Opinión
Jesús resucitado: fe y duda
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío”. Dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con vosotros”. Luego dice a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”. Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío”. Dícele Jesús: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído”. Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.
Evangelio según san Juan (Jn 20,19-31) — 2º domingo de Pascua o de la Divina Misericordia (Octava de Pascua)
La resurrección de Jesús de Nazaret es el núcleo de la fe cristiana. Sin resurrección no puede existir el cristianismo. Es lo que afirma san Pablo con otras palabras: “Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó; y si no resucitó Cristo, nuestra predicación es vana, y vana también vuestra fe” (1Cor 15,13-14). En efecto, sin la resurrección todo se desploma.
La liturgia de la palabra, nos propone para esta Octava de Pascua, la aparición de Jesús resucitado a los discípulos y la duda de uno de ellos (Jn 20,19-31). La escena tiene lugar en Jerusalén donde los discípulos estaban reunidos, presumiblemente en una habitación teniendo presente que se habla de “puertas cerradas”. El vocablo griego phóbos (“miedo”) indica el motivo del dispositivo de seguridad que han adoptado ante una eventual incursión de “los judíos” que, según se puede deducir, estaban al acecho de los seguidores del difunto Jesús de Nazaret.
Exceptuando a Judas (que había fallecido) y a Tomás (que, por razones no expresadas, estaba ausente) eran diez los discípulos, miembros del colegio apostólico, reunidos en aquella ocasión, en el caso de que la palabra “discípulos” (griego: mathētaí) sea intercambiable aquí con “los Doce” (apóstoles). La fecha de la reunión, según la traducción de la Biblia de Jerusalén, se expresa del siguiente modo: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana…” (Jn 20,19). En consonancia con Jn 20,1 (en el que se inicia el relato del “sepulcro vacío”), nuevamente se habla aquí del “primer día de la semana”. En realidad, el texto griego no habla en ambos versículos de “semana”. No se emplea esta expresión.
Lo que afirma el autor del Evangelio, literalmente, es como sigue: “Pues, siendo así tarde, en el día aquel, (en) el primero de los šabbāt”. El vocablo hebreo šabbāt” (día de reposo o séptimo día para los judíos), en griego, se traduce por sabbatón (aquí en genitivo plural) que debe coincidir con el “domingo” cristiano. Estamos ante el “séptimo día de la semana” y no del “primer día”. En consecuencia, no se trata del “primer día de la semana” sino del “primer domingo (séptimo día de la semana) del año”, teniendo presente que la muerte de Jesús aconteció entre el 14 y 15 de Nisán, mes con el que comenzaba el año en el calendario lunar hebreo-babilónico, según los textos veterotestamentarios (Ex 12,1; Nm 28,16-17; Lv 23,5-6; Dt 16,1: “Abib”). “Nisán”, del idioma acádico, quiere decir: “Primer brote”. De este modo, la resurrección de Jesús inaugura todo el año (una “nueva era”, podríamos decir) y no una simple semana.
El Evangelio dominical presenta dos episodios: En el primero, Jesús se hace presente en medio de sus discípulos; y en el segundo, se concentra en el personaje Tomás, uno de los “Doce”; “Once” en ese momento.
Jesús “vino” y “se puso en pie” en medio de los discípulos, afirma el evangelista. El verbo de movimiento “venir” (griego: ēlthen) y la postura “en pie” (griego: hístēmi) evocan la posición de triunfo sobre el estado yacente que significa la muerte. El evangelista da a entender que el Resucitado puede hacerse presente a los suyos siempre que quiera. Jesús les saluda con la expresión “paz a vosotros” que no coincide con el šalôm acostumbrado de los judíos, tampoco es un simple deseo que se traduciría erróneamente por “la paz esté con vosotros” (no es un simple desiderativo). Mucho menos se relaciona con la pax de Augusto, emperador romano, que impuso a los conquistados una “paz” ficticia mediante el recurso de las armas y del sometimiento. El saludo del que “vive” es el don efectivo de la paz, un don divino porque el Mesías es el “Príncipe de la paz” que, según los oráculos de antaño, de Isaías y Miqueas, establecerá una paz sin fin. Por eso, la paz que concede no es como la que da el mundo; es una paz suya, personal, mesiánica; signo de que comenzaba una nueva era, un tiempo nuevo.
Dicho esto, mostró sus manos y su costado, secuelas de su crucifixión; pruebas irrefutables de que no era un fantasma sino él mismo; y entonces los discípulos se llenaron de gozo al ver al Señor. El Resucitado, a continuación, pronuncia la proclama misionera: Así como el Padre le envió a él, el Enviado por excelencia, él envía a los suyos. Entonces, la misión viene de Dios mismo que quiere dar la vida al mundo por medio de su Hijo y a través de sus discípulos. Dicho esto “sopló sobre ellos y dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22), un gesto que reproduce el acto primordial de la creación del hombre, como se dice en Gn 2,7: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente”. El Creador “insufló (en el hombre) un aliento vital”, repite la Sabiduría (15,11), lo cual significa que el hombre solo existe pendiente del soplo de Dios. Así, el acto de Jesús implica una “nueva creación; pues Jesús glorificado comunica el Espíritu que hace renacer al hombre, con el fin de insertarlo en la comunión divina. El soplo del Resucitado es un soplo de vida eterna.
