Opinión
Unos magos del Oriente
Jesús nació en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes. Unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle”. El rey Herodes, al oírlo, se sobresaltó y con él toda Jerusalén. Convocando a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, les preguntaba dónde había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: “En Belén de Judea, porque así está escrito por el profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los principales clanes de Judá; porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo Israel”. Entonces Herodes llamó aparte a los magos y por sus datos precisó el tiempo de la aparición de la estrella. Después, enviándolos a Belén, les dijo: “Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo, para ir también yo a adorarle”. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, lo adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra. Pero, avisados en sueños que no volvieran a Herodes, se retiraron a su país por otro camino”.
[Evangelio según san Mateo (Mt 2,1-12), Solemnidad de la Epifanía del Señor]
El texto —que la liturgia de la palabra nos propone para esta solemnidad— se inicia con la certificación del evangelista sobre el lugar del nacimiento del niño: Belén de Judea (Mt 2,1). Este neonato, según la revelación del ángel a José, será el Emmanuel o “Dios con nosotros” (Mt 1,23b). Como indicación temporal del acontecimiento se señala el tiempo en que reinaba Herodes (del año 37 antes de Cristo hasta el año 4 de nuestra era). Este rey gobernaba Judea, Idumea, Samaría, Galilea, Perea y otras regiones de la zona del Haurán.
La especificación “Belén de Judea” obedece a la necesidad de distinguir esta aldea de otra localidad con el mismo nombre situada en el territorio de la tribu de Zabulón, ubicada en la Galilea inferior: Belén de Zabulón (Jos 19,15). San Lucas afirma que Belén de Judea es la ciudad del rey David (Lc 2,4), localidad muy cercana a Jerusalén, pues dista de ella apenas 8 km hacia el sur. La profecía de Miqueas asocia a Belén con Efrata (territorio de la tribu de los efrateos, el más pequeño de los clanes de Judá) que adquirió relieve por la profecía de que el Mesías habría de nacer de la casa de David (Miq 5,1). David, en efecto, era hijo de un efrateo de Belén de Judá cuyo nombre era Jesé (cf. A. Strobel).
San Mateo relata, seguidamente, la presencia de “unos magos” que venían del Oriente, un dato exclusivo del primer evangelista. Resulta relevante subrayar, en este punto, que el texto no habla de “tres reyes magos” como, de ordinario, se los nombra y se los representa en los pesebres navideños, pues “no son tres”, “ni son reyes”. El origen de la denominación “tres reyes magos”, cada rey con su respectivo nombre (Melchor, Gaspar y Baltasar), hay que buscarlo en la tradición popular, fuera del ámbito de las Sagradas Escrituras.
El término griego mágoi (“magos”) —según Herodoto— deriva del nombre de una tribu médica (de Meda), región de Persia. La procedencia —del Oriente— es genérica, pero puede pensarse en Persia, Babilonia o el sur de Arabia. Ellos desempeñaban un rol sacerdotal y se dedicaban al estudio de la astronomía o la astrología. En la antigüedad se les reconocía la capacidad para conocimientos secretos y detectar las indicaciones de los astros; no obstante, los rabinos los consideraban charlatanes y embaucadores. San Mateo, por su parte, los considera personas doctas y expertas en astronomía (procedentes seguramente de Babilonia). Un acento negativo adquiere en los Hechos de los Apóstoles donde el pseudoprofeta judío Bar Jesús Elimas, en Pafos de Chipre, recibe también el calificativo de “mago” (Hch 13,6-8). Con todo, los magos, en nuestro texto, representan a los gentiles que reconocen los signos del nacimiento de Cristo y se abren, por tanto, a las Escrituras (cf. H. Balz).
Los sabios de Oriente se presentan en Jerusalén, sede del poder religioso y político de Israel, y preguntan por el “lugar” donde ha nacido el “rey de los judíos” (Mt 2,2). Alegan que vieron “su estrella” (griego: astēr) en Oriente y han venido a adorarle. Si bien “las estrellas” son parte de la creación, existía la creencia antigua de que presidían la vida de un soberano importante. Este tipo de ideas habría suscitado el celo del rey Herodes ante el nacimiento de un eventual competidor (Mt 2,7). Según parece “la estrella” está asociada al concepto de mesianismo. Así, por ejemplo, Bar Kochba, considerado Mesías, quiere decir “hijo de la estrella”. En el libro de los Números también se lee la siguiente profecía: “Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca; de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel” (Nm 24,17a). En el libro del Apocalipsis las estrellas adquieren un claro valor simbólico de naturaleza cósmica que señalan la esfera propia de lo trascendente, de lo divino. Lo extraordinario de nuestro texto consiste en que “la estrella” anuncia la dignidad real del niño neonato (cf. H.-J. Ritz). La acción de “adoración” (griego: proskynéō) que los magos quieren ofrendar al recién nacido indica la máxima pleitesía y homenaje que se debe tributar solo a Dios. Ellos anuncian que ese es el propósito de su visita; en consecuencia, el pleno reconocimiento de que en aquel niño está totalmente presente la Divinidad.
