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Opinión

Jesús purifica a un leproso

Se le acercó un leproso que, puesto de rodillas, le decía suplicante: “Si quieres, puedes limpiarme”. Compadecido, extendió su mano, lo tocó y le dijo: “Quiero. Queda limpio”. Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. Le despidió al instante prohibiéndole severamente: “Mira, no digas nada a nadie. Pero vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio”. Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ningún pueblo, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a él de todas partes.

[Evangelio según san Marcos (Mc 1,40-45) —6º domingo del tiempo ordinario]

El Evangelio dominical, que nos propone la liturgia de la palabra, se centra en la “purificación” de un leproso innominado, en el contexto de la misión itinerante de Jesús en Galilea (cf. Mc 1,35-39). El evangelista indica que el leproso (griego: leprós) tuvo la iniciativa de “acercarse” a Jesús (Mc 1,40a), actitud que llama la atención teniendo presente el rechazo social del que eran objeto quienes padecían tal padecimiento. En este sentido, hay que admitir que el leproso tuvo la valentía de aproximarse y Jesús la grandeza de permitirlo. De hecho, según las normativas vigentes en la época, el leproso debía estar aislado y separado de los otros en el marco de las relaciones normales y cotidianas. Pero la fuerte carga personal para el paciente radicaba, sobre todo, en las dimensiones sicológica y moral que la comprensión religiosa de la época confería a tal afección, incluido el simbolismo que representaba la lepra.

Una lectura rápida del tercer libro del Pentateuco, el Levítico —en su “código de santidad”—, sobre el tema de la lepra (cf. Lv 13,1—14,57), nos persuade del detenimiento y de los detalles que el autor sagrado dedicó para tipificar, clasificar y establecer normas y sanciones respecto a la afección: Tumores, erupciones, manchas, lepra crónica, divieso, quemaduras, afecciones del cuero cabelludo, eccema, calvicie; incluso lepra de los vestidos y de las casas. Era un “estigma”, una “marca” impresionante que conllevaba desprecio, exclusión y marginación familiar, social y religiosa. Se pensaba que representaba un castigo de Dios en razón de haber cometido un pecado.

En relación con la desaparición de la lepra, resulta sugerente el hecho de que, en el texto, no se empleen vocablos o verbos que indiquen “curación” o “sanación” —en el sentido médico de la palabra—, como un acto terapéutico, sino más bien “purificación”, tanto en boca del leproso (Mc 1,40b) como de Jesús (Mc 1,41b.44b) y del evangelista (Mc 1,42b). Según parece, predominaba el concepto religioso de que la afección epidérmica, visible para todos, estaba en función del mundo cultual y ritual, lo cual habilitaba o inhabilitaba al creyente para el acceso al Templo; en consecuencia, para quien padecía el mal, Dios no estaba a su alcance. De hecho, confirma esta idea la orden de Jesús de presentarse al sacerdote con el fin de cumplir con la ofrenda estipulada por Moisés (Mc 1,44) y, consecuentemente, quedar registrado como apto para el culto litúrgico.

El evangelista no se interesa por la identidad del leproso ni se preocupa en proveer al lector particulares datos biográficos sobre su persona; más bien se centra en describir su actitud de fe incondicional hacia Jesús. Él se acerca y se “arrodilla” (verbo: gonypetéō) ante él. Este gesto describe, de ordinario, una actitud de sumisión y de homenaje ante Dios con el fin de formularle un ardiente deseo (cf. J.M. Nützel). Sin duda, el leproso, de modo consciente, manifestó su reconocimiento público de la identidad mesiánica de Jesús. Su pedido —“si quieres puedes limpiarme” (Mc 1,40c)— evidencia, con mayor fuerza, la fe en el Mesías, capaz de mutar una situación desesperada y, aparentemente, irreversible. Según el evangelista, la actitud que mueve a Jesús a dar una respuesta es la “compasión” o “misericordia” (Mc 1,41ª: verbo splagchnízomai). En este sentido, es importante subrayar que la “misericordia” en la Biblia no consiste en un simple sentimiento de lástima, de sensiblería intrascendente o inconsecuente, sino se refiere al auxilio oportuno y eficaz que se presta al necesitado. La repercusión interna en el agente que ayuda es la “conmoción interna”.

La misericordia de Jesús, en relación con el leproso, va acompañada por el gesto de “extender la mano” (Mc 1,41b). No se trata de un rito mágico. Tampoco se quiere dar relieve a la transgresión de la Toráh o Ley que prohíbe el contacto con los leprosos. Más bien evoca la acción potente de Dios que, con “brazo tenso”, se empeña en la liberación del hombre de cualquier signo de esclavitud (cf. Ex 7,5). Jesús “le tocó” (griego: háptō), en contravención de las normativas vigentes, y expresó su deseo: “Quiero. Queda limpio” (Mc 1,41c). El Mesías tiene el “poder” (griego: dínamai) de curar dolencias, afecciones y enfermedades y emplea, sin rodeos, ese poder con el fin de “limpiar” al leproso. En la constatación de la acción de Jesús, el evangelista subraya que “al instante le desapareció la lepra y quedó limpio” (Mc 1,42). Se observa una simultaneidad entre deseo, acción y efecto que revela la inmediata eficacia de la palabra de Jesús. Este dato refleja el perfil de un Mesías solidario en relación con los marginados por la religión y la sociedad, excluidos de las normales relaciones humanas a causa de una condición no querida ni deseada.

