Opinión
La metamorfosis de Jesús
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Más Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos».
[Evangelio según san Mateo (Mt 17,1-9) — Fiesta de la transfiguración del Señor]
El Evangelio para este domingo se concentra en un episodio singular: la metamorfosis de Jesús. El episodio se sitúa, tanto en Marcos como en Mateo, “seis días después” (Mt 17,11) de la confesión de Pedro (Mt 16,13-20) y del primer anuncio por parte de Jesús de su destino de pasión, muerte y resurrección (Mt 16,21-28). La expresión temporal, “seis días”, pone, por tanto, en evidencia de qué manera la transfiguración está estrictamente vinculada con la revelación de la identidad de Jesús, Señor crucificado y resucitado.
Jesús, por su iniciativa, toma a Pedro, el jefe de los apóstoles, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo. Son tres de los cuatro discípulos que Jesús había llamado primeramente (Mt 4,18-22) y enviados después en misión (Mt 10,2). No aparece Andrés, hermano de Pedro. Juntos suben “a un monte alto” que, en el Evangelio de Mateo, heredero de la tradición bíblica (Ex 19,16; 24,15), es el lugar de la revelación de Dios realizada en Jesús (Mt 5,1; 24,3; 28,16). La tradición cristiana ve en el monte Tabor el lugar de la transfiguración (Cirilo de Jerusalén). Recientemente se ha propuesto el monte Hermón. Esta manifestación ahora es descrita con el verbo griego metamorpheō (Mt 17,2), que es usado solamente en este relato en los evangelios de Marcos y Mateo. Por eso, hemos preferido como título de la presente reflexión la expresión “metamorfosis” que implica una “transformación” o “modificación” del aspecto de Jesús.
El verbo, construido en pasivo (metamorphōthē), da realce a la acción de Dios que permite la iluminación del rostro y el esplendor de los vestidos. Sin duda, estamos ante elementos propios de la literatura apocalíptica: El “aspecto luminoso” del rostro y el “blanco brillante” de los vestidos pertenecen al cuadro simbólico cromático y antropológico, respectivamente, e indican la pertenencia al ámbito propio de Dios. El hecho de que Jesús sea descrito con esas características es indicativo de su pertenencia y contacto con el mundo de la trascendencia.
La “metamorfosis” de Jesús es preparatoria al diálogo con Moisés y Elías (Mt 17,3), dos personajes de gran importancia en el marco de la tradición bíblica. El primero, además de ser el jefe del pueblo en la liberación de Egipto, es también el mediador de la ley de Dios. El segundo es un profeta que ha tenido un rol determinante en la reorientación del pueblo idolátrico a la adoración del único Dios. Por tanto, Moisés representa la experiencia de la ley mientras Elías a la profética. No hay que olvidar que tanto Moisés como Elías han sufrido el rechazo y la persecución, es decir, el mismo destino de Jesús.
El número de los personajes (dos) podría ser un indicio de que ellos tienen la misión de garantizar el testimonio a favor de la identidad de Jesús (Dt 17,6) porque “dos” era la mínima cantidad aceptable para considerar creíble un testimonio en la esfera jurídica. Según la tradición bíblica judía estos dos personajes han sido llevados al cielo (cf. 2Re 2,11; también Flavio Josefo, Antigüedades judías). El hecho que Jesús hable con ellos significa que también ellos tienen un estatuto glorioso análogo.
El diálogo es interrumpido por Pedro, el cual solicita construir tres tiendas: una para Jesús, una para Moisés, una para Elías (Mt 17,4). Solamente en el primer Evangelio Pedro no es reprendido por sus palabras y llama a Jesús “Señor”. La intervención del apóstol tiene quizás la finalidad de querer retener esta situación celestial sobre la tierra o bien de querer asimilar el rol de Jesús al de aquellos protagonistas de la antigua alianza.
La “nube luminosa” (Mt 17,5) que envuelve a los discípulos es un elemento de teofanía: Por una parte, revela, pero por la otra esconde la presencia de Dios en medio de su pueblo. El momento central de esta segunda parte de la revelación está constituido por la voz celestial: “Este es mi Hijo predilecto. Escuchadlo” (cf. Is 42,1). La misma proclamación se ha tenido también en el momento del bautismo de Jesús, inicio de su misión, en el que se había revelado su verdadera identidad.
