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Opinión

El escriba cristiano

44El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo. Cuando un hombre lo encuentra, vuelve a esconderlo y, de tanta alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel. 45También es semejante el Reino de los Cielos al caso de un mercader que anda buscando perlas finas. 46Cuando encuentra una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra. 47También es semejante el Reino de los Cielos a una red que se echa en el mar y captura peces de todas clases. 48Y cuando está llena, la sacan a la orilla, se sientan y recogen en cestos los buenos, al tiempo que tiran afuera los malos. 49Así sucederá al fin del mundo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de entre los justos 50y los echarán en el horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. 51¿Habéis entendido todo esto? Le respondieron: “Sí”. 52Y añadió: “Así, todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de su arca cosas nuevas y cosas viejas”.

[Evangelio según san Mateo (Mt 13,44-52) — 17º domingo del tiempo ordinario]

El texto del Evangelio propuesto por la liturgia de la palabra para este domingo (Mt 13,44-52) nos presenta las tres últimas comparaciones del Reino de los Cielos que formula Jesús en su “discurso en parábolas” (Mt 13,1-50) y la “conclusión general” (Mt 13,51-52).

La primera comparación de la que se vale Jesús para representar el Reino de los Cielos es la figura del “tesoro” (griego: thēsaurós) que, según se indica, “está escondido en un campo” (Mt 13,44a). El “tesoro”, en principio, es un objeto considerado de gran valor material. En el mundo bíblico, antiguotestamentario, como no existían los “bancos”, era costumbre esconder los tesoros bajo tierra con el fin de ponerlos a salvo de los ladrones y saqueadores (cf. Is 45,3; 1Mac 1,23). Según el Nuevo Testamento, entre otros bienes, el “oro” y la “plata” eran estimados como tesoros de gran valor (cf. Mt 2,11; Sant 5,3). Según el presupuesto de la parábola, ese “tesoro” es encontrado por “un hombre” en un campo que no es el suyo. Habiendo constatado su cuantía, lo vuelve a esconder y diseña un plan: “vender todo lo que tiene” con el objeto de comprar el campo que contiene el tesoro y quedarse con él. El encuentro del “tesoro” produce tanta “alegría” (griego: chará) en el hombre que decide tomar una decisión radical: Relativizar las demás posesiones (desprenderse de ellos) y quedarse solo con el campo que contiene el “tesoro”. Es decir, la singularísima ganancia que implica la posesión del Reino de los Cielos merece semejante inversión (cf. D. Zeller).

En la segunda comparación (Mt 13,45-46), Jesús se vale de la imagen de la “perla” (griego: margaritēs), una joya preciosa, muy estimada. En vez del “hombre” —de la parábola precedente (Mt 13,44b)— el protagonista es presentado ahora como un “mercader” (griego: émporos), es decir, un “empresario” que se dedica a la búsqueda y comercialización de “perlas finas” o de “calidad” (kalós margaritēs). En cuanto encuentra una “de gran calidad” (griego: polýtimos) decide vender todas sus posesiones para comprarla y quedarse con ella. La “preciosidad” y “belleza” de la perla que representa el Reino de los Cielos ocupa el aspecto central de esta parábola (E. Plümacher). A mi juicio, no deja de ser relevante el hecho de que las doce puertas de los muros de la “Nueva Jerusalén”, figura de la consumación final de los bienes salvíficos, tenga, cada una, una “enorme perla” (Ap 21,21), dotando de esplendor y belleza a la “ciudad” que simboliza el ámbito de la comunión de Dios con todos los salvados.

En la tercera comparación (Mt 13,47-50), la última de todo el discurso en parábolas, el Reino de los Cielos es representado por una “red” (griego: sagēgē), instrumento de acarreo empleado por los pescadores que, una vez echado al mar, sirve para “capturar” o “atrapar” toda clase de peces y finalmente se la arrastra por medio de cuerdas hasta la orilla (cf. Dalman). La especificación de la “captura de peces de todas clases” (Mt 13,47b) da base para el trabajo posterior de los pescadores que cumplen una función discriminatoria o de selección. La tarea se inicia después de que la red se haya llenado. En primer lugar, “la sacan a la orilla”; en segundo lugar, se describe la posición de los trabajadores los cuales “se sientan”; según parece se quiere indicar la adopción de una posición cómoda para la labor (Mt 13,48a). En tercer lugar, los peces “buenos” (griego: kalós) son puestos en “cestos”, mientras que los “malos” (griego: saprós) son tirados afuera (Mt 13,48b).