Acto seguido, Jesús despide al leproso purificado, prohibiéndole severamente: “Mira, no digas nada a nadie” (Mc 1,44a). Sin embargo, le ordena que se presente al sacerdote con el fin de cumplir con la prescripción bíblica según la cual aquel que se encuentra curado de la lepra debe someterse a una práctica ritual (Lv 14,3-19) antes de ser declarado limpio por el sacerdote (Lv 14,20) y así cumplir con el mandato de Moisés (cf. Mc 1,44b). Le intima al “silencio” porque, de hecho, el Mesías no necesita de publicidad. Esta determinación procura evitar malos entendidos, porque Jesús no puede ser identificado con cualquier taumaturgo o curandero en razón de que él es el “Señor” y solo como tal puede venir en ayuda de los necesitados. Es la formulación del “secreto mesiánico”.

La expresión conclusiva “para que les sirva de testimonio” es una invitación dirigida a los jefes de la clase sacerdotal para su conversión, pero con toda probabilidad tiene ya un tono veladamente polémico, anticipando el conflicto entre Jesús y el poder religioso judío. No se puede excluir, además, el juego de contraposición entre Jesús que limpia al enfermo y el sacerdote capaz solamente de constatar la purificación del leproso. Por otra parte, resulta relevante destacar que Jesús no va contra la ley mosaica, en sí misma, más bien enviando al leproso curado al sacerdote, la cumple, pero de un modo radicalmente profundo, según el deseo de Dios.

La reacción del leproso purificado no siguió la orden establecida por Jesús. Sin duda, el frenesí de su nueva condición de restablecido de aquel mal y la apertura de la casa de Dios suscitaron en él un entusiasmo tal, un ardiente júbilo, que no pudo contenerse. De manera que se puso a pregonar y divulgar la noticia por doquier (Mc 1,45a). Como consecuencia de la divulgación de esta acción, tanto terapéutica como taumatúrgica, el evangelista da cuenta de que Jesús tenía dificultades para presentarse ante la gente, razón por la que se quedaba en las afueras, en lugares desérticos. Con todo, Marcos concluye informando que “acudían a él de todas partes” (Mc 1,45b.c). Es obvio que su fama se expandía por los poblados y las personas acudían a él para buscar ayuda para sus dolencias y dificultades.

Bildaj de Súaj, respecto a uno de los padecimientos de Job, denomina a la lepra “primogénita de la muerte” (Job 18,13), prototipo de toda marginación, podríamos decir. El “leproso” era, en cierto modo, un “maldito”, un “castigado por Dios”. En ningún momento el evangelista presenta la afección como una enfermedad a ser curada, sino como una situación que lo excluía de la comunidad de fe y de la religión oficial. Por eso solo se habla de “purificación”. Jesús, con su actuación, mueve los cimientos teológicos del judaísmo entonces vigentes. Tanto él como el leproso trasgreden la Ley. El leproso vence el temor y se acerca a Jesús. Jesús, sin respetar la distancia establecida, extiende la mano y lo toca. Y con esta iniciativa, niega que Dios excluya al leproso socavando el fundamento de la ideología de la “impureza”. Con su poder divino, Jesús saca de la opresión a los marginados y estos pueden conocer el amor y la misericordia de Dios.

La Ley no tiene piedad de la miseria del hombre, y lo margina. Jesús se conmueve ante ella, y lo acepta, poniendo el amor de Dios por encima de la Ley. La aceptación de Dios no está basada en códigos de purezas o impurezas, ni es consecuencia de la limpieza del hombre. El causante de la marginación, por eso, no es Dios, sino la institución religiosa que, alejándose del propósito originario del Creador, diseñó una doctrina propia, desconectada de la voluntad divina.

La misericordia no es un “precepto” más en un conjunto de normas. Es el modo de ser y de actuar de Dios y de Jesús. Hoy, corremos el riesgo de hablar mucho de misericordia, como un slogan, como un concepto que está de moda, pero sin practicarla. Qué paradójico sería que promotores y predicadores de la misericordia no se conmuevan ante el sufrimiento personal, sicológico, moral y existencial de sus hermanos y hermanas que están en su entorno. Nos corresponde, en cada situación de la vida, en todo momento, entrever quién o quiénes están sometidos al yugo de nuevas “lepras”, víctimas de marginaciones no solo sociales, sino también religiosas y comunitarias, con el fin de “extender la mano” y ofrecer respuestas oportunas y un bálsamo de esperanza.

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