Opinión
Una nueva doctrina
Al poco de llegar a Cafarnaún, entró el sábado en la sinagoga y se puso a enseñar. Y la gente quedaba asombrada de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres: el Santo de Dios”. Jesús, entonces le conminó: “Cállate y sal de él”. Y el espíritu inmundo lo agitó violentamente, dio un fuerte grito y salió de él. Todos quedaron pasmados, de tal manera que se preguntaban unos a otros: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Da órdenes incluso a los espíritus inmundos, y le obedecen”. Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea.
[Evangelio según san Marcos (Mc 1,21-28) —4o domingo del tiempo ordinario]
El texto del Evangelio —de la liturgia dominical— nos plantea la primera confrontación de Jesús con el “misterio del mal”. La delimitación temporal y geográfica con el que se inicia (Mc 1,21a: “al poco de llegar a Cafarnaún”) sitúa el episodio en el norte del país, en una ciudad referencial para el pueblo judío, prácticamente la capital de Galilea, pues la capital oficial, Tiberíades, por su ambiente pagano, no era frecuentada por los creyentes. Tres aspectos interrelacionados emergen de inmediato en la sección introductoria del texto: El tiempo, el espacio y la actividad. El “tiempo” es sagrado, un šabbāt, el día festivo que clausura la semana y, al mismo tiempo, da inicio a otra nueva. El “espacio” es la sinagoga (griego: sinagōgē), ámbito de encuentro comunitario para la celebración litúrgica que recordaba a los fieles su pertenencia al pueblo de Dios y el conjunto de relaciones sociales que debían observar. La actividad de Jesús es la “enseñanza” (griego: didáskō). (Mc 1,21b). La acción verbal, al estar en imperfecto, se presenta —desde los inicios— como un oficio que se desarrollaba de modo continuo y permanente.
A la “ambientación” (Mc 1,21) sigue la observación de san Marcos sobre la reacción de la gente y el motivo que causaba aquel “asombro”. La “fascinación” (griego: ekplēssō) del gentío se debía al impacto que Jesús provocaba en su auditorio, el cual quedaba “maravillado” por su “doctrina” (griego: didachē): “Y la gente quedaba asombrada de su doctrina” (Mc 1,22a). No pasa desapercibido que la razón de la “admiración” no se debe al contenido de la enseñanza, sino al “modo” con que lo hacía: “… porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mc 1,22b). Subrayando el “método” propio de Jesús, el autor le opone el estilo de los escribas o “maestros de la Ley”. Estos eran los docentes oficiales de la teología de aquel tiempo. Tenidos por “doctos”, impartían lecciones e interpretaciones de la Toráh. Eran los representantes del judaísmo rabínico-fariseo hostil al maestro de Nazaret (Mc 3,22; 12,28.35). Ellos fijaban, de modo vinculante, las enseñanzas de la Escritura para el presente. Actuaban como juristas en los procesos judiciales y cumplían el rol docente en las sinagogas y en las escuelas de formación para jóvenes (cf. G. Baumbach).
La excelencia de la enseñanza de Jesús, ante todo, indica su independencia. Él no es un “egresado” de las escuelas rabínicas. En contravención con las tradiciones hebreas, acoge a pecadores y recaudadores (cf. Mc 2,26), interpreta la voluntad de Dios sin recurrir a tradiciones humanas ni a la autoridad magisterial de los teólogos. La autoridad de Jesús no era de naturaleza jurídica porque no revestía un carácter institucional, sino que nacía de la plenitud del Espíritu que poseía (Mc 1,10) y de su calidad de Hijo de Dios (Mc 1,11). No hacía ostentación de poder ni aducía credenciales, pero los oyentes percibían la soberanía de sus palabras. Por eso, el auditorio concluye que su enseñanza contenía “poder” (griego: exousía). La consideración positiva del magisterio de Jesús se torna parámetro que revela la negatividad del sistema docente y escolástico de los letrados: “… y no como los escribas” (Mc 1,22c). Este estamento ha devenido en una institución carente de espíritu que se limitaba a instruir sobre normas, obligaciones, prohibiciones y sanciones, haciendo que la gente soportara una pesada carga (cf. Mt 23,4-15).
