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Opinión

Competencias del emperador y soberanía de Dios

15Entonces los fariseos se fueron y celebraron consejo sobre la forma de sorprenderle en alguna palabra. 16Y le envían sus discípulos, junto con los herodianos, a decirle: “Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas. 17Dinos, pues, qué te parece, ¿es lícito pagar tributo al César o no?” 18Mas Jesús, conociendo su malicia, dijo: “Hipócritas, ¿por qué me tentáis? 19Mostradme la moneda del tributo”. Ellos le presentaron un denario. 20Y les dice: “¿De quién es esta imagen y la inscripción?”. 21Dícenle: “Del César”. Entonces les dice: “Pues lo del César devolvédselo al César, pero lo de Dios, a Dios”. 22Al oír esto, quedaron maravillados y, dejándole, se fueron.

[Evangelio según san Mateo (Mt 22,15-22) — 29º domingo del tiempo ordinario]

El presente texto del Evangelio dominical se enfoca en las relaciones entre el poder temporal (“el César”) y la soberanía del ámbito divino (“las cosas de Dios”). Desde el punto de vista moderno, podríamos hablar, aunque con reservas, de las relaciones entre Iglesia y Estado o de las competencias que se derivan del ordenamiento político y de aquello que Dios se reserva para sí. En efecto, Jesús responde, aquí, a una problemática siempre actual porque delinea un límite al poder político, de carácter temporal. Por eso, con el fin de una mejor comprensión del tema será necesario afrontar el segmento textual (Mt 22,15- 22) mediante un detenido análisis, sobre todo porque, desde ciertos círculos, se pretende que la respuesta de Jesús justificaría una separación de tipo “dualista” entre la perspectiva terrenal y la espiritual relegando a esta última al ámbito de la intimidad y de la conciencia individual sin repercusiones en el campo social o político. El asunto se formula en un clima de controversia entre Jesús y sus oponentes.

Protagonistas de este “debate” escolástico son Jesús, por un lado, y los discípulos de los fariseos acompañados de los herodianos, por el otro. No es un dato menor que los fariseos, antes de enviar a sus seguidores ante “el maestro”, “celebran consejo” con una clara finalidad: “Sorprenderle en alguna palabra” (Mt 22,15). Hay una preparación, un plan diseñado con antelación. El vocablo griego symboúlion indica “deliberación” y el “resultado de la misma”, es decir, la “decisión” tomada. En el Evangelio de Mateo, este tipo de contubernio caracteriza siempre a los adversarios de Jesús que, de ordinario, se identifican con los miembros del Supremo Consejo o Sanedrín (cf. G. Schneider). En realidad, se trata de una confabulación, de un claro y decisivo complot con el fin de “tenderle una trampa”. El verbo pagideýō, único en todo el Nuevo Testamento, significa, “declaración provocada”. El vocablo pagís —afín a nuestro verbo— es una metáfora que implica “peligro” o “mal repentino e inesperado” que se asocia con la “red”, el “lazo” o la “trampa” para cazar animales. En este sentido, Pablo de Tarso, por ejemplo, habla de la “trampa del diablo” (1Tim 3,7). Diseñar un “trama” o “maquinación” contra alguien se asocia con el ámbito demoniaco.

Los fariseos, en el primer Evangelio, son “los participantes activos en la eliminación de Jesús”. De modo estereotipado se los llama “hipócritas” y se los caracteriza como personas que viven en contradicción con sus propias ideas (Mt 23,3) y, siendo impíos, no guardan la ley (Mt 23,28). Ellos no ponen en práctica las cosas que enseñan (Mt 23,3.23). Representan a los profetas engañosos y son el “antitipo” de Jesús, quien cumple la Toráh en su integridad. La justicia que pregonan y viven no alcanza para ingresar al Reino de los Cielos (Mt 5,20) predicado por el rabino de Nazaret (cf. G. Baumbach). Los herodianos son los partidarios de Herodes Antipas, amigo de los romanos y legitimadores del poder imperial de los ocupantes de la nación hebrea. Estos “colaboracionistas” son enemigos de Jesús y se alían con los fariseos con el propósito de embaucarlo (cf. U. Kellermann).

A los discípulos de los fariseos —que siguen el modo de ser de sus maestros— y a los herodianos no les caracterizan la nobleza ni la sinceridad. Son adulones y farsantes. En correspondencia con su falta de integridad, comienzan su entrevista lanzando a Jesús una captatio benevolentiae: “Maestro”, le dicen, “sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas” (Mt 22,16b). En el Evangelio según san Mateo, cuando alguien se dirige a Jesús tratándole de “maestro” no es buena señal porque significa que no reconoce su condición divina. Quienes aceptan su estatuto mesiánico y su origen celestial, como los discípulos, lo denominan con el apelativo “señor” (cf. S. Grasso). El calificativo “verdadero” (griego: alēthēs), en realidad, quiere decir, “honesto” e “íntegro”, “recto” y “fiable”, exactamente lo contrario a lo que ellos son: “falaces” y “tramposos” (cf. H. Hübner). Resaltan que su doctrina es la correcta porque enseña con fidelidad “el camino de Dios” sin hacer acepción de personas. Todo un “discurso introductorio” que, desde el punto de vista retórico, tiene la finalidad de predisponer a su interlocutor a caer en la “trampa” montada.

