Opinión
“… Por las palabras de la mujer…” (Jn 4,39.41,42)
4/5Llega, pues, a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. 6Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. 7Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber». 8Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la mujer samaritana: 9«¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos) 10Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» 11Le dice la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? 12¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?» 13Jesús le respondió: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; 14pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna». 15Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla». 16El le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá» 17Respondió la mujer: «No tengo marido». Jesús le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, 18porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad». 19Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta. 20Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar» 21Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. 22Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. 23Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. 24Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad». 25Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo». 26Jesús le dice: «Yo soy, el que te está hablando». 27En esto llegaron sus discípulos y se sorprendían de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: «¿Qué quieres?» o «¿Qué hablas con ella?» 28La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: 29«Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?» 30Salieron de la ciudad e iban donde él. 31Entretanto, los discípulos le insistían diciendo: «Rabbí, come». 32Pero él les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis». 33Los discípulos se decían unos a otros: «¿Le habrá traído alguien de comer?» 34Les dice Jesús: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. 35¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega. Ya 36el segador recibe el salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador. 37Porque en esto resulta verdadero el refrán de que uno es el sembrador y otro el segador: 38yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga» 39Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que he hecho». 40Cuando llegaron donde él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. 41Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, 42y decían a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo».
[Evangelio según san Juan (Jn 4,5-42) — 3er domingo de Cuaresma]
La región de Samaría —llamada así por el nombre de su capital, fundada por el rey Omrí (886-875 a.C.; cf. 1Re 16,24)— corresponde al antiguo reino israelita del Norte. En el año 722 a.C., los asirios se habían apoderado de ella y habían deportado a una parte de sus habitantes, instalando en ella colonos de otras tierras. Cuando el sumo sacerdote judío Juan Hircano (134-104 a.C.) logró reconquistar el país, la población local provenía de dos capas distintas, la judía y la pagana. Los descendientes de los israelitas habían conservado su fe ancestral, pero no reconocían más que la tradición del Pentateuco y consideraban que su monte Garizim, donde había sido colocada la bendición de YHWH sobre Israel (Dt 11,29; 27,12), era el lugar auténtico de culto; además, con sus creencias se mezclaban ciertos elementos sacados de las religiones extranjeras. Por estos motivos, los judíos los tenían por cismáticos y hasta por herejes.
A pesar de haber caído en la “herejía”, los samaritanos seguían venerando a su antepasado Jacob y rindiendo culto al Dios único en el monte Garizim. Según los designios de Dios, Jesús “tiene que” pasar por Samaría; se encuentra primero con la mujer samaritana y luego con la gente de la aldea, que reconocerá en él al salvador del mundo. Entre estos dos encuentros, les revelará a los discípulos, ausentes y luego presentes, la fuente y la intención de su actuación y luego cuál es la misión que les confía.
El interés del relato se centra en el pozo de Jacob, situado cerca del campo en que fue enterrado el patriarca. Al situar el diálogo cerca de un pozo, el evangelista enlaza el encuentro con la samaritana con un tema de la literatura bíblica patriarcal. En un país donde escasea el agua, los pozos son naturalmente lugares privilegiados de encuentro, de conflicto y de reconciliación. Junto a un pozo fue donde Moisés se encontró con las hijas de Reuel y donde se concertaron las bodas de Isaac y de Jacob. Por otra parte, el relato joánico presenta un contacto concreto con el relato-prototipo del encuentro junto a un pozo (Gn 24,10-28): apenas acabó de hablar el extranjero, Rebeca vuelve a su casa corriendo y dice a los suyos: “He aquí cómo me ha hablado ese hombre” (cf. Gn 24,28-30); la samaritana procede de la misma forma (cf. Jn 4,28-30).