Centrándose en la reunión de la sinagoga, el evangelista da cuenta de la presencia de “un hombre” (innominado) cuya nota característica es su vínculo con el mal: “… en espíritu impuro” (Mc 1,23a). Este hombre, según parece, pertenece a esa comunidad, porque las notas gramaticales específicas nos permiten inferir que estaba (imperfecto griego: ēn) desde el principio en la reunión. Es decir, formaba parte de ella. “Espíritu inmundo” (griego: pneūma akáthartos) es opuesto a “Espíritu Santo” porque mientras aquel representa la “impureza” este personifica la santidad. Son realidades inconciliables. Lo curioso es que, los judíos, mientras exigían pureza ritual exterior, sobre todo en función de su riguroso ceremonial litúrgico, no tenían inconveniencia para tener contacto cercano con lo que se opone a Dios: “… un hombre en espíritu impuro” (Mc 1,23b).
Antes de que Jesús hablara, el hombre gritó: En primer lugar, increpó respecto a su relación entre el nazareno y “ellos”. Literalmente, le dice: “¿Qué a nosotros y (qué) a ti?”, una expresión que, de ordinario, expresa “censura” o “rechazo” por parte de quien se siente amenazado por la acción del otro. Es como si le dijera: “¿Por qué te metes con nosotros?” En segundo lugar, él mismo responde con estilo retórico que Jesús ha venido a “destruirles”. En tercer lugar, manifiesta su conocimiento sobre la verdadera identidad de Jesús: “El Santo de Dios” (Mc 1,24). Este título aparecerá pocas veces, como en boca de Pedro, en el Evangelio de Juan (Jn 6,69), con el fin de expresar el rol mesiánico: “Consagrado de Dios” (cf. J. Mateos – F. Camacho).
Recién en este punto Jesús reacciona y lo hace con un doble imperativo: “Cállate y sal de él” (Mc 1,25). Se trata de un enérgico rechazo y de reprensión. Ante todo, esto implica que Jesús no dialoga con las manifestaciones del mal; al contrario, lo enmudece. No es el agente del mal el que está autorizado a propagar la idea mesiánica entre la gente. Este rol le corresponderá a otros (como a Pedro y Andrés; a Santiago y Juan) que no pertenecen al círculo de la sinagoga. La orden “sal de él” es un acto de liberación, un “exorcismo”, que reintegra al “poseído” a la auténtica comunidad de los creyentes. El autor relata, en efecto, que “el espíritu inmundo lo agitó violentamente y dio un fuerte grito y salió de él” (Mc 1,26). La “violencia” es una nota característica de la opresión a la que se ve sometida quienes viven bajo el régimen de la sinagoga.
Las observaciones finales del evangelista se refieren a la reacción de los presentes en la sinagoga: “Todos quedaron pasmados” (Mc 1,27a). Se preguntaban lo que representaba aquel “espectáculo” (“¿Qué es esto?”). E interpretaban que se trataba de una “doctrina nueva” (griego: didachē kainē) caracterizada por la autoridad (griego: kat’exousían). La novedad de la enseñanza no radica en el contenido, sino en el “nuevo” modo de enseñar que reside en la calidad personal de Jesús y en la eficacia de su acción: “Da órdenes incluso a los espíritus inmundos, y le obedecen” (Mc 1,27b). Las palabras de este maestro se verifican en los hechos. Esta excelencia pedagógica hizo posible que su fama se extendiera, por doquier, en toda la región de Galilea (Mc 1,28).
Resulta llamativo que el primer exorcismo realizado por Jesús —según san Marcos— no se realizara en un lugar “inmundo”, en un ámbito propio del mal, sino en la institución eclesial (o sinagoga). Concediendo al fenómeno de la posesión maligna una valencia simbólica, podemos entrever de qué manera el sistema religioso entonces vigente, con su filigrana de normas, exigencias, observancias y minucias, atenazaban a la persona y no la liberaba para el encuentro con Cristo. De este modo, la sinagoga representaba una “prisión” que se posesionaba del creyente y lo alienaba, convirtiéndolo en un simple receptor de un cúmulo de leyes que lo asfixiaban. Privado del uso de su inteligencia y de su capacidad crítica, el “poseído” dejaba de ser un auténtico sujeto religioso para convertirse en el simple juguete de una ideología religiosa.
Solo Jesús de Nazaret, investido del Espíritu Santo, con su “nueva doctrina”, expuesta con autoridad y con el señorío del carisma profético, puede exorcizar con fuerza y determinación los males que hoy nos atenazan. Las instituciones religiosas son medios. El fin radica en el acceso al Reino de Dios mediante la conversión y la fe en Jesús, el Mesías.
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