Opinión
Predicación y acciones terapéuticas y taumatúrgicas
Cuando salió de la sinagoga, se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y le hablaron de ella. Se acercó y, tomándole de la mano, la levantó. La fiebre desapareció, y ella se puso a servirles. Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron a todos los que se encontraban mal y a los endemoniados. La población entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Pero no dejaba hablar a los demonios, pues le conocían. De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario; y allí se puso a hacer oración. Simón y sus compañeros fueron en su busca. Al encontrarlo, le dijeron: “Todos te buscan”. Él replicó: “Vamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para predicar también allí; pues para eso he salido”. Así que se puso a recorrer toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.
[Evangelio según san Marcos (Mc 1,29-39) — 5º domingo del tiempo ordinario]
El presente texto, tomado de san Marcos, para la liturgia dominical, en realidad presenta tres episodios, inmediatamente después de que Jesús abandonara la sinagoga de Cafarnaún, acompañado de los hermanos Zebedeos: Santiago y Juan (Mc 1,29). Según el evangelista, en el primer episodio (Mc 1,29-31), se dirigieron a casa de Simón y Andrés, ambos también hermanos, hijos de Jonás (cf. Mt 16,17). No se dice el motivo de la visita porque el dato de que “la suegra de Simón estaba enferma con fiebre” (Mc 1,30a) es posterior, en la narrativa, a la decisión de marcharse. De hecho, Marcos dice, ya después de que decidieron ponerse en camino, que “le hablaron de ella” (Mc 1,30b). ¿Sabía Jesús, previamente, que la suegra de Pedro estaba enferma? El texto no lo dice.
El diagnóstico que el autor del Evangelio menciona es “fiebre”. En realidad, el verbo empleado indica la acción o el efecto producido por la enfermedad: “Padecía fiebre” (griego: pyréssō), en razón de la alta temperatura corporal. Cuando san Lucas, reconocido como médico (Col 4,14), relata el caso (Lc 4,38), habla de una “gran fiebre” o de una “fiebre intensa” (pyretós mégas). Esta especificación del tercer evangelista, probablemente, se deba a la distinción médica que existía en la época entre “fiebre alta” (griego: pyretós mégas) y “fiebre leve” (pyretós mikrós). De todos modos, según nuestro autor, era un estado tal que la tenía “postrada” en la cama (griego: katákeimai) sin poder cumplir actividad alguna (cf. H. Balz – G. Schneider). La expresión “y le hablaron de ella” —“mientras iban de camino”— no parece un simple relato del hecho sino un acto de intercesión a favor de la suegra de su primer apóstol. Respecto al status de “suegra” (griego: pentherá), lo que supone que Pedro estaba casado, no se dice más. Si, por ejemplo, era viudo y había recogido a la madre de su exesposa, o si estaba viva aún. La imaginación y la fantasía pueden hacer su trabajo.
Cuando Jesús llegó a la casa, “se acercó y, tomándole de la mano, la levantó”. No mediaron palabras, solo acciones, tres específicamente: Se acercó, la tomó y la levantó. Jesús se avecinó lo más cerca posible para asirla de la mano, un contacto directo con la paciente, como transmitiéndole su poder sanador; y la “levantó”, es decir, hizo que abandonara su anterior posición supina y se restableciera (Mc 1,31a). De modo escueto, san Marcos informa que la “fiebre desapareció”, es decir, quedó curada y, acto seguido, da cuenta de que “ella se puso a servirles” (Mc 1,31b). Resulta sugerente que la acción de “servir” (griego: diakonéō) sea como una consecuencia de la recuperación de la salud, de un recobro de la vida, podríamos decir. También puede decirse que la fiebre le impedía servir.
Un dato temporal (“al atardecer, a la puesta del sol”) indica el inicio del segundo episodio (Mc 1,32-34). El día ya llegaba a su fin; y según parece, Jesús y sus cuatro discípulos continuaban en la casa de Simón y de Andrés. Probablemente, al enterarse la gente de su presencia, se acercaron en torno al sitio y “le trajeron a todos los que se encontraban mal y a los endemoniados” (Mc 1,32). De un modo genérico, el autor señala que le presentaron dos categorías de personas: Aquellos que padecían algún “mal” (griego: kakōs échontas) y los “endemoniados” (griego: daimonízomai). Respecto a la primera categoría, el evangelista quiere expresar, con el empleo del adverbio kakōs, enfermedades y dolencias de diversa índole. El adjetivo griego pás, “todo”, da la impresión de una presencia abrumadora: “Trajeron a todos…”. La segunda categoría, si bien ya estaba insinuada con la expresión “espíritu impuro” (Mc 1,23.26.27), en relación con el “poseído” de la sinagoga de Cafarnaún, ahora se emplea, por vez primera en el Evangelio, el vocablo “demonio”. Específicamente, se dice “endemoniados” (Mc 1,32b). No obstante, según el texto, Jesús no curó a “todos” sino a “muchos”. De hecho, aquí se aclara que los “males” que se mencionaban, genéricamente al principio, para indicar los padecimientos, eran “enfermedades diversas” que hacían que las personas se “encontrasen mal”. Del mismo modo, Marcos indica que expulsó “muchos” demonios.
