judaísmo. Fue no solo la patria de Jesús sino el centro de su actividad, sobre todo en torno al gran lago de Galilea o de Genesaret (Mc 1,14.16.28.39; 3,7; 9,30). Jesús solo esporádicamente abandona Galilea (Mc 7,24.31; 8,27) antes de dirigirse definitivamente a Jerusalén. Él promete regresar a esta región después de su resurrección (Mc 14,28; 16,7). El perfil teológico de “Galilea” radica en su marcado contraste con Jerusalén porque esta fue el centro de resistencia judía contra Jesús (Mc 3,22; 7,1; 10,33; 11,18) (cf. M Völkel).
La misión de Jesús en Galilea consistía en hacer conocer el Evangelio de Dios, en “proclamarlo” (verbo: kērýssōn), predicar la “buena noticia” que Dios le confió para su pueblo, Israel (Mc 1,14). Pero ¿en qué consiste, básicamente, el “Evangelio”? Se refiere, fundamentalmente, a la noticia que se refiere a Dios o que llega de parte de Dios. No obstante, se emplea también para referirse al mensaje acerca de Cristo dado que solo él nos da a conocer al Padre (cf. Jn 1,18). Si por un lado es “buena nueva” o “gracia” también, por otro lado, implica “juicio” (cf. Rom 2,16; Ap 14,6d). Luego pasó a designar los cuatro libros del Nuevo Testamento: Mateo, Marcos, Lucas y Juan que contienen las tradiciones de las enseñanzas y acciones terapéuticas y taumatúrgicas de Jesús (cf. G. Strecker).
El anuncio de Jesús consta de dos partes: En primer lugar, proclama que “el tiempo se ha cumplido” y que “el Reino de Dios ha llegado”. Si el “tiempo” (griego: kairós) ha llegado a su plenitud implica una distinción de etapas: Un “tiempo previo” (la historia de Israel) y el “tiempo pleno” (inaugurado por Jesús; la era mesiánica). Con su ministerio, Jesús clausura un sistema, una “era”, y lleva a su cumplimiento el plan salvífico de Dios inaugurando un “nuevo orden”, el tiempo definitivo y decisivo de la historia de la salvación, es decir, el tiempo en el que Dios ejerce, por medio de Jesús, su soberanía, su reinado (Mc 1,15a). En segundo lugar, el anuncio conlleva dos imperativos: La necesidad de la “conversión” (verbo: metanoéō) y de la fe en el “mensaje”, es decir, “creer” (verbo: pisteúō) en el Evangelio, aceptarlo como “ideario”, como principio programático sobre el que se debe edificar la vida de todo creyente (cf. Mt 7,24-27).
La “conversión” requerida no se reduce a un simple cambio de “mentalidad” o “manera de pensar” sino supone la transformación de toda la vida, un “retorno a Dios” —con palabras y obras— con el fin de que, asumiendo las enseñanzas del Mesías, se pueda acceder al Reino de Dios. “Creer” en el Evangelio es una invitación a “adherirse plenamente” a la persona de Jesús, adoptar sus criterios, los valores que testimonia, su modo de ser y de actuar. Jesús impartirá una enseñanza nueva, distinta a la de los escribas (Mc 1,22.27), en la que delineará una revolución teológica respecto a la hermenéutica de las autoridades religiosas judías.
Según la presentación de san Marcos, Jesús de Nazaret, antes de iniciar su ministerio galileo, fue llevado por el Espíritu al desierto con el fin de “reeditar” —como “figura” de un “nuevo Israel”— la experiencia del desierto. Superada esta primera etapa de “prueba” y de “asechanza” satánicas —que, de hecho, continuarán a lo largo de su ministerio— inaugura su misión de proclamación del advenimiento del Reino de Dios.
Jesús no fue exonerado de la tentación diabólica; sin embargo, no cayó en ella; la superó y se puso a evangelizar. Por eso, ningún creyente, desde los más encumbrados referentes hasta el último cristiano, está exceptuado de la “tentación” o “inclinación” de optar por un “camino” diverso al propuesto por Cristo. El mismo príncipe de los Apóstoles, Simón Pedro, por su contraposición al Maestro, mereció el apelativo de “Satanás” (Mc 8,31-33) que le atribuyera el mismo Jesús. En la lucha diaria de la vida cristiana —en la que de ordinario se nos presentan “las dos vías”: Del bien o del mal— cualquier referente eclesial y cualquier creyente, aún el considerado “más santo”, puede ceder a la tentación diabólica cuando elige empeñarse solo en su propio bienestar y conveniencia, no comprometiéndose con nadie y apacentándose solo a sí mismo. Cuando se deja a los demás al margen de los propios “intereses” particulares se renuncia a la adhesión a Cristo y se traiciona la misión evangelizadora.
Según el cardenal Sebastián Francis (Malasia) “hoy ya no se aspira a la santidad” sino, diríamos, a otras “prioridades” pragmáticas. Si se renuncia a la adhesión total a Jesús, como camino a la santidad, se pone en movimiento una “espiritualidad” de fachada, no pocas veces ideologizada, una performance de las “representaciones”, de cara a un público mediatizado y “secuestrado” por las redes sociales. Sería una verdadera tragedia para la Iglesia que sus agentes estén más atentos a la divulgación y menguados en el interés real por las personas. La tentación satánica puede conducir, sutilmente, a los agentes pastorales por el camino de la frivolidad y de la vanidad sumergiéndolos en el engañoso mundo paralelo de las apariencias y de la teatralidad.
Cristo, el “pastor auténtico” (cf. Jn 1,11), desde su experiencia de rechazo a Satanás —jefe de los demonios y padre de la mentira— nos anima a superar, en especial en este tiempo de Cuaresma —de “peregrinación interior”— cientos de “excusas” que nos impiden “convertirnos”, “creer en el Evangelio” y llevar adelante, de alma y corazón, la causa del Reino de Dios para que muchos hermanos y hermanas conozcan a Jesús y accedan a la vida eterna.
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