Después de formular —con estudiada ambigüedad— la estrategia inicial del debate, lanzan la pregunta: “¿Es lícito pagar tributo al César o no?” (Mt 22,17). La pregunta no prevé un “término medio” o una “tercera opción” sino una falsa alternativa: “pagar o no pagar”. Si Jesús cae en la estratagema y responde con una de las posibilidades negará la otra y se expondrá, inevitablemente, a ser atacado. Pues si opta por “pagar” le acusarán de colaboracionista con el imperio romano y los nacionalistas se le opondrán. Si elige la opción de “no pagar” se le acusará de cometer delito de subversión contra el régimen romano y se arriesgará a ser detenido y juzgado. Aparentemente, no había salida para el “maestro”. Pero, antes de responder, al percatarse de la intención torcida de sus interlocutores, Jesús les recrimina con una triple amonestación.

En primer lugar, les censura por su “malicia” o, más precisamente, por su “maldad” (griego: ponēría) porque su conducta se circunscribe en la esfera ético-moral, profundamente reprobable, indicativa de “iniquidad”, propia de los espíritus hostiles a Dios; vicio que indica la descomposición del corazón humano (cf. A. Kretzer). En segundo lugar, les reprocha por la “acción de tentarle”. El verbo empleado (griego: peirazō) adquiere la connotación de “seducir para que alguien caiga”. Conlleva la idea de una acción que involucra “desafío” o “reto” (cf. W. Popkes). En tercer lugar, califica su actuación como “hipocresía”, es decir, comportamiento que revela “doblez” y “simulación”. En el fondo, es una conducta “encubierta”, característica de la “impiedad”, porque no solo dudan de Dios, sino que se resisten a honrar al Padre eterno buscando el honor propio, pues solo pretenden “brillar ante los hombres” (cf. H. Giesen).

Ante el planteamiento, Jesús no responde en forma teórica sino parte de un hecho práctico, solicitando a sus interlocutores que le muestren “la moneda del tributo” (griego: tò nómisma toū kēnsou). Ellos, los discípulos de los fariseos y herodianos, le presentaron “un denario” (griego: dēnárion). Los fariseos, más que los herodianos, odiaban portar consigo tal moneda porque representaba el dinero metálico circulante, impuesto por Roma; pero lo tenían. En cuanto a su valor, “un denario”, equivalía al pago diario de un jornalero. Para los judíos el problema en cuestión no es solo de orden político sino incluía, además, la perspectiva de fe en el único Dios, dador de la tierra a Israel. Desde el tiempo de la ocupación romana en Palestina, con la nominación de un procurador (año 6 d.C.), cada ciudadano adulto debía ceder al erario imperial un tributo (tributum capitis) como signo de sujeción al poder extranjero. Esta reducción de la autonomía política tenía una arista religiosa porque el emperador de Roma, un pagano, reivindicaba un culto que para la sensibilidad religiosa hebrea era perversa y con fuertes notas idolátricas.

Los dos grupos que plantean el problema a Jesús no compartían la misma visión política. Los fariseos, desde su perspectiva teológica, no admitían que un imperio extranjero ocupe su nación porque el único dueño y señor de Israel es Dios. Sin embargo, no eran extremistas como los zelotas que no solo se negaban a pagar las tasas, sino que propugnaban una revuelta armada. Los herodianos, el partido que sostenía al idumeo Herodes en el poder, eran favorables a la ocupación imperial y, por pragmatismo y conveniencia política, elegían pagar el impuesto al emperador siendo tachados por los nacionalistas como traidores a la patria.

La moneda acuñada corresponde a Tiberio Julio César Augusto, emperador del 14 al 37 d.C., por tanto, la imagen es del emperador (César) y en el anverso llevaba la inscripción: Tiberius Caesar divi Augusti filius Augustus (“Tiberio César, del dios Augusto hijo Augusto”); y en el reverso: Pontifex Maximus (“Pontífice máximo”). Este título correspondía al sumo sacerdote del colegio de pontífices y era el cargo más honorable en la antigua Roma; pero luego el emperador lo adquirió para sí. En la antigüedad tardía, Graciano “el joven” prefirió evitar tal denominación y emplear el de Pontifex inclytus (“honorable pontífice”). Más adelante, los obispos de Roma asumirán el título de “Pontífice máximo” o “Romano Pontífice”.