En esta segunda parte del Evangelio de Mateo, en el que Jesús ya ha precisado la modalidad de su ministerio que se realizará en la pasión, muerte y resurrección, la voz celestial lo confirma nuevamente en su identidad filial. Este rol de Jesús, revelado por el Padre a los discípulos de los cuales Pedro es el portador (Mt 16,16), es ahora reconfirmado por Dios. La relación con el Padre, en su carácter del todo particular, ya ha sido evidenciada a los discípulos en la oración de alabanza en la que Jesús afirma la intimidad de esta relación (Mt 11,25-27). Así, él, comunicándose con los grandes personajes bíblicos, tiene una identidad diversa a la de ellos: es el Hijo, en el cual Dios encuentra complacencia.
La invitación final, “escuchadlo” (griego: akoúete /imperativo), se halla en la tradición bíblica y sobre todo en el Deuteronomio, donde se le solicita al pueblo a escuchar la palabra de Dios. La visión y la voz provocan en los discípulos el temor, reacción humana muy frecuente en la escena de revelaciones. La manifestación de Dios lleva al hombre a sentirse inadecuado y, en consecuencia, a experimentar el temor. Los discípulos, como tienen temor cuando Jesús se acerca a ellos caminando sobre las aguas, revelándose como Señor de la creación (Mt 14,26-27.39), prueban la misma sensación cuando la voz celeste proclama a Jesús: “Hijo” predilecto.
Pero la comprensión de la verdadera identidad de Jesús se tiene solamente en la conclusión, con la nota: “no vieron a ninguno, sino a Jesús solo” (Mt 17,8). El que se ha transfigurado para ponerse en contacto con Moisés y Elías y recibir la confirmación celestial de su identidad filial, ahora permanece solo con los discípulos. La única voz autorizada que ellos pueden escuchar es la suya que resuena aún hoy en la comunidad de los creyentes a través de las palabras del Evangelio.
La orden del silencio (Mt 17,9) impartida por Jesús a sus discípulos es de tenor apocalíptico (cf. Dn 12,4.9) y está en relación con su pasión, muerte y resurrección. Esto pone en evidencia el carácter extremadamente delicado de la experiencia de la transfiguración que puede ser instrumentalizada o comprendida de manera distorsionada. Jesús, transfigurado y perteneciente al mundo celestial, en comunicación con las grandes figuras bíblicas, podría de hecho suscitar entre el pueblo judío las expectativas de un Mesías glorioso y victorioso. Solamente el destino de pasión y de muerte, del cual los discípulos ya están en conocimiento mediante la enseñanza de Jesús, puede hacer comprender, sin posibilidad de distorsiones y comprensiones torcidas, la experiencia de la transfiguración o “metamorfosis”.
En fin, la “metamorfosis” o “transfiguración” de Jesús es lo que, técnicamente, se conoce como “prolepsis”, es decir, un adelanto de la realidad futura. Se trata de una “cristofanía” en la que se manifiesta el verdadero “ser” de Jesús revelado a sus más cercanos discípulos, los cuales son los testigos del acontecimiento. Implica un desnivel con la realidad ordinaria, muy superior a la experiencia meramente humana.
Según parece, desde el punto de vista de la “pedagogía de la cruz”, era necesario que se hiciera un “paréntesis” al anuncio de la pasión y muerte, a las exigencias del seguimiento y los sufrimientos que el Mesías deberá padecer antes de resucitar. Con esta “transformación”, en la que Jesús se deja ver tal cual es, anima a sus discípulos mostrándoles el punto de llegada (la “gloria”) ante la inminencia de los padecimientos anunciados.
Del texto se desprende, claramente, la superioridad del Mesías en relación con “la ley” (representada por Moisés) y “los profetas” (cuya figura emblemática es Elías). De hecho, la “voz” (manifestación de Dios o “teofanía”) ya no menciona a ambos personajes del antiguo pueblo sino indica que el único que debe ser escuchado es Jesús, el “Hijo amado”. Solo Jesús es el portador de los designios de Dios.
En consecuencia, se nos pide la escucha activa de la palabra de Dios, es decir, la obediencia y aplicación del plan de salvación para la humanidad del cual Jesús es el portador y su intérprete autorizado. La transfiguración, en definitiva, tiene la función de respaldar la autoridad del revelador mostrándonos su verdadera identidad y su íntima relación con su Padre, creador de todo el universo.
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