La figura del “demonio” es relativamente frecuente en el Evangelio según san Marcos (aparece 13 veces). En varios pasajes es denominado “espíritu inmundo” (Mc 1,27; 7,25-26). Se caracteriza por “habitar” en personas concretas poseyéndolas y manifestándose a través de ellas. En ocasiones se manifiesta en grupo cuando, por ejemplo, en el caso del endemoniado de Gerasa, se autodenomina “legión” (Mc 5,15) o, como en el caso de María Magdalena, que estaba poseída por “siete demonios” (Mc 16,9). El número “siete”, de evidente carácter simbólico, indica “totalidad”.
La expulsión de demonios forma parte de la tarea misionera de Jesús (Mc 1,32.34; 7.26-30) y de los discípulos enviados a evangelizar (Mc 3,15; 6,13; 16,17). También algún extraño, que no pertenece al círculo de discípulos, expulsa demonios en nombre de Jesús (Mc 9,38). Un escriba, después de acusar a Jesús de estar poseído por Beelzebul y de expulsar demonios por el príncipe de los demonios, recibe como respuesta de que tal acusación reviste el rango de “blasfemia”. En esta perícopa, Jesús homologa al demonio con Satanás (Mc 3,22-23), el oponente a la voluntad de Dios. El fin de la opresión ejercida por los demonios está dado por la “expulsión” mediante la cual el espíritu inmundo abandona al poseso que queda liberado de sus ataduras. De todos modos, el misterio del mal se presenta como un frente opositor al ministerio de Jesús y al de los apóstoles.
Jesús no deja hablar a los demonios. Como ya había procedido a silenciar al espíritu inmundo, en el texto precedente (Mc 1,25), no dialoga con los demonios; no les permite que hablen; pues, no hay diálogo posible con ellos. Los demonios, en razón de su particular naturaleza, “conocían” a quien se enfrentaba; sabían quién era Jesús de Nazaret (Mc 1,34).
Nuevamente, una nota temporal —“de madrugada” (Mc 1,35)— nos señala el inicio del tercer y último episodio (Mc 1,35-39). El factor temporal es subrayado mediante la expresión “cuando todavía estaba oscuro” (Mc 1,35a). El evangelista refiere que, en ese horario, Jesús tomó la decisión de ir a orar en un “lugar solitario”; en realidad, el texto habla de un lugar desértico (griego: éremos). Después de haber atendido a innumerables personas, enfermos y endemoniados, y transcurrida la noche, se aparta con el fin de orar (Mc 1,35b). El evangelista narra, seguidamente, que varios discípulos —Simón y sus compañeros— “fueron en su busca” (Mc 1,36). Estos informaron a Jesús que “todos te buscan”. Es evidente que el impacto causado por las curaciones y exorcismos movió a más gente que deseaban encontrarse con él. No obstante, en vez de acceder al pedido, él replicó: “Vamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para predicar también allí; pues para eso he salido” (Mc 1,38).
Resulta llamativo que Jesús, en relación con sus actividades, no haga mención de los exorcismos y curaciones, como si tuviesen una importancia secundaria para él, pues afirma como objetivo de su ministerio —“pues para eso he salido”—: La “predicación” (griego: kēryssō). Será el evangelista el que recordará como una síntesis de la misión el recorrido por toda Galilea mencionando la “predicación” y la “expulsión de demonios” (Mc 1,39). De hecho, el tema del “anuncio” de la Palabra atraviesa todo el Evangelio. Comenzó siendo una tarea de Juan el Bautista, el precursor, el cual proclamaba un “bautismo de conversión para perdón de los pecados” (Mc 1,4) y anunciaba la venida de “uno más fuerte que él” (Mc 1,7). La abrupta interrupción de la vida del Bautista marcó el inicio de la predicación de Jesús que se centraba en la proclamación del Reino de Dios (Mc 1,14). Predicará en las sinagogas (Mc 1,39), misión que también encomendará al grupo de “los Doce” (Mc 3,14; 6,12). Esta “buena noticia” del Reino deberá ser propagada a todas las naciones antes que sobrevenga el fin de los tiempos (Mc 13,10). De hecho, la proclama de la palabra de Dios no se circunscribirá a los estrechos límites de Israel, la tierra prometida, sino se difundirá por “el mundo entero” (Mc 14,10). De este modo, el mandato misionero, después de la resurrección, consistirá en la proclamación de la Buena Nueva a toda la creación (Mc 16,15). Los discípulos, en fiel cumplimiento del mandato del Resucitado, “salieron a predicar por todas partes” (Mc 16,20).
Marcos presenta a Jesús, desde los inicios de su ministerio, como un evangelizador itinerante. La instalación del Reino comprendía la predicación de la palabra de Dios y la realización de acciones terapéuticas (curaciones) y taumatúrgicas (expulsión de demonios) con el fin de liberar a la gente de tantas cárceles y limitaciones que les impedían adherirse plenamente al proyecto traído por el Mesías, Hijo de Dios (Mc 1,1). Su misión se realizaba en ambientes públicos, como en las sinagogas de los poblados, y en lugares privados, como en la casa de Simón.
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