Teniendo la moneda a la vista, Jesús se mueve en el campo de la evidencia pragmática con el fin de evitar toda especulación ideológica. Por eso, les pregunta: “¿De quién es esta imagen y la inscripción?” (Mt 22,20). Ante la realidad patente, sus interlocutores no tienen otra opción que responder que “la imagen” y el epígrafē corresponden al César” (Mt 22,21). El vocablo griego eikōn adquiere el significado de “representación” o “monumento” (“efigie”) que, de algún modo, hace presente al emperador ausente en las tierras lejanas de su sede imperial. De hecho, las estatuas y monedas diseminadas por todo el imperio son indicativas de la persona que tiene el mando político supremo. La figura con la correspondiente inscripción designa, sin más, al soberano que ordenó que se acuñara la moneda aludida (cf. H. Kuhli).

Ante la constatación de hecho que hacen sus interlocutores, Jesús les invita a ser coherentes con la respuesta que ellos mismos acaban de dar: Devolver al César aquello que le pertenece (Mt 22,21b); por tanto, es legítimo pagar el impuesto requerido por la instancia administrativa pertinente. De hecho, no es la primera vez que Jesús habla de pagar la “tasa”. Ya en Cafarnaún le habían requerido por el pago de los didrácmas (equivalentes a “dos denarios”) para el mantenimiento del templo que todo judío adulto estaba obligado a abonar. Él era favorable a esta institución e incentivaba que los discípulos cooperen y no sean motivo de escándalo (Mt 17,24-27). En consecuencia, Jesús reconoce la legítima autonomía de las organizaciones civiles y estatales en orden al bien común.

Lo novedoso, sin embargo, está en la segunda parte de su respuesta que, desde mi punto de vista, no se inicia con una simple “copulativa” (“y”) sino con una “adversativa” (“pero”) porque el ordenamiento gramatical de la composición sintáctica así lo exige: “…pero (las cosas) de Dios, a Dios” (Mt 22,21c). Esta “disyuntiva”, en consecuencia, no indica un simple paralelismo sinonímico o una mera yuxtaposición entre la primera y segunda partes de la respuesta sino una “oposición” que pone límite a las facultades que se reconocen al poder temporal del emperador (primera parte de la respuesta). No se trata de una “división” de poderes sino de una delimitación del poder político impuesta por la afirmación que se deriva de la segunda parte de la proposición. Esta parte no fue objeto de la pregunta. Jesús la presenta como una restricción aclaratoria. El emperador tiene facultades limitadas: Puede administrar aquello que se refiere al ordenamiento de la sociedad, las cuestiones administrativas, los asuntos jurídicos, etc. De hecho, ante una petición para dirimir reparticiones hereditarias, Jesús afirma que esos asuntos no son de su competencia (cf. Lc 12,14).

La expresión “las (cosas) de Dios, a Dios” (Mt 22,21c), ante todo, implica que el César no puede tener un control y dominio absolutos de la realidad. Hay esferas que no son de su competencia. De hecho, como se planteó el tema del ícono del emperador como razón de pertenencia a quien la efigie representaba, la segunda parte, más breve, presupone la misma lógica temática: Jesús está hablando de la imagen de Dios. Es decir, si al César le pertenece su imagen, acuñada en el “denario”; así, también, a Dios le pertenece su “efigie”, es decir el hombre “creado a su imagen y semejanza” (cf. Gn 1,26-27). En consecuencia, el poder temporal no puede ingresar en aquellos aspectos reservados a Dios y que tienen que ver con el resguardo de la dignidad humana inherente al acto creador. Si el poder político comete la osadía de sobrepasar sus límites, estaríamos ante un Estado bestial, corrupto y demoniaco que desafía a Dios y quiere presentarse como alternativa al proyecto de su Reino. La respuesta de Jesús no tuvo reparos, todos quedaron maravillados; y sus interlocutores, al no poder refutar su posición, le dejaron y se marcharon (Mt 22,22).

¿Qué aspectos están reservados a Dios? Es la pregunta que surge de modo espontáneo. Ante todo, hay que señalar que el Estado es una institución humana, creada por el hombre. No es un “dios”. ¿Con qué fines se creó? También hay que observar que la aparición del Estado no es primigenia ni coextensiva con el surgimiento del fenómeno humano. Es una entidad imperfecta que puede y debe ser modificada en función del bien común. Es lo que hace Jesús: Al tiempo de reconocer las competencias del emperador le pone un límite para que no se erija en un nuevo “ídolo” (“el Estado que se hace adorar”, como en Ap 13). La delimitación del poder temporal está dada por la soberanía de Dios que si bien está “en la intemperie” no es negociable, pues “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29). Hay realidades inherentes a la condición humana en la que el Estado no puede (o mejor dicho: no debería) incursionar porque esas características reflejan a Dios cuya efigie viviente es el ser humano: La vida, la libertad, el estado de vida, etc. Debemos coincidir que el Estado no puede tener una “agenda paralela” al de pueblo que lo sustenta y para cuyo servicio existe. En consecuencia, las instituciones públicas del Estado no pueden autoconcederse facultades más allá de su limitado horizonte. Siempre es una tentación de las “ideologías” la creación de un estado-molok que sacrifica a las personas en función de su pseudo divinización: La idolatría del poder político. Jesús de Nazaret dijo: No está el hombre en función de las instituciones sino las instituciones en función del hombre (cf. Mc 2,27-28).

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