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Opinión

La “cátedra” de Jesús

Entonces Jesús se dirigió a la gente y a sus discípulos; les dijo: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan, pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres: ensanchan las filacterias y alargan las orlas del manto; les gusta ocupar el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame ‘Rabbi’. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar ‘Rabbí’, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie ‘Padre’ vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: El del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar ‘Instructores’, porque uno solo es vuestro Instructor: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues, el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.

[Evangelio según san Mateo (Mt 23,1-12) – 31º domingo del tiempo ordinario]

En este trigésimo primer domingo del tiempo ordinario, la liturgia de la palabra opone a seguidores de dos cátedras: Los que se sientan en la “cátedra de Moisés” —“escribas y fariseos”—  y aquellos que son instruidos desde “la cátedra de Jesús” —“la gente y los discípulos”—. Jesús dirige sus palabras a estos últimos (Mt 23,1). El discurso encabeza las “invectivas” contra los representantes de la experiencia religiosa de la fe judía (Mt 23,13-39).

La frase “cátedra de Moisés” es una expresión que se remonta al rol ejercido por el carismático líder veterotestamentario cuya actuación —bajo la conducción de Yahwéh— fue fundamental para la conformación del pueblo de Dios. Moisés, en efecto, no solo liberó al pueblo hebreo de la esclavitud egipcia; lo condujo, además, por el desierto hasta divisar la tierra que mana “leche y miel”. Su autoridad para guiar y enseñar derivaba de su contacto directo con Dios, pues “hablaba con él rostro a rostro” (Ex 33,11-13). Se le conoce como el gran legislador porque recibió de Yahwéh y comunicó al pueblo las “diez palabras” que fueron esculpidas en tablas de piedra. Por eso, Moisés es el referente más emblemático de la experiencia religiosa de Israel, el más grande de los profetas (cf. Dt 18,18).

Así, cuando Jesús habla de la “cátedra de Moisés” evoca al personaje más ilustre de Israel y se remite a la gran autoridad de que gozaba en el pueblo. Con todo, esta “cátedra” no es una simple metáfora abstracta sino una “sede”, un “asiento” desde donde se enseñaba al pueblo en las sinagogas. Por eso, asociar la idea de “cátedra” con Moisés implicaba comunicar la noción de “prestigio”, de un oficio autorizado y reconocido en la comunidad hebrea. Según la tradición “de los padres”, este “sitial” pasó de Moisés a los “letrados” a través de los ancianos y los profetas (Abot 1,1). Jesús afirma que en esa “cátedra” del gran profeta “se han sentado los escribas y fariseos”, en el sentido de arrogarse la facultad docente en las asambleas litúrgicas. Escribas y fariseos dominaban las sinagogas, ámbitos religiosos referenciales de la fe judía (cf. U. Luz). La expresión “se han sentado”, simultáneamente, parece un modo de decir “han usurpado” teniendo presente que la conducta de estos grupos —que se describirá seguidamente— deslegitimaba el ejercicio magisterial que se atribuían las facciones religiosas de escribas y fariseos.

Escribas y fariseos están unidos en un frente común con el fin de oponerse a Jesús. El Evangelio de Mateo deja al descubierto el sistemático conflicto suscitado por ellos en diferentes asuntos en los que piensan encontrar alguna respuesta errónea del “maestro” para inculparle y hallar motivos para arrestarle. Aquí (Mt 23,1-12), Jesús reprocha, con suma claridad, sus desviaciones que, de algún modo, resumen el perfil negativo de estos grupos. La mención frecuente de estos “partidos” tiene por objeto alertar a los destinatarios del Evangelio a no repetir las mismas actitudes en la comunidad eclesial.

Llama la atención que Jesús, en este discurso, recomiende que “se haga y se observe todo lo que enseñan…” (cf. Mt 23,3a). Sorprende, sobre todo, porque el mismo Jesús se oponía a la doctrina de los fariseos sustentada en la “tradición de los antiguos” (Mt 15,1-9). Además, había prevenido contra la doctrina de fariseos y saduceos (Mt 16,12) y repudiado la hermenéutica de los preceptos de “pureza ritual” calificándolos de “guías ciegos” (Mt 15,10-14). Ellos son tachados de enseñar cosas absurdas (Mt 16,16-22). ¿Cómo es posible —que ante semejante oposición doctrinal— ahora diga “observen todo lo que enseñan los letrados y fariseos”? Independientemente a la aparente contradicción, lo que interesa es la segunda parte: No imitar la conducta de letrados y fariseos (Mt 23,3b). Ante el comportamiento, la doctrina queda en un segundo plano (cf. Mt 7,21-23). Esto equivale a decir que “toda teología queda cuestionada” por la incongruencia entre teoría y práctica. De nada sirve la enseñanza si los propios maestros son incoherentes e hipócritas. El que ejerce la “cátedra” debe mostrar que los principios que inculca son realizables porque él mismo los pone por obras (cf. U. Luz).