El diálogo de Jesús con la samaritana comienza por la iniciativa de Jesús que se dirige a la mujer provocando su reacción. Culminará con la palabra de Jesús: “Soy yo (el Mesías) que te habla” (Jn 4,26). Al pedirle que le dé de beber, Jesús manifiesta que tiene sed, como un hombre ordinario, cuya primera preocupación es asegurarse la vida (cf. Mt 6,31; 24, 38), sobre todo cuando está cansado de caminar. Cuando Jesús le habla poniéndose en un plano de igualdad con ella, la mujer responde mostrando su sorpresa. La exclamación de la mujer plantea ante todo la situación de ruptura entre judíos y samaritanos. El narrador insiste en el tema ofreciendo una explicación de la situación (Jn 4,9). Jesús evoca el don de Dios, que trasciende toda discriminación de personas. Si la samaritana lo conociera y conociera a aquel que le está hablando, sería ella la que le pediría a su interlocutor el agua viva. A partir de este momento y hasta el v. 16 el diálogo está construido sobre el simbolismo del agua viva, lo cual corresponde al tema inicial de la sed.
Jesús le pidió ciertamente de beber a la samaritana y se vislumbra ahora que aquello de lo que tiene sed es de su sed, del deseo que ella ha de tener del agua viva, que solamente él puede darle... Del mismo Padre se dirá que “busca” adoradores auténticos. Según el tenor del v. 10, está claro que el agua de la que habla Jesús es un agua mejor que la que ha venido a sacar la samaritana y de la que el peregrino parece tener sed. A pesar de la novedad del adjetivo “viva”, la diferencia no consiste en su distinción con el agua estancada, ya que la del pozo de Jacob es también un agua de manantial: un pozo no es una cisterna. ¿No se preocupaban ya los patriarcas de excavar pozos en el valle para alcanzar algún manantial de agua viva (Gn 26,19)? Por eso la mujer no acaba de comprender. Pero entre las “dos aguas” se abre un espacio inmenso, el que separa al cielo de la tierra.
La samaritana sigue extrañándose; no acaba de comprender lo que quiere decir Jesús. Así mismo, sigue refiriéndose a la persona del “judío” que le habla (¿será acaso superior a Jacob, el que les dio aquel pozo providencial?), estableciendo un paralelismo entre Jesús y el venerado patriarca. Sin responder inmediatamente sobre su identidad, Jesús compara el agua del pozo de Jacob con la que él dará. Para ello, opone “tener todavía sed” con “no tener ya nunca sed”. De forma parecida opondrá el maná, que no impidió morir a los padres, al pan vivo que hace vivir para siempre. Si el agua viva que él promete calma la sed para siempre, es que Jesús es más grande que el patriarca; más aún, su don implica que ha llegado ya el tiempo del cumplimiento final. Por consiguiente, en el agua viva prometida por Jesús se puede entrever una revelación superior a la revelación hecha a los padres, y eso es precisamente lo que la samaritana sugiere al final del diálogo, cuando dice que “el Mesías nos revelará todas las cosas” (Jn 4,25).
Al escuchar la promesa que Jesús formula, la samaritana pasa de la extrañeza al deseo. Su respuesta manifiesta que cree en el poder de Jesús. Jesús ha suscitado en la samaritana una espera que la orienta hacia él como hacia el único que es capaz de escucharla. Al final de esta conversación se ha mantenido la continuidad entre las “dos aguas”, pero su diferencia queda marcada por su efecto respectivo —provisional o definitivo— y por el donante, Jacob o Jesús. Pero en realidad el donante único es Dios, como se sugiere en el exordio del v. 10: “¡Si conocieras el don de Dios!”
Jesús ha puesto de relieve el comportamiento reprensible de la samaritana; acto seguido, ella ve en él a un profeta y entonces somete a su decisión un problema religioso de orden general, al que responde Jesús. Haber tenido “cinco maridos” no podría ser sino una situación irreal en un ambiente que no toleraba más de tres matrimonios sucesivos. Los cinco “maridos” corresponderían a los cinco dioses introducidos en Samaría después de la conquista asiria del año 721 a.C.; en ese caso, el que tiene ahora la mujer no es el verdadero Dios. Así Juan, evocando ciertas situaciones reales (en este caso la conducta sexual de la mujer) plantea de manera “simbólica” la infidelidad religiosa de los samaritanos, de la que el desorden sexual de la mujer ofrece una expresión en conformidad con el lenguaje bíblico. Si Jesús puede declarar: “El (marido) que tienes no es marido tuyo”, es que los samaritanos no han mantenido la relación exclusiva con Dios: Ciertamente, la samaritana no tiene marido, no tiene al verdadero Dios.