Las siguientes observaciones de Jesús (Mt 13,49-50) representan una hermenéutica de la última parábola “de la red”. Mediante la frase “así sucederá al fin del mundo” (Mt 13,49a) explica que “saldrán los ángeles” en alusión a los pescadores o trabajadores que cumplirán la misión de separar a los “malos” (“peces” que no califican) de entre los “justos” (peces “buenos”). Aquellos serán “echados en el horno de fuego” (“afuera”). Se enfatiza el destino final negativo de los peces “malos” al describirse el ámbito de la perdición con expresiones que refieren “dolor” y “sufrimiento” (“llanto y rechinar de dientes”). Es relevante que el calificativo “buenos” se corresponde con el adjetivo “justos” (griego: dikaioi).

Son llamados “justos”, en el Nuevo Testamento, personas concretas: Jesús, Abel, Juan el Bautista, Zacarías e Isabel, Simeón, José de Arimatea, Cornelio y Lot. Se presenta, además, como una exigencia para el episcopado (Tit 1,8). En campo bíblico, “justo” no es el que se desenvuelve según las normas forenses o legales sino el que cumple la voluntad de Dios según el plan presentado por Jesús en sus evangelios. Según la parábola, solo los justos accederán al Reino de los Cielos. Aquí resuena el principio fundamental enunciado en el “discurso del monte”: “…si vuestra justicia no es superior que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5,20). Calificar a los “buenos” como “justos” nos permite inferir que los “malos” son quienes viven según el código de la “injusticia”, es decir, aquellos que se desenvuelven prescindiendo de los criterios evangélicos.

Después de la explicación facilitada a su auditorio, Jesús les dirige una pregunta relacionada con la “comprensión” (griego: syníēmi) de todas las parábolas: “¿Habéis entendido todo esto?” (Mt 13,51a). Al aludir al tema del “entendimiento”, Jesús requiere el necesario esfuerzo sapiencial de sus oyentes con el fin de asimilar el misterio del Reino de los Cielos y vivir según la lógica de la “justicia”. La respuesta positiva de su auditorio es lacónica: “Sí”. Es decir, lo comprendieron bien y todo. Finalmente añade lo relacionado con el escriba que “se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos” (Mt 13,52). Evidentemente, se refiere al escriba que se abrió a la fe cristiana. Este es representado por el “dueño de una casa” en la que tiene su “arca” (griego: thēsaurós), una “urna” o “baúl” que contiene objetos antiguos y objetos nuevos, es decir, las enseñanzas y tradiciones veterotestamentarias y la novedad del Evangelio. Según parece, la figura del escriba adquiere un perfil positivo al ser configurado como un hombre sabio y prudente porque habiendo vivido en la lógica de la antigua alianza está abierto a la buena noticia de la que Jesús es portador.

En conclusión: Las dos primeras parábolas (la del “tesoro” y la de la “perla preciosa”) subrayan la actitud que relativiza cualquier posesión con el fin de obtener el “bien” encontrado o “Reino de los Cielos”. La parábola de la “red”, similar a la del “trigo y la cizaña”, enseña que, durante la historia, justos e injustos (“buenos” y “malos”) convivirán. Durante la experiencia humana no será posible separar unos de otros. Esta realidad se afirma contra toda pretensión integrista que desea una comunidad de “puros” o “separados” porque en el devenir del tiempo debe darse la tolerancia sin tendencias separatistas ni discriminatorias. Con todo, se advierte a los injustos del peligro que corren al perseverar en su iniquidad.

El grupo de los escribas, que de ordinario es presentado como enemigo de Jesús en el Evangelio de Mateo, aquí adquiere un perfil positivo, partiendo de la base del rol necesario de estudiar, interpretar y enseñar las Escrituras al pueblo (Mt 23,2). Su sabiduría para comprender que el Antiguo Testamento es necesario para la salvación y que llega a su cumplimiento en Jesús (Mt 5,17) —heraldo del Reino de los Cielos— lo convierte en modelo de discípulo que interpreta toda la historia salvífica en clave cristológica. De hecho, el escriba cristiano que comprende que toda la tradición bíblica llega a su plenitud en Jesús, puede ser considerado una de las claves hermenéuticas de todo el Evangelio de Mateo (cf. S. Grasso).

En un tiempo como el nuestro, en el que parece imponerse la injusticia en todos los ámbitos, en forma estructural y sistemática, el “escriba cristiano”, o discípulo del Evangelio, tiene ante sí un gran desafío: Vivir y pregonar —de contramano a los criterios y a la lógica del mundo— la justicia de Dios manifestada en Cristo, como “una voz que clama en el desierto”.

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