Opinión
La ley de los fariseos no permite acceder a la luz
Jesús caminaba, vio a un hombre ciego de nacimiento…Dijo Jesús: Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo. Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva y untó con el barro los ojos del ciego. Luego le dijo: “Vete, lávate en la piscina de Siloé” (que quiere decir ‘Enviado’). Él fue, se lavó y volvió ya viendo. Los vecinos y los que solían verle antes mendigar comentaban: “¿No es este el que se sentaba para mendigar”? Unos decían: “Es él”. “No —decían otros—, será alguien que se le parece”. Pero él decía: “Soy yo”… Entonces llevaron a los fariseos al que antes era ciego. (Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos). También los fariseos le preguntaron cómo había recobrado la vista. Él les dijo: “Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo”. Algunos fariseos comentaban: “Ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros decían: “Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes signos?” Y había disensión entre ellos. Entonces le preguntaron otra vez al ciego: “¿Y tú qué dices de él, ya que te ha abierto los ojos?” Él respondió: “Que es un profeta”… Ellos le respondieron: “Has nacido todo entero en pecado, ¿y pretendes darnos lecciones?” Y lo echaron fuera. Jesús se enteró de que lo habían echado fuera. Cuando se encontró con él, le preguntó: “¿Tú crees en el Hijo del hombre?” Él respondió: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le dijo: “Le has visto. Es el que está hablando contigo”. A lo que él contestó: “Creo, Señor”. Y se postró ante él.
[Evangelio según san Juan (Jn 9,1.6-9.13-17.34-38) — 4º domingo de Cuaresma o “Laetare”]
Entre las dos opciones, sobre el Evangelio dominical, que la Agenda litúrgica de la Conferencia Episcopal Paraguaya plantea (Jn 9,1-41 y Jn 9,1.6-9.13-17.34-28), he preferido la segunda en razón de su brevedad y porque recoge los elementos fundamentales del texto, conocido de ordinario como “la curación de un ciego de nacimiento” (cf. Biblia de Jerusalén).
El episodio gira en torno a un personaje anónimo que, desde su nacimiento, jamás vio la luz; nunca pudo distinguir las personas (en su dimensión física), las cosas, las formas y los colores de los que disfrutan quienes están dotados del sentido de la vista y pueden gozar del variopinto escenario de la vida humana. Su mundo es la oscuridad, la negrura de una “noche” permanente.
Jesús, la “luz del mundo” (Jn 9,5), “que caminaba, vio a un hombre ciego de nacimiento” (Jn 9,1). Su situación no se debe, según el “maestro” (hebreo: rabbi), al pecado sino es ocasión “para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,2-3).
Jesús, ante la miseria humana, no especula; actúa, socorre, auxilia; no se pierde en los artilugios legales de los fariseos que juzgan toda la vida humana y las relaciones con Dios desde los estrechos límites de una legislación que se ha alejado de la voluntad de Dios y se ha convertido en un medio de opresión, de injusticia y de venalidad.
No mediaron palabras entre el rabbí y el ciego. Simplemente, Jesús “escupió en tierra, hizo barro con la saliva y untó con el barro los ojos del ciego” (Jn 9,6). Acto seguido, le ordenó que se dirija a la piscina de Siloé para lavarse (Jn 9,7a). La acción de Jesús, mediante el “ritual” realizado, posibilitó que el hombre pudiera ver (Jn 9,7b). Por el comentario de los vecinos, los lectores nos enteramos de que el ciego era un “mendigo”. No pocos dudaban de su identidad en razón del cambio de su situación hasta que él zanjó la perplejidad al confirmar su quién era él (Jn 9,9).
En este punto, el evangelista informa que el ciego, curado por Jesús, fue llevado hasta los fariseos, miembros de la élite religiosa hebrea (Jn 9,13). El autor del Cuarto Evangelio plantea aquí, en un paréntesis explicativo, la cuestión central para este grupo religioso: “Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos” (Jn 9,14). El “sábado” o, más precisamente, el hebreo šabbāt (día dedicado al reposo semanal, equivalente a nuestro domingo) es una institución religiosa que conmemora el “séptimo día”, subsiguiente al sexto, en el que finalizó su obra con la creación de la primera pareja humana (Gn 2,1-3). Dios, en šabbāt, más que “descansar” o “reposar”, llevó toda la creación a su descanso. Instituido como un “diezmo” del tiempo, junto al “diezmo” del espacio que es el Templo, conforma con este las coordenadas fundamentales del universo (tiempo y espacio). Asociado con la experiencia del pueblo hebreo que, mediante el “brazo tenso” de Dios, emigró de la esclavitud de Egipto, rememoraba aquella gesta de emancipación y de liberación encabezada por Moisés. Sin embargo, los hermeneutas de la ley (escribas y fariseos), en tiempos de Jesús, transformaron esa fiesta de la libertad en una nueva forma de esclavitud al someter al pueblo a la dictadura de una ley que ya no reflejaba la voluntad primera del Dios Salvador.
