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Opinión

“Tú eres Pedro”

13Tras llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” 14Ellos respondieron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o unos de los profetas. 15Él les preguntó: “Pero vosotros ¿quién decís que soy yo?” 16Simón Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. 17A esto replicó Jesús: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. 18Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. 19A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará desatado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”. 20Entonces mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo.

[Evangelio según san Mateo (Mt 16,13-20) — 21º domingo del tiempo ordinario]

El Evangelio dominical nos presenta un particular diálogo entre Jesús y sus discípulos. El episodio acontece “al llegar a la región de Cesarea de Filipo” (Mt 16,13) después de “pasar a la otra orilla” (Mt 16,5) del “mar de Galilea” (Mt 15,29). En esta región, según parece, se encuentran solo él y los suyos a quienes plantea dos preguntas sobre su identidad. No deja de ser sugerente que Jesús demande respuestas sobre su persona justamente en una región cuya denominación vinculaba al emperador romano con el gobernante local Filipo Herodes que, juntos, representaban el poder político temporal.

La primera pregunta no está dirigida a un discípulo en particular sino a todos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” El presente planteamiento de Jesús se formula después de una larga experiencia de conocimiento y de convivencia. Hay, en efecto, un buen recorrido ministerial compartido juntos. Desde la elección de los primeros cuatro discípulos (Mt 4,18-22) hay una distancia de doce capítulos que narran enseñanzas y aprendizajes, observaciones y testimonios de milagros, actos taumatúrgicos y terapéuticos. Según parece, Jesús creyó que era el momento de pasar revista sobre la comprensión y la percepción que la gente, y los mismos discípulos, tenían de él.

En primer lugar, Jesús desea saber la opinión que “los hombres” tienen de él. De hecho, en su planteamiento, él ya se presenta como “Hijo de hombre” (Mt 16,13b), un título que encuentra su antecedente en el libro del profeta Daniel (Dn 7,13). Sin especificaciones nominales, los discípulos iban respondiendo lo que habían oído de parte “de los hombres”, es decir, de la gente, sobre la idea que se formaron sobre Jesús. Todas las figuras mencionadas pertenecen al ámbito de la profecía: Juan el Bautista, Elías, Jeremías o uno de los profetas (Mt 16,14).

Juan el Bautista es el profeta que proclamó en el desierto de Judá la necesidad de la conversión en razón del advenimiento del Reino de los Cielos (Mt 3,1-3). Un hombre adusto y austero, bautizaba en el río Jordán (Mt 3,4-12). El mismo Jesús se sometió a su bautismo “con el fin de que se cumpla toda justicia” (Mt 3,13-15). Ya en la cárcel, Juan hizo preguntar a Jesús si era el Mesías prometido y este le respondió que con él estaba en marcha el anuncio de la buena noticia a los pobres y que eran sanadas las múltiples dolencias humanas (Mt 11,2-6). Jesús, después de responder a los enviados de Juan, pronuncia sobre el Bautista un singular elogio. No solo dice de él que es alguien no manipulable y que llevaba una vida austera, al estilo de los profetas de la antigua alianza, sino que era “más que un profeta”, el “mensajero”, precursor del Mesías, el “mayor entre los nacidos de mujer” (Mt 11,7-11).

Elías es el profeta más emblemático del Antiguo Testamento, reformador de la fe yahvista, se ha confrontado con fuerza contra el rey Acab y su esposa Jezabel sufriendo la persecución de la pareja real. En la tradición bíblico-judía se describe su ascensión al cielo (2Re 2,1-13). Él tiene la misión importante de preceder la venida del Mesías (Mal 3,23; Sir 48,10-12), hasta el punto que el Evangelio de Mateo identifica este profeta con el Bautista (Mt 11,14; 17,10-13).

El profeta Jeremías es mencionado en todo el Nuevo Testamente solo en Mateo el cual reporta dos oráculos como comentario al episodio del asesinato de los niños en Belén (Mt 2,17-18) y de la muerte de Judas (Mt 27,9-10). Estos dos relatos sanguinarios, en el que Jeremías es explícitamente citado, recuerdan la misión difícil del profeta de la crisis, testigo de la deportación del pueblo a Babilonia. La identificación popular con Jeremías puede tener base en el rechazo que experimenta Jesús en su propia patria (Mt 13,57).