Según la crítica de Jesús, las acciones de escribas y fariseos están desnaturalizadas por un tipo de conducta carente de sustento espiritual, vacía de interioridad; reducida a meras manifestaciones externas: “Todas sus obras las hacen para ser vistos” (Mt 23,5a). El impulso motivacional radica en una insana autoexaltación (Mt 7,21-23). En una sociedad fuertemente religiosa, como la judía, sobre todo de parte de los “observantes y piadosos”, no es extraño caer en la tentación de explotar, sobre el plano social y personal, el prestigio que se deriva ya sea del rol religioso o de las prácticas devocionales. En su discurso programático (“enseñanza del monte”), Jesús califica de hipocresía las actuaciones de quienes se sirven de la limosna, del ayuno o de la oración para poner en movimiento un despliegue público de sus rituales (Mt 6,1-18) que se corresponden con formas perversas de autogratificación (cf. S. Grasso).

Después de afirmar que la “doctrina” de escribas y fariseos no se corresponde con el tenor de sus vidas, Jesús pasa a describir la conducta de los responsables de la experiencia religiosa del pueblo: En primer lugar, afirma que “atan pesadas cargas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas” (Mt 23,4). Se sabe que, en el judaísmo, se había establecido seiscientos trece preceptos vinculantes tornando pesada la vida religiosa no solo por la cantidad de normas (normativismo) sino, además, por la interpretación “a la letra” que hacían los juristas. Contrariamente a este modo asfixiante de legalismo, Jesús propone, a quien lo sigue, un “yugo ligero” y una “carga liviana” (Mt 11,30). En segundo lugar, les recrimina su ostentación y su exhibicionismo presuntuoso. Se detiene en cuatro detalles de esa conducta vanidosa y estirada: Ampulosidad en el ropaje, búsqueda de puestos de honor, reconocimiento público y titulomanía.

La ampulosidad en la vestimenta se caracteriza por dos notas: Filacterias ensanchadas y orlas del manto alargadas. Las “filacterias” (griego: phylaktēria) se refiere a los tephillin (“tira de pergaminos”) que los judíos piadosos llevan en memoria de los favores de Dios y como recordatorio de la Ley, en línea con Dt 6,8; 11,18; Ex 3,16. Las llevaban, sobre todo, los varones adultos en momentos de oración. Las usaban como si fuesen “amuletos” principalmente en el contexto de la religiosidad popular judía. “Ensanchar las filacterias”, que tienen formas de cubitos o de rectángulos, implica hacerlos “llamativos”, “anchos” o “más visibles”, con varios estuches para que la gente los pueda ver. Las “orlas del manto” (griego: kráspeda”), en realidad, son “borlas” o “cordones ornamentales” (hebreo: ṣîṣîyyôt). De ordinario, usaban flecos de lana azul y blanca en los cuatro ángulos del vestido. Según el testimonio de Mateo, estos cordones eran alargados de tal manera que, al aumentar sus medidas, llame la atención de la gente. Como son “teatrales”, los escribas y fariseos, llevando todo el día estos signos, sobre todo en público, en realidad buscan solamente centrar la atención del pueblo en ellos mismos, en aras de la afirmación de su prestigio personal (cf. U. Luz).

En lo que respecta a la búsqueda de puestos de honor, Jesús considera dos ámbitos públicos específicos: Los banquetes y las sinagogas. En las celebraciones festivas (griego: deīpnon) buscan el “primer puesto” (griego: prōtoklisía), es decir, los “puestos de honor” o puestos más relevantes entre los comensales invitados a una fiesta. Según el “protocolo”, esos lugares correspondían a las personas más distinguidas, honorables o dignas; y se trataba de un sitio en el centro mismo o en la cabecera del banquete. En las sinagogas, querían ocupar los “puestos más encumbrados” (griego: prōtokatherdría) que, de ordinario, correspondían a los “letrados”. Estos no se sentaban junto con los demás, en la parte central del salón, sino en un lugar elevado, delante del cofre de la Toráh y de cara al pueblo o en los bancos situados a lo largo de las paredes laterales, lugares bien visibles para todos, a los que se aspira por razones de prestigio (cf. H. Balz – G. Schneider). No pasa por alto el dato que, según el discurso de Jesús, estos puestos de preeminencia son buscados con “afecto”, con “pasión” —podríamos decir— porque estos líderes religiosos “aman” (verbo: philéō) estos tratos protocolares (Mt 23,6a).

