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Opinión

El anuncio de la encarnación del hijo del Altísimo

 Al sexto mes (de la concepción de Juan) envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la Casa de David; el nombre de la virgen era María. Y, entrando, le dijo: “Alégrate, has sido colmada de gracia, el Señor está contigo”. Ella se conturbó por estas palabras y se preguntaba qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande, se le llamará hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”. María respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?”. El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez y este es ya el sexto mes de la que se decía que era estéril, porque no hay nada imposible para Dios”. Dijo María: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel, dejándola, se fue”.

[Evangelio según san Lucas (1,26-38), 4º Domingo de Adviento]

El Evangelio propuesto para este 4º domingo de Adviento plantea un alumbramiento: “…darás a luz un hijo” (Lc 1,31c). Es el núcleo del anuncio del ángel Gabriel a María, una revelación sorprendente, inaudita y desconcertante. Sorprendente porque para la razón humana es inconcebible; inaudita por su total novedad y su desnivel con la experiencia ordinaria; y desconcertante por el misterio y el prodigio que envuelve. Es una angelofanía mediante la cual Dios da a conocer su plan para el mundo. Las categorías humanas quedan rebasadas para ceder paso a la comunicación de Dios con la humanidad.

En el anuncio resuena la voz profética del Primer-Isaías que, más de siete siglos antes, proclamó diciendo: “Por eso, el Señor mismo les dará un signo. Miren, la joven está encinta y dará a luz un hijo, y lo llamará con el nombre de Emanuel” (Is 7,14). El mismo Isaías presenta, más adelante, las notas características del “Dios con nosotros”: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado. La soberanía reposa sobre sus hombros y se le da por nombre: ‘Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz’. Su soberanía será grande y habrá una paz sin fin para el trono de David y para su reino”. Según el profeta, este rey gobernará por siempre mediante el derecho y la justicia. Isaías culmina diciendo que esto será obra de Dios (cf. Is 9,1-6).

“El nombre de la joven (era) María” (Lc 1,27b), calificada dos veces con el apelativo “virgen” (griego: parthénos). María era una humilde joven que vivía en un pueblito de la provincia de Galilea. En el momento del anuncio, ella estaba comprometida con José, de la tribu de Judá. Según nuestro lenguaje de hoy, eran “novios”. Aún no estaban casados. Porque la práctica hebrea del matrimonio comprendía dos fases: En primer lugar, el “compromiso matrimonial” (hebreo: ’ērûsîn; en latín sponsalia) que correspondía con lo que denominamos “petición de mano”, acto por el cual se intercambiaba el mutuo acuerdo con vistas al matrimonio (cf. Mal 2,14). En esta fase se pagaba el mōhar, equivalente a la “dote” o (patrimonio) de la novia. En segundo lugar, seguía “el matrimonio propiamente dicho” (hebreo: niśśû’în) por el que el marido “se llevaba” a la novia a su casa para convivir juntos (cf. Mt 1,18; 25,1-13) (cf. A. Tosato).

Desde la primera fase (’ērûsîn) el novio adquiría toda clase de derechos legales sobre la novia, que, desde ese momento, podía considerarse como su “mujer” (Mt 1,20.24). El compromiso no podía romperse más que mediante una demanda de divorcio interpuesta por el novio; y toda violación de los derechos maritales del novio por parte de la novia se consideraba como adulterio. Después de la ceremonia de compromiso, normalmente la novia seguía viviendo en casa de sus padres alrededor de un año antes de que el marido se la llevase oficialmente a su casa. Cuando María quedó embarazada vivía aún —según la costumbre— en casa de sus padres. Las nupcias se realizaban en torno a un año después del compromiso que tenía todos los efectos legales del matrimonio.

La angelofanía acontece en Nazaret, una aldea prácticamente desconocida. No existen vestigios de este villorrio en todo el Antiguo Testamento. Tampoco lo menciona en sus obras el famoso historiador judío Flavio Josefo, ni lo registran la literatura rabínica o midrásica. Pero, gracias a una inscripción hebrea, descubierta en Cesarea del Mar (año 1962) conocemos la existencia de esta aldea galilea. Hasta el lugar, sin nombradía alguna, está signado no solo por el anonimato sino, sobre todo, por la pequeñez e insignificancia (cf. J.A. Fitzmyer).

El enviado de Dios se llama Gabriel, cuyo nombre significa “Dios es mi guerrero”; y se presenta como un legado plenipotenciario, como un mandatario que cumple la orden de Dios que le confiere la misión. El mensajero saluda a María diciéndole: “alégrate”. Es un saludo acompañado con la invitación a superar el temor: “…no temas, María”, le dice el ángel (Lc 1,30). A continuación, el mensajero la declara “favorecida”, “colmada de gracia”, hecha impecable por la obra de Dios. Gabriel no le dice “llena eres de gracia” sino “has sido colmada de gracia” (griego: kecharitōmé; un participio perfecto pasivo) y este aspecto lingüístico es importante subrayar porque pone de resalto que Dios es el agente que torna impecable a María. Ella no consigue la plenitud de la gracia por sus propios esfuerzos y méritos sino mediante la acción de Dios que la prepara, la preserva para que el “hijo del Altísimo” se hospede en su seno virginal (cf. I. de la Potterie).