“Uno de los profetas” es la expresión final de la primera repuesta que, al parecer, recoge la opinión extendida de la gente que identifica a Jesús con ese círculo: De hecho, él ha dicho de sí mismo, en comparación con el profeta Jonás: “…aquí hay algo más que Jonás” (Mt 12,41c). Así, del sondeo resulta que Jesús ha sido reconocido como un profeta. Este es el denominador común de las opiniones, de las cuales se hacen eco los discípulos (cf. Mt 21,11.46).

En segundo lugar, Jesús se interesa por la idea que se han formado de él sus inmediatos seguidores, aquellos que siempre están con él, sus compañeros de camino: “Pero vosotros ¿quién decís que soy yo?” (Mt 13,15). Jesús no confirma ni rechaza la opinión de “los hombres”. No obstante, mediante la conjunción adversativa “pero” (griego: ) parece esperar de los suyos una respuesta distinta. En este caso, ya no responde cualquiera de los discípulos sino Simón Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). El título “Cristo” del griego christós proviene del hebreo meśîaj, es decir, el “ungido” que el pueblo de Israel esperaba. “Hijo de Dios vivo” es una expresión bíblica que adquirió relevancia en el judaísmo grecohablante y en el Nuevo Testamento, especialmente en el anuncio misionero y como fórmula breve de fe que se refiere al Dios real que actúa en la historia, a diferencia de los ídolos paganos sin vida (cf. U. Luz).

A esta confesión de Pedro, mediante la cual reconoce el ministerio mesiánico de Jesús, este le replica con una “bienaventuranza” por la revelación recibida y confesada; y le confiere un nombre programático en relación con el ministerio que ejercerá en la comunidad eclesial. Varios son los proclamados “bienaventurados” en el Evangelio de Mateo. Pero solo de Pedro se dice explícitamente su nombre. En efecto, en el discurso del monte, los bienaventurados son innominados; se describen su situación, sus opciones y acciones: los pobres en el espíritu, los que sufren, los humildes, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los pacificadores, los perseguidos, difamados y calumniados por causa de la justicia (Mt 5,3-11). También, en sentido genérico, se declara “bienaventurado” a quien “no se escandalice de él” después de responder a los enviados de Juan Bautista sobre las acciones mesiánicas realizadas (Mt 11,6). Del mismo modo, Jesús declaró “bienaventurados” a los discípulos porque “ven y oyen” y son testigos de la predicación del Reino y de los signos que la acompañan (Mt 13,16). En la parábola del “mayordomo” se declara “bienaventurado” al “siervo fiel y prudente” que cumple su misión en todo momento (Mt 24,46). Por tanto, Simón Pedro es el único personaje declarado “bienaventurado” identificado explícitamente con su nombre concreto y su patronímico: “hijo de Jonás”.

La revelación recibida por Simón para confesar el mesianismo y la filiación de Jesús no proviene de una información originada en el ámbito humano (“carne y sangre”). No es el resultado de la especulación racional o filosófica ni de un secreto “mistérico” puesto a la luz. La revelación manifestada por el hijo de Jonás tiene, más bien, una procedencia trascendente porque proviene de “mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17b). Esta declaración de Simón mueve a Jesús a una réplica positiva: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro” (Mt 16,18a). El sustantivo griego petrós, de origen latino, que quiere decir “piedra”, se empleaba para indicar una “cosa”. Nunca antes del Nuevo Testamento se usaba para el nombre de una persona. “Pedro” se convertirá en nombre propio como traducción del sobrenombre hebreo (arameo) kyf’ (“piedra noble”); de ahí el griego kēphās, “fundamento rocoso”, que adquiere especial significación al aludir a la denominación de un específico ministerio (cf. R. Pesch).