El prurito por el reconocimiento de la gente, según Jesús, es otra de las motivaciones de escribas y fariseos porque desean el “saludo” (griego: aspasmós) en los espacios públicos. Si bien el acto de “saludar” adquiere una función comunicacional y sirve para unir a las personas, en este caso resulta desnaturalizado porque es utilizado con el fin de “atraer hacia sí” a los demás en razón de que no admiten “indiferencia”. Ellos desean que su presencia en las “plazas” (griego: ágora) no pase desapercibida y, en este sentido, promueven un “culto” a sus personas.

Por último, Jesús afirma de ellos que fomentan la “titulomanía” porque quieren que “los hombres les llame rabbí” (Mt 23,7), es decir, “maestros”. Jesús no se opone a que haya “maestros” en la comunidad; al contrario, es un carisma positivo, pues él mismo acepta que se le trate como tal. Más bien está en contra del empleo abusivo del título como autopromoción, en búsqueda de reconocimiento y honor colocando a los demás, que no son letrados, en un sitial de inferioridad. Es importante observar que el título rabbí, de origen hebreo, también quiere decir “mi señor” o “mi dueño”. Su significado original es “grande”, derivado de la raíz rabbān (cf. G. Schneider).

En el Evangelio de san Mateo, Jesús es presentado como un “nuevo Moisés” en cuanto que él —como aquel gran profeta del viejo Testamento— no solo es portador de una nueva “Ley” y una “nueva doctrina” sino que es superior a quien condujo a Israel por el camino de la liberación porque es el Hijo de Dios, el Mesías prometido. En el primer Evangelio, Jesús presenta “cinco grandes discursos” emulando los cinco libros del Pentateuco, atribuidos a Moisés. Por eso, se puede hablar también, y con mayor razón, de la “cátedra de Jesús”. En este “magisterio”, se presentan cuatro notas, negativas y positivas, directamente relacionadas con la conducta cristiana que Jesús enseña a sus seguidores. Mientras las negativas representan un rechazo explicito a la conducta de escribas y fariseos, las positivas subrayan lo característico de la ética cristiana.

La expresión “vosotros, en cambio”, con la que comienza la segunda parte del discurso (Mt 23,8) no solo delimita el público al que se dirige (“la gente” y “sus discípulos”; cf. Mt 23,1) sino que tiene una clara connotación adversativa (griego: ) con la que se indica un planteamiento contrapuesto. La “catedra de Jesús” tiene un delineamiento diametralmente contrastante.

En primer lugar, Jesús les invita a renunciar a la “titulomanía” no “dejándose llamar “rabbí”, trato que crea una relación de desigualdad. La razón es doble: En primer lugar, porque no hay varios “maestros” sino uno solo (Mt 23,8). No deja de ser digno de nota que para referirse al “único maestro”, en este contexto, emplea un vocablo sinónimo pero diferente a “rabbí”: el vocablo griego didáskalos. En segundo lugar, deducible de esta primera afirmación, se deriva que “la gente y los discípulos” son todos hermanos, es decir, la fe en Cristo nos coloca a todos en el nivel de la fraternidad sin pretendidas superioridades y primacías. De hecho, Mateo, conocido como el Evangelio de la fraternidad, es el único en el que Jesús llama “hermanos” a sus discípulos (Mt 28,10).

En segundo lugar, Jesús invita a no llamar “padre” a nadie sobre la tierra porque la única paternidad de los hombres es la celestial (Mt 23,9). “Cielo” y “tierra”, bina que según el modo hebreo de definir “el todo” por los extremos, representa la realidad universal como el ámbito del ejercicio de la Paternidad Divina. De hecho, la exclusiva “paternidad” de Dios, nos hace hermanos a todos y, entonces, nadie puede esgrimir superioridad sobre los demás. De este modo, la búsqueda de un posicionamiento que desnivela a unos respecto a otros carece de sentido y, si no se corrige, puede convertirse en una peligrosa usurpación pretendiendo emular el rol del Padre eterno, lo cual, cuando menos, puede tener visos de idolatría.