Impresionada la samaritana por la clarividencia de Jesús ve en él a un profeta; pero, evidentemente, no es aún para ella el Ta’eb (posiblemente equivalente al Mesías judío) anunciado para el final de los tiempos según Dt 18,15, sino una persona inspirada por Dios. Por eso, la mujer reacciona y exclama: “Señor, veo que eres profeta” (v. 19). Y plantea, a continuación, el tema del lugar del culto: “Nuestros padres adoraron en esta montaña y vosotros decís: en Jerusalén está el lugar donde hay que adorar”. La samaritana se refiere al lugar de peregrinación en donde se puede encontrar a Dios dado que la revelación está ordinariamente vinculada a unos lugares privilegiados: los patriarcas sacralizaron con altares los lugares en donde se les había aparecido el Señor, como hizo por ejemplo Jacob en Betel o en Siquén. El monte Garizim era la montaña de los samaritanos. Seguían adorando allí a YHWH, a pesar de la centralización del culto en Jerusalén.
Jesús responde con autoridad a la samaritana con un insólito “créeme” que equivale sin duda al doble “amén”. La revelación concierne aquí a la adoración del Padre en espíritu y en verdad. Frente a la doble alternativa suscitada por la mujer (“esta montaña” / “Jerusalén”, v. 21), Jesús se niega a dejarse encerrar por dicho esquema. Con él llega la hora en que el culto no dependerá ya de un lugar determinado, por muy venerable que sea, en línea con la tradición profética (cf. Is 11,9; Mal 1,11; Is 66,1). No se trata de una abolición del culto. Dios seguirá recibiendo “ofrendas puras” en todo lugar por el mismo título, bajo la forma esencial de la alabanza.
Frente a la samaritana, Jesús mantiene para los judíos el privilegio de ser los auténticos depositarios de la revelación por medio de la cual Dios se comunica al mundo; y apoya esta afirmación declarando: “…Porque la salvación proviene de los judíos”. ¿En qué sentido la salvación “proviene” de los judíos? Según la fe ancestral el Dios único eligió a este pueblo para que fuera su testigo ante todas las naciones; con los hebreos estableció Dios su alianza a la que está invitada la humanidad entera. El pueblo judío sigue siendo para siempre el primer portador del designio salvífico de Dios, y sus Escrituras abren hacia un porvenir que los cristianos aguardan con ellos.
En Jn 4,21-22 se revela el modo del culto auténtico. De la adoración sin más se pasa a la adoración “en espíritu y verdad”. El término “espíritu” no se refiere al aspecto espiritual del hombre, en el sentido de interioridad, de la intimidad del corazón. La expresión “en espíritu” se refiere, no a una buena disposición subjetiva (aunque evidentemente la incluye), sino a la presencia del Espíritu que ha regenerado al creyente. Jesús, en el que mora el Espíritu y que bautiza en el Espíritu (Jn 1,33), anuncia adoradores nacidos del Espíritu (cf. Jn 3,5-8). Juan coincide en este punto con lo que dice Pablo: “Es el Espíritu el que nos hace gritar: ¡Abba!¡Padre!”. En cuanto a la “verdad” que en adelante cualifica la adoración auténtica no significa la “sinceridad” y no se opone a la falsa adoración. Se refiere más bien a la revelación ofrecida por Jesús: la adoración del Padre presupone la acogida de su palabra. Es lo propio de aquellos que, animados por el Espíritu Santo, han creído en lo que dijo Jesús del Padre y viven en él, de su propia actitud filial. El Cristo “Verdad” constituye el “lugar” verdadero del culto mesiánico, el nuevo templo espiritual. Así se introduce la abolición del lugar del culto. Se señala su superación en el futuro; los adoradores sólo se definirán por la cualidad de su adoración (Jn 4,21.23).