Cuando el ángel le dice a María que “el Señor está contigo” quiere indicar que ella recibe la constante ayuda y la protección de Dios. Las palabras del ángel le sobresaltaron; más aún cuando le anunció: “Vas a concebir, y darás a luz un hijo”. El ángel le indicaba un futuro embarazo, la gestación de un hijo, cuyo nombre, por indicación divina, será “Jesús” (griego: Iēsoūs). Se trata de un nombre teofórico, que la Septuaginta emplea con frecuencia para trascribir el hebreo yehôšûa‘ —la forma tardía es yēšûa‘—  con el fin de referirse a Josué, el hijo de Num (Ex 17,9); al sumo sacerdote Jesuá o Josué (Ag 1,1) y al levita Jesús (2Cro 31,15) que quiere decir: “Yahwéh ayuda” o “Yahwéh es salvación” (cf. G. Schneider).

De Jesús, el ángel dice que será “grande” (griego: mégas), describiendo la personalidad del niño que va a nacer y la función que va a desempeñar. A continuación, Gabriel afirma que “será llamado Hijo del Altísimo”, es decir, Hijo del Dios Supremo, el que está por encima de todo (griego: hypsistós). “Se sentará en el trono de David, su padre”, dice el ángel aludiendo a la profecía de Natán a David en relación con el poder real que permanecerá en su descendencia. Así, desde el punto de vista de la realeza, Jesús será llamado “hijo de David”, de la estirpe del Rey. Por eso, él “reinará sobre la casa de Jacob-Israel por los siglos” y “su reino no tendrá fin” (Lc 1,32-33).

Cuando el ángel terminó su intervención, María reaccionó ante el inesperado y sorprendente anuncio con una pregunta: “¿Cómo podrá suceder eso ya que no tengo relaciones con un hombre?” (Lc 1,34). La interrogación expresa una incertidumbre que empezó como una turbación ante un saludo tan insólito (Lc 1,28-29) y se ha ido acrecentando a medida que el mensajero le comunicaba los términos del anuncio (Lc 1,31-33). Literalmente, María alega que “no conoce varón”, es decir, que ella no ha tenido relaciones conyugales. Y de este modo, ratifica la descripción que se ha dado de ella: La de ser una “joven-virgen” (Lc 1,27), pues quedó encinta en la primera fase del compromiso matrimonial o ’ērûsîn, antes de convivir con José.

Después de que ella manifestara su incertidumbre, el ángel le replicó y le indicó que intervendrán dos agentes: “El Espíritu Santo” y “el Altísimo”. El Espíritu Santo vendrá “sobre ti” (griego: epì sè), le anunció; y el “poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”, completó. El Espíritu Santo aparece como una potencia creativa de Dios que actúa en el ser humano. De este modo, según Lucas, el Mesías entra en la historia humana por medio de una actuación del Espíritu creativo de Dios sobre María. “Vendrá” o “bajará sobre ti” es una expresión que evidencia que la concepción de Jesús excluye cualquier clase de referencia a una unión sexual. El niño será un don total de Dios, en el sentido más pleno de la palabra. Los títulos que emplea el ángel para referirse al neonato son “Santo” e “Hijo de Dios”, es decir, separado y consagrado para el servicio de Dios.

El poder de actuación de Dios es ejemplificado por el ángel con el caso de Isabel, la pariente de María que, siendo estéril y de edad avanzada, ya llevaba seis meses de embarazo. Este hecho demuestra que para Dios nada hay imposible. Al final del diálogo viene la respuesta de María: Ella responde declarándose “la sierva del Señor” (Lc 1,38a). Es una afirmación de disponibilidad, de humildad, de quien acepta lo que le supera por la confianza depositada en el mensajero. Ella afirma con seguridad: “que suceda en mí conforme con tu palabra” (Lc 1,1,38b). La versión popularizada en castellano “hágase en mí según tu palabra” expresa su profundo deseo que la voluntad de Dios se haga realidad. Después de la respuesta de María, el evangelista informa que “el ángel la dejó” (Lc 1,38c), para retornar al ámbito propio de Dios.

Brevemente: El anuncio del nacimiento del Mesías indica la proximidad de la celebración de la navidad. Es el anuncio más sorprendente de la historia de la humanidad: El Dios eterno, inmutable, “absolutamente otro”, se encarnará para asumir, en su condición divina, la naturaleza humana. Dios, verdaderamente, estará entre los hombres para mostrarles el camino que conduce a la vida eterna. El Dios fuerte se hará frágil con el fin de salvarnos; el Dios rico se hará pobre para enriquecernos.

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