La reacción del rey Herodes —y de toda la ciudad de Jerusalén con él— fue de “sobresalto” (verbo griego: tarássō). La noticia, según Mateo, “conmocionó” al rey y agitó a todos los habitantes de la capital (Mt 2,3). Como consecuencia inmediata de la novedad, convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, conocedores de las Escrituras, con el fin de indagar sobre el lugar del nacimiento del Mesías (Mt 2,4). Los entendidos, citando al profeta Miqueas, le respondieron que estaba anunciado que nacería en Belén de Judea (Miq 5,1). De este modo, el rey se informó por los datos de los magos del tiempo del nacimiento y los sacerdotes y escribas le facilitaron la información sobre el lugar. Según se indica en el texto, Herodes tuvo un diálogo “secreto” (griego: lathrạ) con los magos con el fin de darles la misión de “investigar” diligentemente lo relacionado con el niño con el supuesto fin de que, una vez enterado, también él pueda ir a adorarle (Mt 2,7-8).
Los magos, concluido el diálogo con el rey, se pusieron en camino. Según el relato, “la estrella” les precedía y se detuvo sobre el sitio donde yacía el niño. Este hecho fue causa de inmenso regocijo porque llegaron a destino. Pensando en clave simbólica, puede decirse que Dios (representado en la “estrella”) guiaba sus pasos y conducía su peregrinación hasta el sitio buscado (Mt 2,9-10). Los magos entraron en la casa y vieron al niño con María su madre y, postrándose, le rendieron el homenaje de adoración (Mt 2,11a), como lo habían anunciado (cf. Mt 2,2). Ellos traían cofres en los que portaban los regalos: Oro, incienso y mirra, riquezas y perfumes de Arabia (cf. Jer 6,20; Ez 27,22). Los Padres de la Iglesia verán simbolizados en estos presentes la “realeza” (oro), la “divinidad” (incienso) y la “pasión” (mirra) de Cristo (Mt 2,11b) (cf. U. Luz). De modo escueto, el evangelista informa, al final, que “avisados en sueños”, los magos se marcharon a Oriente sin retornar junto a Herodes eligiendo otro camino. La verdadera intención de Herodes se hace explícita más adelante cuando el ángel revela en sueños a José que huya a Egipto porque el rey buscaba matar al niño (Mt 2,13).
En fin: Los magos, representantes de la ciencia humana y de la sabiduría de los gentiles de aquel tiempo, guiados por la gracia de Dios (la “estrella”), buscaron, encontraron y reconocieron en el niño nacido en Belén de Judea al Mesías prometido a Israel, el Emmanuel (“Dios con nosotros”). Lo que para Herodes y Jerusalén era un “sobresalto”, para los magos paganos era signo de “alegría”, de grande gozo.
No deja de ser paradójico que los judíos, miembros del pueblo elegido, con su rey y sus habitantes, no se percataron del acontecimiento y de la acción más prodigiosa de Dios: La encarnación de su Hijo. Más bien, en su patria, desde su nacimiento hasta su fin terrenal el Emmanuel fue sistemáticamente acosado por la intención homicida. El rey lo quería eliminar porque veía en él un competidor de su poder. Durante su ministerio, la autoridad religiosa buscará afanosamente, mediante una hermenéutica “a la carta”, la forma de desprenderse del molestoso rabino. Obstinados en su pensamiento único y guiados por su ciego pragmatismo, los responsables de la experiencia religiosa hebrea lograrán, usando a la autoridad política romana, lo que Herodes intentó hacer con la “matanza de los inocentes” (cf. Mt 2,13-15).
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MARIA VICENTA ZAVALA
7 de enero de 2024 at 17:19
Hermosa reflexión. Una verdadera catequesis. En este relato se une la ciencia y la fe. Dios da señales y solo “los magos” pueden entender. Así es hoy también.