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Opinión

Radicalidad en el seguimiento de Jesús y recompensa

37El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. 38El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí. 39El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. 40Quien a vosotros acoge, a mí me acoge, y quien me acoge a mí, acoge a Aquel que me ha enviado. 41Quien acoja a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta, y quien acoja a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. 42Y todo aquel que dé de beber tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa”.

[Evangelio según san Mateo (Mt 10,37-42) — 13º domingo del tiempo ordinario]

El texto del Evangelio de san Mateo, propuesto para la liturgia de la palabra de este domingo, 2 de julio —en su primera parte— presenta planteamientos de “radicalidad” para el seguimiento de Jesús (Mt 10,37-39). Este exigente requerimiento se formula tomando como base comparativa las relaciones del mundo afectivo y familiar en las que padres e hijos conviven en el marco de un “amor” recíproco. No obstante, este “amor” intrafamiliar no se expresa con el vocablo griego agápē, “amor oblativo” o “amor crucificado”, sino con el término filéō, en ocasiones sinónimo con aquel; un “amor” de afabilidad, de “cariño”, caracterizado por la “calidez” y la “sensibilidad” humanas (cf. W. Feneberg), que se experimentan en el hogar.

En efecto, en el marco conclusivo del “discurso apostólico” (Mt 10,1-42), Jesús declara: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10,37). El empleo de la preposición griega hypér, con caso acusativo (“sobre” o “por encima”), se debe traducir, literalmente, del siguiente modo:El que ama a su padre o a su madre por encima de mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija por encima de mí, no es digno de mí” (cf. J. Swetnam). Cuando se habla de ser “digno”, en sentido negativo (“indignidad”), no se quiere expresar “indecencia” o “deshonor”, “bajeza” o “relajación” en la conducta sino la “no conveniencia” o “desventaja” de contar con un discípulo centrado en otros intereses, puestos por encima de la persona de Jesús y de sus enseñanzas.

De hecho, nadie, absolutamente nadie, es “digno” ni tiene mérito alguno para ser elegido por Jesús. La designación apostólica tiene una fuerte dosis de misericordia y de condescendencia, puesto que no se mira la profesión ni el pasado de los seleccionados: Algunos como Pedro, Andrés, Santiago y Juan eran pescadores; Pedro ha mostrado su debilidad en varias ocasiones, pero es emblemática la negación de su Señor ante la pregunta de una muchacha en el contexto del injusto proceso jurídico ante el Sanedrín (Mt 26,69-75). Mateo, conocido también como Leví (Mc 2,13-14), era recaudador de impuestos, profesión odiada por los compatriotas no solo por el colaboracionismo con el Imperio romano sino porque con el dinero obtenido de los pobres, muchas veces a la fuerza, practicaban la usura; Simón “el cananeo” (Mt 10,4), según parece, estaba vinculado con el movimiento zelota (Lc 6,15; Hch 1,13) que, en razón de su defensa a ultranza de la Toráh, propugnaba la violencia como medio para conseguir sus fines de defensa de las tradiciones. Judas, el Iscariote, elegido por Jesús, llegó a traicionarlo (Mt 26,14-16). De hecho, los textos evangélicos testimonian la fragilidad de los miembros del Colegio Apostólico.

Jesús requiere, por tanto, no una “perfección” en sentido griego (suma de “virtudes”) sino un amor incondicional que implica exclusividad; nada ni nadie pueden estar por encima de su persona y de su proyecto: El reinado de Dios. En mi opinión, resuena aquí la misma exigencia del amor a Yahwéh, el Señor de Israel, en los prolegómenos de la fundación del pueblo elegido: “Escucha, Israel: «Yahwéh nuestro Dios es el único Yahwéh. Amarás a Yahwéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que penetren en tu mente estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en ella como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas»” (Dt 6,4-9). Es decir, así como Yahwéh, el Señor, exige una adhesión total, del mismo modo, Jesús requiere que el apóstol esté totalmente empeñado y centrado en su persona y en su misión. Requiere del discípulo mente y corazón, alma, espíritu y cuerpo, su vida pública y privada. De hecho, en su discurso programático e inaugural, la “enseñanza del monte” (Mt 5,1—7,29) dirá: “Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se dedicará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). En relación con Cristo, efectivamente, no hay lugar para la neutralidad porque: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt 12,30).

En coherencia con el texto precedente (Mt 10,37), Jesús presenta a sus apóstoles la imagen de la “cruz” (griego: staurós) como referencial para el ministerio evangelizador. La “cruz”, que recuerda sus sufrimientos, su pasión y su muerte, es un instrumento pagano de suplicio, medio empleado por los funcionarios romanos para ejecutar la pena capital a quienes, según sus categorías, eran peligrosos y marginales. Implica el suplicio de una muerte lenta en el que el condenado es exhibido como un espectáculo público con el fin de que sirva de escarmiento y de lección para los criminales o para aquellos que podrían desestabilizar el régimen político del Imperio romano (cf. S. Légasse). La mención de la “cruz”, en boca de Jesús, tiene aquí una función proléptica, es decir, de anticipo de los eventos venideros: “El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10,38-39).

“Tomar” (verbo griego: lambánō) tiene —aquí— el sentido de “asir”, “engancharse” o “aferrarse” (cf. A. Kretzer). Es importante indicar que, “llevar la cruz” no implica una actitud pasiva ni aceptar —sin más— el orden establecido ni todo lo que sucede sino asumir, libremente, las consecuencias del seguimiento de Jesús y del apostolado. El discípulo, en coherencia con el fin trazado para la vida terrenal de Jesús, deberá llevar un ministerio activo cuya consecuencia puede ser el martirio (cf. U. Luz).