Luego Jesús declara: “A quienes perdonéis los pecados, se les perdonarán; a quienes se los retengáis, se les retendrán” (Jn 20,23). Con esta solemne concesión, se afirma el proceso de abolición del pecado en el mundo que debía caracterizar a la alianza definitiva. “Perdonar” o “retener” significa aquí la totalidad del poder misericordioso transmitido por el Resucitado a los discípulos. De este modo, Dios perdona en el instante que los discípulos perdonan.
Seguidamente, en la segunda parte del texto, entra en escena el apóstol Tomás, un personaje notable que ha perdurado en la memoria de los tiempos como “el que duda”; un discípulo que, al no aceptar el testimonio de sus hermanos, se aferraba a sus convicciones, pero ante la evidencia supo ceder lealmente. Con todo, la reacción inicial de Tomás es la del escéptico, del receloso y desconfiado; un escepticismo natural del hombre que, ante el anuncio inaudito de la victoria sobre la muerte, como los atenienses ante Pablo de Tarso, no da crédito a un anuncio de tal envergadura. Al pretender verificar mediante el tacto la realidad de un cuerpo resucitado, Tomás exige tener una experiencia de un mundo maravilloso; en claro contraste con el comportamiento meditativo y creyente del “discípulo amado” que creyó ante el sepulcro vacío y ante los lienzos abandonados (Jn 20,8).
“Ocho días más tarde”, es decir, el domingo siguiente, Jesús se presentó de nuevo, “mientras estaban cerradas las puertas”. A continuación, se dirige a Tomás y le ofrece satisfacer sus exigencias, pero es para invitarlo a una opción mucho más profunda. De ahí la exhortación: “¡Deja de mostrarte no creyente; más bien (muéstrate) creyente!” Entonces, Tomás proclama una confesión absoluta: “¡Señor mío y Dios mío!” que manifiesta la profunda adhesión del discípulo que reclamaba pruebas y evidencias.
“Porque me ves, crees” —le dice Jesús— y añadió: “¡Dichosos los que no han visto y han creído!”. Con esta manifestación de Jesús, queda claro que la primera frase se refiere a Tomás (“porque me ves, crees”), con cierto tono de reproche; y la segunda se refiere a la fe de los discípulos que no han precisado para creer de una verificación como lo había solicitado Tomás. Y en este sentido, alude también a los discípulos venideros.
El texto finaliza con una reflexión del evangelista que habla de los muchos signos realizados por Jesús que no están registrados en el presente Evangelio; pero respecto a los signos que están escritos, afirma que fueron asentados con el fin de suscitar la fe en el Mesías que venció la muerte, presentado aquí con dos títulos cristológicos: Ungido e Hijo de Dios. La fe depositada en el enviado de Dios es la que permitirá tener “vida en su nombre”, culmina diciendo el autor.
El presente texto joánico comentado presenta la aparición de Jesús, después de su resurrección, a sus más allegados colaboradores con el fin de conferirles la misión de “perdonar los pecados”, es decir, la tarea de anunciar, proclamar y rubricar la misericordia a quienes aceptan este nuevo régimen de relaciones con los demás.
Si el hallazgo de la “tumba vacía” (Jn 20,1-9) es un “indicio” de la resurrección; las apariciones son pruebas de que Jesús de Nazaret, crucificado y muerto en manos de los judíos, verdaderamente resucitó. La comunicación de este mensaje fundamental abre para toda la humanidad la esperanza cierta de nuestra propia resurrección. De este modo, el Evangelio de Jesús resucitado inaugura un tiempo nuevo, un nuevo orden porque el horizonte y la perspectiva del ser humano trasciende las fronteras de la muerte, “último enemigo en ser destruido” (1Cor 15,26).
Ante esta proclama del colegio apostólico, testigo de la resurrección, básicamente, la humanidad se divide en dos: Los que creen en este anuncio sin par, igual o superior a la misma creación del universo; y los que dudan de la veracidad de la buena noticia. No obstante, el apóstol de la “duda”, luego de satisfacer sus demandas de verificación, se adhiere al Resucitado y proclama su señorío y su divinidad. No pocos, entre los cristianos, se sitúan en la posición de Tomás.
Con todo, más allá de la fe o de la duda, están quienes se cierran totalmente y niegan la fuerza de Dios para conceder la vida definitiva a hombres y mujeres y se rehúsan a proyectar un horizonte que sobrepase el umbral de la muerte física. También ellos, sin saberlo, están puestos ante la mirada misericordiosa de Dios. Solo la búsqueda de la Verdad, en la intimidad de la conciencia, les ayudará a vencer el circuito de la cerrazón que les atenaza.
Que, en Jesús, de la “divina misericordia”, cuyo día celebramos, podamos encontrar siempre al que nos trae “la paz” y el “perdón”, valores que irradian a Cristo Resucitado.
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