En directa relación con el nombre “Pedro” o kēphās, Jesús expresa: “…y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. El sustantivo griego pétra se relaciona también con el “fundamento firme” (Mt 7,24s), en referencia a quien escucha y pone en práctica las palabras de Jesús comparándose con un hombre que echa cimientos de casa asentándolos sobre una base que garantiza la solidez de la edificación. Así, por medio de un juego de palabras (pétrospétra) se alude a la “investidura” del “tradente de la tradición”. Es decir, Simón-Pedro es constituido como el garante de la revelación y de la tradición (cf. R. Pesch). Por eso, sobre la “roca”, que es y que representa Pedro, se edificará la Iglesia. Es importante que el verbo “edificar” (griego: oikodomezō) está en primera persona y en futuro. Por tanto, tiene como sujeto a Jesús (pues es él el que habla) y el tiempo futuro indica un proceso que se irá realizando a través de la historia. Parafraseando, Jesús dijo: Sobre esta roca, que es Pedro, iré construyendo mi Iglesia. Esto implica que no termina con el apóstol Pedro la misión de ser el fundamento rocoso de la comunidad eclesial. Con él comienza una institución que se proyectará en el tiempo.

Jesús añade que “las puertas del Hades no prevalecerán contra ella (la Iglesia)” (Mt 16,18c). El “hades” no debe entenderse como “infierno” o ámbito de la condenación eterna sino como la “región de los muertos”, equivalente, probablemente, al hebreo še’ōl. De este modo, los ciudadanos de la comunidad eclesial, en cuanto que se preparan para ser ciudadanos del cielo, no deben temer a la muerte (cf. O. Böcher).

La concesión final que Jesús promete a Simón Pedro se refiere a la potestad de “las llaves”: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). En la profecía contra Sebná, mayordomo de la Casa del rey, calificado como “vergüenza del palacio de tu señor” (Is 22,15.18), Isaías anuncia que será destituido de su cargo y que será reemplazado por Eliaquín, hijo de Jilquías. Este será investido de autoridad con el fin de que sea “como un padre para los habitantes de Jerusalén y para la Casa de Judá. Recibirá la llave de la casa de David; abrirá, y nadie cerrará; cerrará, y nadie abrirá y será hincado como clavija en lugar seguro y será anaquel de gloria para la casa de su padre” (Is 22,19-23). “Abrir” y “cerrar” las puertas de la “casa del rey” era la función del visir egipcio, cuyo equivalente en Israel es el mayordomo de Palacio. Esta será la función de Pedro en la Iglesia. Se trata de un rol hermenéutico —de interpretación de la voluntad del rey— y, en consecuencia, con implicancias disciplinarias para la comunidad eclesial.

Jesús culmina su intervención ordenando a sus discípulos que mantengan reserva sobre su identidad: que, por el momento guarden silencio: “Entonces mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo” (Mt 16,20). Con esta determinación, culmina la concesión de facultades al primer discípulo y retorna a la confesión cristológica que este había proclamado con antelación (cf. Mt 16,16).

En conclusión: La región de Cesarea de Filipo, elegida por Jesús para hacer un sondeo sobre su identidad, representa el poder terrenal, el poder de dominio (Mt 20,25), sistema que contrasta con el estilo del Mesías, proclamado por Pedro, porque su poder es de servicio y de oblación total (Mt 20,26-28). Si bien “los hombres” lo tienen por profeta, Simón, movido por el Padre celestial, lo proclama “el Cristo”, hijo del Dios vivo (Mt 16,16). Es la primera confesión pública sobre la identidad de Jesús. En respuesta a esta declaración, el apóstol no solo es proclamado “bienaventurado”, “feliz” o “dichoso”, sino recibe un nuevo nombre, “Pedro” – “Cefás”, cuyo significado conlleva el rol que implicará la institución que se inicia con él y que se proyecta hacia el futuro: El de ser fundamento rocoso de la comunidad eclesial, es decir, garante de la fe recibida y de la tradición. El “poder de las llaves” que se le otorga implica una función hermenéutica, de interpretación de la voluntad de Dios sobre la historia, misión que le confiere facultades disciplinarias en la Iglesia. De este modo, Jesús prepara la continuidad de su proyecto de salvación que se prolongará a lo largo de la historia. Con todo, Pedro debe recordar que no es “el rey” sino un “mayordomo” porque la Iglesia es de Cristo (Mt 16,18b).

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