“Encontrar” o “perder” la vida (Mt 10,39) son dos posibilidades, consecuenciales, a la opción que elija el apóstol en razón de un seguimiento pleno a Jesús o de un discipulado mediocre que se pierde en la maraña de la mundanidad. El apostolado “liviano” y “ligero”, contemporizador con un ideario que pretende entrecruzar fe cristiana con cultura pagana, pueden socavar la eficacia de la misión o echarla a perder. Entonces, la “vida” terrenal (griego: psychē) que se desea preservar, literalmente, se expone a la “destrucción” (verbo griego: apóllymi). Sin embargo, si el misionero arriesga su “vida” temporal, por la causa de Cristo y de su Evangelio, la ganará; es decir, obtendrá —de parte de Dios y de Jesucristo— la “vida eterna” (griego: zoē aiōnios; cf. Mt 19,16; 25,46).

El presente texto —en su segunda parte (Mt 10,40-41)— gira en torno a la acogida de los apóstoles en su itinerancia misionera. Por un lado, se refiere a ellos de dos maneras; la primera de tono familiar, que implica cercanía: “Vosotros”; la segunda, de estilo impersonal, indicando el rol del “profeta” o del “justo”. En efecto, “quien a vosotros recibe” —dice Jesús— “a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado”. Tener una actitud receptiva, de apertura al Evangelio anunciado por los apóstoles (“vosotros”) implicará, simultáneamente, abrirse a Cristo y al Padre, es decir, a “Aquel” que le ha enviado (Mt 10,40). El verbo griego apostellō, que indica la acción misionera, se emplea para expresar tanto la tarea de Cristo —enviado de Dios— como la de sus agentes (los “doce discípulos”; cf. Mt 10,1).

La receptividad hacia un “profeta” o un “justo” —expresado aquí de modo, aparentemente genérico— tendrá una recompensa en el mismo orden, pues recibirá una “paga” que corresponda a un profeta. Así también, respecto a la receptividad del “justo”: Su estipendio se ajustará a lo que el “justo” merece. La misión del “profeta” (griego: profētēs) —que anuncia el Reino de Dios y denuncia las iniquidades— y el rol del “justo” (griego: díkaios)— que propaga y testimonia el cumplimiento de la voluntad de Dios— son concomitantes a la misión de los discípulos de Cristo. Por eso, es muy probable que Jesús califique a sus enviados como “profetas” y “justos” (Mt 10,41).

En el cierre de este segmento textual (Mt 10,42) que clausura, al mismo tiempo, todo el discurso apostólico (Mt 10,1-42), Jesús concluye atribuyendo a sus enviados el estatuto de la “pequeñez” (griego: mikrós). Este apelativo no se refiere aquí a los “niños” o “chiquillos”, en oposición a “adultos”, sino a su condición de debilidad social y religiosa. En efecto, los discípulos de Cristo no son como los “grandes” de la sociedad de aquella época, como los árjontes (“jefes”, “gobernantes”) o los megáloi (“grandes”, “mandatarios”) que dominan con su “señorío absoluto” y “oprimen con su poder” al pueblo humilde y a gente desprotegida (cf. Mt 20,20-20; especialmente, los versículos 24-28). Ellos, ciertamente, no forman parte del Sanedrín, supremo consejo de gobierno hebreo (la bēt dîn gādôl), ni del ámbito de la política de aquel tiempo (no son herodianos ni prorromanos). La nota peculiar del discipulado no se destaca, en consecuencia, por el “mando” o por el ejercicio de un determinado “poder” que los sitúe por encima de los demás. La característica notoria de los discípulos (“pequeños”) es la diakonía o el humilde servicio desinteresado, a imagen y semejanza de Jesús “que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (cf. Mt 20,28). En esta “pequeñez” radicará la fuerza del ministerio apostólico.

Sintéticamente: El discurso de Jesús a sus discípulos adquiere un fuerte matiz persuasivo con el fin de no mimetizarse con los esquemas propios de un mundo antagónico para evitar que terminen renegando de él. Deberán estar en el “mundo”, en el “teatro de la historia humana”, pero de un modo distinto, en un claro desnivel axiológico. En este sentido, están invitados a superar la tentación de un discipulado irenista, sin rupturas y sin dramas. El temor a las persecuciones apeligra la misión. Quien esté tenso hacia la búsqueda de la realización de sí mismo inevitablemente perderá la propia vida; al contrario, quien es capaz de relativizarla, adquirirá aquella vida que es plena y definitiva. No se trata de huir del mundo sino de transformarlo con la nueva propuesta del Reino de Dios, proyecto alternativo a los reinados erigidos sobre la base del “anti-poder” —o “poder negativo”—, discrecional, hegemónico y demoniaco que busca imponerse por la vía de la injusticia y de la opresión.

Los enviados (apóstoles, discípulos, evangelizadores, testigos) forman parte del grupo de los “pequeños” (cf. Mt 18,6.10.14) porque en su estatuto itinerante confían completamente en Dios y en la receptividad y acogida de los hombres. La acogida de los misioneros, que no puede restringirse a la hospitalidad, sino que se extiende a la aceptación de su mensaje, tiene una inmediata relación con Dios: Es él mismo el que debe ser escuchado y recibido. Los enviados son descriptos según las categorías bíblicas de los “profetas” y los “justos” (Mt 13,17; 23,29). La generosidad de quien acoge al misionero será recompensada no solamente con el reconocimiento humano, sino por Dios mismo en el momento del juicio final. Cualquiera que actúe con benevolencia acogiendo a los discípulos (o “pequeños”) —aunque sea mediante una sencilla oferta de “un vaso de agua fresca” (Mt 10,42)— alcanzará el favor de Dios.

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