Opinión
El amor y la custodia de los mandamientos
Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, 17el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros. El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él.
[Evangelio según san Juan (Jn 14,15-21) — 6º domingo de Pascua]
La liturgia de la palabra, para este 6º domingo de Pascua, presenta, nuevamente, un segmento del “discurso de despedida” de Jesús (Jn 14,15-21) en el Evangelio de san Juan (Jn 13—17). Los versículos inicial y final (Jn 14,15 y Jn 14,21a) abren y cierran la perícopa relacionando el “amor” (griego: agapáō) de los discípulos a Jesús con la “custodia” (griego: tēréō) de los mandamientos, dos notas que deben caracterizar a los discípulos. La frase hipotética, “si me amáis…”, es presentada como una “condición” indispensable para la misión de custodiar los “mandamientos” (griego: entolaì). En consecuencia, entre “amor” a Jesús y “custodia” de los mandamientos hay una relación intrínseca y de interdependencia. Sin “amor” a Jesús, por tanto, no se puede “custodiar” los mandamientos.
Pero… ¿qué es el “amor” para san Juan? ¿Qué significa “guardar”? Y ¿a qué se refiere el autor cuando habla de “mandamientos”?
El “amor” para el cuarto evangelista no se identifica con las categorías conceptuales procedentes de la cultura greco-helenista que han permeado nuestra comprensión del “amor” en Occidente. Y esto ocurre con todas las nociones, en general (“justicia”, “verdad”, “piedad”, “pobreza”, etc.). Pero el tema del “amor” es de particular relevancia en cuanto que, en cierto sentido, sintetiza la enseñanza cristiana. Los griegos hablan, por un lado, de un “amor-éros” que vincula a un varón con una mujer mediante la atracción sensitiva y los estímulos que devienen de la estructura psicosomática de las personas. En un nivel distinto, pero siempre humano, han formulado, igualmente, la idea de un “amor-filía”, es decir, un “amor” de “amistad”, de interacción en el ámbito de las relaciones psicoafectivas. Según parece, el mundo griego, que ha aportado a la civilización humana la luz de la razón, a pesar de ciertas intuiciones e indicios hacia un “plus”, no ha podido desarrollar un nivel de amor superior que sobrepasara su comprensión relegada al ámbito antropológico (cf. Benedicto XVI, Deus Caritas est).
San Juan, inmerso, como los demás autores sagrados, en la cultura semítica del cercano Oriente antiguo, recurre a una categoría distinta hablando de un “amor-agápē” (del hebreo ’āhēb) menos cargado de afectividad y caracterizado por una relación serena y fraterna que llega a la donación total de la propia vida por los demás. Es un amor crucificado, testimonial o martirial, que expresa la realidad misma de Dios (1Jn 4,8: “Dios es amor”). No se contrapone a las categorías griegas mencionadas, sino que las asume y las supera, radicalizándolas en el sentido de la oblación, de la ofrenda generosa y del sacrificio. La disposición para dar la vida, como la dio Jesús, es el presupuesto para “custodiar” los mandamientos.
“Custodiar” no significa simplemente “observar”, “cumplir” en el sentido de obedecer una disposición externa a la persona. Salvo excepciones, no adquiere el matiz de una normativa. Significa más bien “mantener firme”, “retener”, “seguir”, en este caso los mandamientos. Implica asumir la perspectiva de Dios, conservarla, protegerla y preservarla de la contaminación. Evidentemente tiene notas que apuntan al testimonio.
El objeto de la custodia son los “mandamientos” pero, en san Juan, a diferencia de los demás escritos del Nuevo Testamento, el griego entolē, nunca se refiere a los “diez mandamientos de la Toráh mosaica” sino al encargo dado por el Padre al Hijo y de este a sus discípulos, compromiso de donar la propia vida para recobrarla de nuevo. En esta entrega de la propia vida consiste el mandamiento: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34; 15,12; cf. 1Jn 4,21; 2Jn 6). Se trata, en consecuencia, de revivir y recrear el acto oblativo supremo de Jesús (cf. M. Limbeck).