En tercer lugar, los participantes de la “cátedra de Jesús” deben renunciar, igualmente, a ser llamados “guías” o “dirigentes” (griego kathēgētēs) o “maestros”. Hay autores que dan a este vocablo griego el valor de “instructores” o “guía del camino”, tal vez en relación con la función de Moisés y ahora con la del Mesías. Nadie puede pretender ser “dirigente” de la comunidad porque el único kathēgētēs es Cristo. Nadie más que Jesús es el guía de la Iglesia. La comprensión de este rol se puede ampliar mediante una comparación con Mt 23,8: “Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar Rabbí, porque uno solo es vuestro Maestro”.

Solo en el cuarto, y último enunciado, se evita una negativa; y en la afirmación, formulada en tiempo futuro —como una prospectiva— se indica el posicionamiento del discípulo de Jesús: “El mayor entre vosotros será vuestro servidor” (Mt 23,11). Entonces, se colige que el más importante no es el que luce espléndidos y ampulosos ropajes ni aquel que, según los protocolos vigentes, se hace notorio por el sitial que se le asigna. Tampoco quien es reverenciado por la gente cuando se pasea y exhibe sus coloridos atuendos, ni quien desgrana títulos y cargos con el fin de ser considerado superior. El más importante (griego: meízōn) es el que actúa como “diácono” (griego: diákonos), es decir, como servidor de los demás. Este tiene la primacía en la “cátedra de Jesús”. De hecho, ante la pretensión de los hijos de Zebedeo de ocupar puestos relevantes (“a la derecha e izquierda” del Mesías), Jesús les enseña que los jefes deben servir y no dominar porque él mismo, siendo el Hijo de hombre, ha venido para servir y no para ser servido (Mt 20,20-28).

Jesús pone fin a esta parte de su discurso con una sentencia de carácter conclusiva: “Pues, el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Mt 23,12). La “autoglorificación” (griego: hyxóō) desencadenará la ignominia y la “humildad” (griego: tapeinóō) permitirá la “exaltación”. El dicho evoca a los lectores, de ayer y de hoy, la inversión total de todas las relaciones humanas de poder y de dominio, un cambio total que debe llevarse a cabo durante la historia, mediante el aprendizaje de la “cátedra de Jesús”, y que se consumará en el tiempo escatológico.

En fin, los seguidores de Jesús están llamados a configurarse con su “maestro” (el cual es el único “guía”) según categorías propias del Reino de los Cielos que él predica y testimonia. Estas condiciones se relacionan con aquel mandamiento originario que invita a “escuchar” y “obedecer” a Yahwéh-Dios porque es el único Señor (Dt 6,4). De este modo, Mateo es heredero de la legítima tradición de la fe hebrea que profesa su adhesión no a varios “dioses” sino a uno solo, el Dios del “cielo y de la tierra”. Esta convicción, conduce necesariamente a relaciones de “paridad” o “fraternidad”, donde la regla suprema es el “servicio” o “diaconía” —contrario a la pretensión de dominio— y a la “humildad” —opuesta a la autoexaltación de escribas y fariseos.

En este sentido, es importante redescubrir, en este tiempo de sinodalidad, el sentido auténtico de la expresión “jerarquía” en la comunidad eclesial, pues, en primer término, no indica “mando”, “primacía” o “preponderancia” sino, según su etimología, se trata de un don de Dios, de un carisma, del griego: hierós (“sagrado” o “santo”) y archē (“principio elemental”, “razón”); es decir, el principio o fuerza que viene de Dios, lo cual es precisamente lo contrario a lo que habitualmente se piensa porque indica: El equipamiento que Dios provee a los hombres para ejercer la diaconía y el servicio como lo hizo Jesucristo, el servidor por excelencia. En la Iglesia hay roles y funciones legítimamente diferenciados, porque somos como el símil de un cuerpo humano, pero esa distinción no anula la fraternidad y la igualdad entre todos los discípulos. Ignorar esta dimensión básica de la fe cristiana no solo es signo de inmadurez en la fe sino un desatino que nos empuja, inevitablemente, a reeditar el esquema mundano de escribas y fariseos con la filigrana de cargos, títulos, tratos preferenciales, sitiales exclusivos y complejos de superioridad. Pablo de Tarso, en este sentido, tiene una fórmula eficaz para no caer en la tentación de la grandilocuencia humana: “No hagáis nada por ambición o vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás superiores a uno mismo, y sin buscar el propio interés sino el de los demás” (Filip 2,3-4; cf. vv. 5-11).

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