Los samaritanos esperaban la vuelta de un Ta’eb (“el que ha de volver”): “Suscitaré entre tus hermanos un profeta como tú (Moisés), y pondré mis palabras en su boca” (Ex 20,21; cf. Jn 11,24). Este texto que equivale a Dt 18,15 demostraría la creencia en la vuelta de un profeta que revelaría los últimos secretos divinos. Jesús proclama entonces: “Soy yo (el Mesías), el que te habla”. La mujer no tiene que seguir esperando a un Mesías revelador, porque está allí mismo hablando con ella. Al final del diálogo, la mujer declara: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho+: ¿no será el Cristo? (Jn 4,29). La persona de Jesús polariza todo su interés: “Entonces la mujer dejó su cántaro y se fue a la ciudad”. El cántaro le servía a la mujer para sacar el agua del pozo de Jacob. La samaritana abandona su cántaro, pues gracias a esa agua no tendría ya sed ni sería necesario que viniera a sacar agua (Jn 4,15). Después de que Jesús declaró que era el Mesías, la samaritana no responde nada; el cántaro abandonado dice, sin palabras, que la samaritana se fía en adelante solamente de la promesa de Jesús.
El diálogo de Jesús con la mujer samaritana termina con la proclamación mesiánica. Comienza la segunda parte del relato: Los samaritanos avisados por la mujer, se ponen en camino hacia Jesús. Jesús se ha quedado solo en aquel sitio y está hablando con los discípulos. A través de la acción de Jesús se lleva a cabo la obra del Padre. En cuanto a los discípulos son enviados por Jesús a recoger la cosecha, de la que son primicias los samaritanos.
A continuación, la samaritana regresa a la ciudad, sin preocuparse ya del cántaro que había venido a llenar de agua; exhorta a la gente a que acuda con ella adonde está Jesús. Al declarar que le había dicho “todo lo que había hecho”, la mujer se refiere evidentemente a su conducta conyugal, pero el sentido puede sin dificultad ampliarse e implicar su compromiso con las creencias paganas. Así pues, los samaritanos van a buscar a Jesús; cuando lo encuentren, le invitarán a quedarse con ellos (Jn 4,40), de la misma manera como Labán, después del regreso de Rebeca, “corrió hacia el hombre junto a la fuente”, y “le pidió que honrara su casa” (Gn 24,29.31). Se trata de un gesto simbólico: Los discípulos que habían ido a comprar provisiones (Jn 4,8) invitan naturalmente a su Maestro que coma, lo mismo que Moisés, después de detenerse junto al pozo, había sido invitado por Reuel a que tomara algo de comer (Ex 2,20). El simbolismo del alimento sucede al simbolismo de la bebida que caracterizaba a la primera parte del relato, pero con una diferencia: entonces era Jesús el que pedía de beber, ahora son los discípulos los que le proponen que coma. En este caso, el alimento es de un orden diferente. Jesús, entonces, les revela de qué vive: “hacer la voluntad del que lo ha enviado”, a saber, “llevar su obra a su cumplimiento” (cf. Jn 6,38-40).
Nuestro texto alude al encuentro del judío Jesús con los samaritanos, es decir, a la reunión de los hermanos separados. En el marco del simbolismo global se puede precisar: Jesús es el “sembrador” que, habiendo sembrado en el corazón de la samaritana (en ausencia subrayada expresamente de los discípulos), recoge ya la fe de los samaritanos; por tanto, él es también el “segador”. Los discípulos serán segadores después de él, recogiendo el fruto de Jesús sembrador, mientras que ya antes fueron otros los que sudaron trabajando en el campo de Dios. Los discípulos “entran” en la etapa final de una historia que ha comenzado hace mucho. Pueden alegrarse, con Jesús, del éxito total de la obra del Padre.
En fin, la “palabra de la mujer” (samaritana) ha sido fundamental para que se propague la palabra de Jesús reconocido como “el salvador del mundo”. La presencia de Jesús, entre los samaritanos, implica, por tanto, la superación de todas las fronteras, pues si bien “la salvación proviene de los judíos” (Jn 4,22) está abierta a todos, sin excepción porque el Mesías es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). En consecuencia, las notas resaltantes del presente texto (Jn 4,5-42) son la apertura y la catolicidad del Evangelio, opuesto a todo tipo de sectarismo, intransigencia o fanatismo. El anuncio y la misión evangelizadora no son excluyentes ni pueden ser “privatizados” ni direccionados a sectores exclusivos. La humanidad toda es la destinataria del mensaje de la salvación.
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