La observación del evangelista sobre el día de la acción realizada por Jesús alerta sobre el dictamen jurídico-religioso que esgrimirán los fariseos (Jn 9,14). Después de someter al ciego curado a una indagatoria formal sobre “cómo recobró la vista” (Jn 9,15), algunos del grupo religioso enjuician que “este hombre no viene de Dios porque no observa (las prescripciones) del šabbāt” (Jn 9,16a). La perspectiva “normocrática” con la que leen el acontecimiento no solo conduce a los fariseos a negar la relación de Jesús con Dios sino a calificarlo de “pecador” en razón del “signo” realizado (Jn 9,16b). De este modo, la aplicación formal de la ley, ante una acción que les sobrepasaba, ha llevado a los fariseos a una ceguera tal que ya no podían acceder a la verdad ni permitían que un ciego pueda ver la luz. Ellos querían conocer qué pensaba el ciego curado sobre Jesús, en base a la acción que este realizó sobre él. El hombre anónimo se limitó a responder de modo lacónico y tajante: “…es un profeta” (es decir, un “enviado de Dios”).
La respuesta del ciego curado es rebatida por los fariseos con un ataque ad hominem, es decir, mediante una falsa “refutación” que no tiene en cuenta el argumento formulado sino mediante la técnica de la “agresión” personal basada en la creencia de que la situación de la ceguera era indicativa del status de pecado del hombre, planteamiento ya rechazado por Jesús ante la pregunta de los discípulos (Jn 9,3): “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios”. El ataque no termina ahí. Culmina con una doble acción, verbal y actitudinal: Por un lado, afirman, con arrogancia, que un “ignorante pecador” no puede dar lecciones a los puritanos fariseos, expertos en interpretar normas y leyes y, por el otro, procedieron a “echarlo” de su presencia (Jn 9,34). De esto se deduce que la ley aplicada a la letra, autorreferenciada, es pobre y torpe para dilucidar situaciones, realidades y acciones que se ubican en un ámbito diverso de sus rígidas fronteras.
Finalmente, “Jesús se enteró de que lo habían echado fuera” (Jn 9,35) y, al encontrarse con él, le preguntó al ciego que había curado: “¿Tú crees en el Hijo del hombre?”. La respuesta no se hizo esperar: “¿Y quién es, Señor, ¿para que crea en él?” (Jn 9,36). Jesús le replicó: “Le has visto. Es el que está hablando contigo” (Jn 9,37). Esta última parte es una escena de encuentro, de revelación, de respuesta de fe y de adoración: “Creo, Señor”. Y se postró ante él (Jn 9,38-39). Así, la dimensión de la fe, del espíritu que lleva a la apertura a Dios, es la que permite superar las tinieblas de la ceguera para poder “ver” y “comprender” el horizonte del Reino anunciado por Jesús de Nazaret.
Resumidamente: “ceguera” y “luz” son dos figuras con fuerte carga simbólica en el Evangelio de san Juan. La “ceguera” física es signo de la falta de fe. Ver la “luz” no solo se refiere a la visión física sino a la fe, a la apertura a Dios y a su plan.
En el texto se da una paradoja: el ciego que cree en el Hijo del hombre, mediante la fe, accede a la luz de Dios; los fariseos que ven la luz del día y se aferran a sus leyes se tornan ciegos ante la perspectiva de Jesús. Por eso, solo la fe libera verdaderamente de toda ceguera. Aferrarse a la ley como referente único para examinar las relaciones interpersonales, sobre todo una ley con una hermenéutica sesgada (como la de los fariseos), bloquea al sujeto y lo sustrae de la dimensión espiritual, ética y moral condenándolo a las tinieblas del error.
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