La fuerza que sostendrá y que dará la capacidad para amar, a la manera de Jesús, será el “Paráclito” que se identifica aquí con el “Espíritu de la verdad” (Jn 14,16-17), es decir, el “Espíritu del amēn de Dios”. “Paráclito” es el advocatus (“abogado”), el que “procura”, “intercede” y “defiende” la causa de los creyentes. Jesús dice “otro Paráclito” haciendo referencia al que continuará su obra salvífica una vez que haya retornado al Padre. Este “defensor” permanecerá con los discípulos durante toda la historia, es decir, “por los siglos”. En contraste con los discípulos, Jesús menciona un referente colectivo, negativo, “el mundo” (griego: ho kósmos), que no está abierto al “Espíritu de la verdad” porque se ha cerrado en sí mismo (“…no lo ve ni le conoce”). Lo peculiar de los discípulos es la apertura, pues ellos “conocen” ese Espíritu; de hecho ese Paráclito mora en ellos y estará en ellos. La partida de Jesús, en consecuencia, no implica que los discípulos quedarán desprotegidos o “huérfanos”. Además, les reitera que volverá a ellos (Jn 14,17-18).
Anunciando su inminente partida al Padre (“dentro de poco…”), distingue dos tipos de experiencias: La del “mundo” y la de los “discípulos”. Aquel pensará que con la ausencia física de Jesús (la “muerte”) concluirá la experiencia de Cristo en medio de la humanidad, pues “ya no le verá”; sin embargo, los discípulos le seguirán viendo porque no habrá ruptura no solo por la resurrección sino, además, porque el Paráclito seguirá asistiéndolos en la nueva etapa de la vida comunitaria en la que “el Espíritu de la verdad” actuará acompañándolos en el devenir de la historia. Esta interacción supone un dinamismo vital porque Jesús “vive” y también los discípulos “vivirán” (Jn 14,19). Cuando esta dinámica entre el Padre, el Hijo, el Espíritu de la verdad y los discípulos se vaya actualizando y concretando en el largo itinerario temporal, en el escenario de la vida humana, entonces podrán comprender a cabalidad la inmanencia recíproca entre el Padre y el Hijo y entre este y los discípulos (Jn 14,20).
La clave para los discípulos es identificarse con Jesús que consiste en “tener” y “custodiar” sus mandamientos. Vale decir, estar dispuestos a donar sus vidas por la misma causa de la salvación. Así, este amor tendrá como respuesta el “amor del Padre” que pasa por el “amor del Hijo”, el cual se manifestará al que asimile, en la experiencia de su vida, el mismo amor (Jn 14,21).
En fin, los discípulos de Cristo tenemos la tarea, en el presente y en el futuro, de “custodiar” los “mandamientos” de Jesús, es decir testimoniar —aún a costa de nuestras vidas— el proyecto de salvación. Para esta misión contamos con la ayuda del Defensor, el Paráclito o Espíritu de la verdad, del Amén de Dios que nos asiste y nos asistirá hasta el final de los tiempos. Se custodia amando y se ama custodiando el testamento de Cristo. Por tanto, el “amor” no es ni se reduce al sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Puede ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor (Benedicto XVI, Deus caritas est, 17).
El Papa Benedicto XVI, citando 1Jn 4,8, nos enseña que “Dios es amor”. Y que “es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar” (Deus caritas est, 12). Este amor oblativo tendrá, necesariamente, sus repercusiones en la vida comunitaria, y en la vida social, con la práctica de la solidaridad y creando estructuras que vehiculicen ese amor hacia los demás. Custodiar los mandamientos, mediante el amor, tiene toda la potencialidad de crear una nueva civilización, superando tanto egoísmo, tantas ansias de poder mundano, de supremacía y de odio, de guerras y de muerte; y engendrar, en cambio, la semilla de la paz, de la concordia, del servicio, del perdón y de la reconciliación.
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